Guía sentimental de La Gomera

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A veces miro los anuncios de la televisión cuando aparecen paisajes de Canarias. Me emocionan pocas cosas, es cierto, pero cuando oigo la música que me trae las imágenes de las islas me quedo paralizada con los ojos fijos en la pantalla. Es algo extraño, lo sé, pero hay fotografías de una de ellas, La Gomera, que me parecen fascinantes y cuando las veo me conmuevo hasta los cimientos quizá por su parecido con La Palma, mi isla. Hace unos meses (ahora me parecen siglos) un día antes de que se diera la noticia de la aparición del coronavirus precisamente en ella, nosotros (un grupo de amigos a los que les gusta ir juntos a conocer el mundo y quererse) habíamos vuelto a casa después de hacer un viaje especial por ella. Habíamos decidido hacerlo por una razón puramente sentimental: las ganas de descubrirla en grupo como si de una excursión de escolares se tratase. Del 25 al 27 de enero para ser exactos. La experiencia fue algo especial porque más que un viaje fue un desvelamiento sobre nosotros mismos: qué nos gustaba y qué nos desagradaba; qué paisajes nos atraían; qué lugares, qué arquitectura, qué tipo de comidas, de artesanías…  

Hace muchos años aprendí la diferencia a viajar sola o en compañía de ciertos animales. Los míos son cómodos y adaptables, sean perros o gatos. Incluso mis tortugas o mis peces viajan tranquilos siempre que sepan que voy a su lado. Con los humanos es diferente. Ellos parecen ser semejantes a nosotros y luego, a mitad del camino, descubres que nada tienen que ver contigo. Ni sus comentarios ni sus bromas ni la manera de arrastrar el equipaje son comparables a lo que tú pensabas era la mejor manera de conocer el mundo. En ese viaje de tres días aprendí que el descubrimiento del territorio en todo su esplendor va unido al descubrimiento de las personas que te acompañan. Una visión mágica, irreal, cargada de buenas energías cuando encuentras respuestas a tus comentarios, risas a tus chirigotas, emociones parecidas en las imágenes que contemplamos juntos. Basta un refrán para seguir diciendo uno tras otro. Basta una canción para tararearla a gritos por los senderos de un bosque. Basta una broma para reírnos durante quilómetros. Y basta un viaje para hacernos una idea de cómo es una isla especial llamada La Gomera.

Recorrer Chipude, Hermigua, Laguna Grande, El Cedro, Valle Gran Rey, Alajeró, Playa Santiago a través de carreteras cuidadas y diseñadas para la torpeza humana, y caminar sin cansancio ni peligro por senderos de piedras y troncos entrelazados y dispuestos para un peregrinaje; encontrarte con el fuego y su paso por el corazón de la isla, cañaveral abajo, palmeras quemadas, bosques enteros de laurisilva carbonizados, y quedarnos con la sensación de que aún hay esperanzas de remontar la naturaleza; caminar hacia la ermita de Lourdes en pleno Cedro y ver monos saltando de árbol en árbol y brujas malvadas que arrojan ramas caídas de los árboles sobre nuestras cabezas, es toda una experiencia que nos da alas y alegría a la hora de compartir tanta belleza. En La Gomera el silencio produce cierta inquietud y lo que sucede a tu alrededor puede llegar a ser parte de la magia. Hay pájaros que vienen a comer de tu mano las migajas de pan o de galletas que quedan en nuestros bolsillos. Son pinzones que ya conocen el valor de los humanos en cuanto a migajas se refiere, sobre todo desde que llegan turistas de todos los continentes que tienen esa deliciosa costumbre de amar los animales más que a los nativos de la isla por los cuales sienten una mezcla irritante de curiosidad y afecto. Por el “Camino Santo” se llega al mirador. Togoluche. Ermita de San Nicolás. Las crestas rocosas son impresionantes. “Full de chola picando caucho”. Recuerda alguien la anécdota y el lenguaje. Ríe Eduardo. Reímos todos. Reímos mucho durante horas entrando y saliendo de los caminos que nos conducen a lugares prodigiosos. Elías nos conduce de mirador en mirador con la sabiduría de un guía experto. Los miradores de Elias miran siempre a algún lugar que nos deja asombrados y convierte cada una de esas paradas en una foto que registra la euforia de los hallazgos. No hay una isla en toda Canarias que tenga tantos miradores como tiene La Gomera ni son tan increíbles, tan rotundos y tan terriblemente hermosos los barrancos y las crestas de sus montañas. No hay circunvalación posible. La orografía lo impide y por esa razón subes y bajas constantemente y a veces recorres el mismo camino hasta dos y tres veces si quieres conocer un sitio nuevo, un nuevo paisaje, un nuevo pueblo. “Warning. Atención, peligro película” Lee María José. Atención. La línea discontinua sólo indica eje de carretera. En el cartel con grandes letras en distintos idiomas hay un dibujo de la carretera con sus curvas. Lo más parecido a una cinta de celuloide. La broma dura los tres días que dura el viaje. De pronto nos surge una parada. Una ermita o una iglesia del siglo XVII que nos hace sentir el poder y la gloria de esos hombres que habitaron un sitio tan especial como Hermigua. En la plaza una casa de piedra con un letrero: “La Escuela”. Y uno siente el respeto y el agradecimiento que merecen aquellos que cuidan y dan valor a cosas tan simples como una casa que fue escuela un día. El valor de la educación que recibieron sus padres y sus abuelos.

