Las Palmas de Gran Canaria es una ciudad sorprendente. Es capaz de las más complicadas hazañas y de protagonizar los episodios más lamentables que recordarse puedan. Tiene un puerto muy potente, unas excepcionales condiciones naturales, buenas perspectivas de futuro y, sobre todo, un aguante sin límite. Porque coincidirán con nosotros en que sobrevivir a cuatro años de Pepa Luzardo como alcaldesa no refleja unas capacidades difícilmente repetibles en otras urbes. Si ya fueron sonados y estrepitosos sus fracasos al frente del Ayuntamiento en ese ruinoso periodo 2003-2007, su acción al frente de la oposición municipal está resultando verdaderamente grotesca. Quien dejó en bancarrota a la ciudad con sentencias judiciales millonarias; quien propició operaciones tan sospechosas como las torres del Canódromo, Isolux o Pavía... Quien destrozó para siempre la buena imagen de la Policía Local o quebró la confianza de muchos colectivos de funcionarios por el rampante enchufismo y sectarismo que permitió, no puede dar lecciones de buen hacer a nadie. Ahora ha vuelto a la carga con la política cultural de Saavedra, tras la cual se esconde su insuperable frustración por haber perdido la alcaldía sin esperárselo.