Woody Allen, novelista
Últimamente llaman mi atención unas nuevas furgonetas Volkswagen silenciosas, de formas suaves y redondeadas, porque parecen un modelo de vehículo del futuro. Son bonitas y elegantes pero hay algo inquietante en ellas: es como si nos estuvieran metiendo el futuro con calzador. Porque esas furgonetas pasan junto a mi viejo Toyota del 2006, por las mismas viejas carreteras del siglo veinte, dejando atrás bolsas de basura por fuera de los contenedores, edificios sin pintar y señoras paseando al perro en bata de levantar. Son unas intrusas, son lo único del futuro que tenemos en el presente. Sí, están los móviles y toda la parafernalia tecnológica, pero ya me entienden, el futuro son los coches del futuro, la gente vestida de gris plateado y los edificios con un aspecto metálico. Sin embargo, hay que reconocerlo, son un aviso: esas furgonetas te miran por encima del hombro y te dicen que te estás quedando anticuado, que el mundo ya está cambiando.
No tengo nada en contra de los avances tecnológicos, siempre que lleguen poco a poco, sin que me dé cuenta, no de un modo tan abrupto y reconocible. Pienso en esto a partir de la lectura de la primera novela de Woody Allen, ¿Qué pasa con Baum?, que el cineasta ha escrito cuando está a punto de cumplir noventa años. Las películas, relatos y obras teatrales de Allen siempre han sido para mí un lugar seguro, un cálido refugio, ese espacio confortable adonde regresar; con colores terrosos, donde puedes pisar alfombras en acogedores apartamentos o escuchar frases ocurrentes en cafeterías de la Gran Manzana. Son imágenes cinematográficas y literarias, sí, pero tienen una cualidad orgánica, algo cercano, tangible. Historias que hablan de las cuestiones que atraviesan a la humanidad a lo largo de los siglos, impermeables a las vicisitudes externas, a los factores exteriores que nos ciegan, como el brillo de esas furgonetas o la matraca de la inteligencia artificial.
En su primera novela, Woody me ha introducido de nuevo en ese territorio reconocible e imposible a un tiempo. Reconocible porque los personajes son de esta época; comen y beben y hablan y sufren y se enamoran y se decepcionan. Imposible porque se mueven en una representación idealizada de la realidad, en una selección de los mejores lugares y viviendo los momentos más interesantes. Como en una suerte de tráiler vital (que escoge las situaciones narrativas más atractivas), haciendo que sufras lo justo como lector: lo necesario para interesarte por el avance de la trama sin provocarte más ansiedad de la aceptable. Eso lo logra mediante el mejor vehículo que conoce, la comedia, que es donde empezó, escribiendo chistes para un periódico a la edad de quince años, y a donde siempre regresa; con escarceos esporádicos con el drama, influenciado por Ingmar Bergman o por Fellini y con resultados dispares. Brillantes como en Matchpoint o cargantes como en Interiores.
Cabría suponer que, dada su habilidad para la escritura cinematográfica, su talento para generar ideas gloriosas (dios mío, ese tenor que sólo canta bien en la ducha en A Roma con amor o ese Robin Williams desenfocado en Desmontando a Harry, por citar sólo dos de entre cientos de ejemplos), su capacidad para construir personajes fascinantes que sueltan chistes ingeniosos; en fin, de todo esto cabría suponer que tendría que saber escribir una buena novela. Sin embargo, una novela y un guion de película son construcciones narrativas que difieren en diversos aspectos. Para mí, el esencial es el grado de libertad que la novela concede al autor con respecto a su hermana la película. Una libertad que permite hacer largas digresiones, salirse del carril principal, escapar de las ataduras del guion clásico pero sin dejar de usar la correa para que la historia se mueva, vibre, salte, vaya adelante y hacia atrás pero siempre manejada por el autor. Es, por así decirlo, una jaula que no parece una jaula. Con más metros cuadrados. Y hacer que no lo parezca es un arte en sí mismo. Woody Allen ha dado un salto semi-controlado, usando los ingredientes que tanto éxito le han proporcionado con las herramientas de un agrimensor de lo literario. En este caso hemos acertado con la suposición.
Cuando yo tenía quince años me introduje en el cálido y divertido mundo de Woody Allen y éste me ha acompañado a lo largo de las décadas. Ha sido mucho más que una mera referencia para mí, pero no voy a hablar demasiado de eso porque voy a parecer un auténtico friki de su obra. Es cierto que con el paso del tiempo he ido detectando algo que antes me pasaba desapercibido y que también se observa en esta novela: un exceso de referencias intelectuales y unos personajes demasiado acomodados que hacen pensar que Woody vive en una burbuja o que practica cierto esnobismo cultural, si bien él ha dicho en alguna ocasión que no es un intelectual sino que más bien se ve a sí mismo como un tipo sencillo al que le gusta ver deportes en la televisión. En cualquier caso, éste es un pequeño reproche para una novela que me devuelve a ese lugar confortable donde brilla la mejor comedia, concebida para el disfrute del lector pero que alcanza unas cotas literarias más altas de lo que podría parecer bajo una mirada superficial. De eso y de la sátira camuflada sobre su vida (véase, por ejemplo, el personaje del hijastro) ya hablamos otro día.
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