De nuevo otra parada. Una comida en Casa Conchita, en Arure. Potaje de berros con queso y gofio y de postre leche asada. “Joropo de niple” pide alguien. Volvemos a reírnos. Los dulces de Alajeró, las cenas en Hermigua en Tasca Telémaco con unas berenjenas bañadas en miel y un almogrote digno de un emperador. Las servilletas con mensajes sobre violencia de género que encontramos en muchos de los bares de carretera nos indican la atención y el cuidado de la isla hacia temas que nos preocupan a todos como el orden y el reciclaje de las basuras así como la existencia de algunos sitios que daban la impresión de haber sido construidos para la nada como esas maravillosas paradas de guagua con un parque infantil de madera delante donde uno busca a los niños y no los encuentra como no encontramos a los viajeros fantasmas de una extraña estación de guaguas sin posibilidad de pasajeros que llevarse a sus asientos camino del aeropuerto, un aeropuerto que más parece catedral que tránsito de aviones. Un hermoso lugar para ver, aunque no te guste volar.

Poca gente por las calles. Poca gente por los campos. Campos vacíos que aún conservan las paredes de piedras intactas formando cascadas de terrenos resecos. Y a pesar de esa desolación, uno siente una especial admiración por esas gentes que habiendo abandonado la tierra vuelven a ella para recuperar ya no las huertas o los campos de cultivo, sino las piedras que separaban los terrenos unos de otros y las colocan bien ordenadas como si la memoria no pudiera renunciar a lo que fueron un día. Dan la impresión de que sus habitantes han huido hacia ninguna parte y al mismo tiempo la isla da la sensación de orden, de cálido recibimiento, de limpieza (no he visto unas calles y unas carreteras más limpias en todos mis viajes por el archipiélago).  No ves mucha gente por los pueblos, sólo taxis y autocares que llevan a los turistas de acá para allá. Ves turistas en los bares, en los hoteles, en los senderos. Parece una isla dedicada a recibirlos y atenderlos. Pero no ves en ella niños correteando por las calles, hombres caminando por los montes cargando forraje, animales domésticos, ganados de cabras… No los ves y te preguntas dónde está la gente; a dónde han ido. Sólo un día, en Chipude, vimos una muchacha sentada a la puerta de su pequeño negocio de cerámica modelando un cuenco de barro. Y un señor que nos cruzamos paseando por Hermigua y nos dijo “Buenos días”. Y las calles de San Sebastián llenas de gente que pasea, compra y ríe sentada en los bancos de una calle peatonal llena de vida. Lo demás es silencio.

La Gomera es silencio. Un silencio sobrecogedor. Es una isla fortificada, Terriblemente hermosa. Un lugar para sentarse a contemplar las montañas que parecen no perderte de vista. La Gomera es un misterio que hay que detenerse a admirar y entender. Harían falta muchos siglos para expresar lo que encierran esos barrancos salpicados de palmeras y esas casas que aparentar estar vacías. Haría falta caminar y adentrarse en sus bosques durante años para contar lo que allí ha podido suceder y cómo han conseguido permanecer intactos a pesar de nuestro paso por ellos. Las carreteras por recorrer son muchas, los paisajes espectaculares, y ahora que comenzamos a viajar de nuevo, no estaría mal hacerlo por nuestras islas, mimarlas un poco, reconocerlas en todo su esplendor. Saber que no hay que alejarse mucho para encontrarse con un mundo lleno de magia y de belleza como La Gomera, por ejemplo. Para nosotros fueron pocos días en ella, es cierto. Sólo tres. Los suficientes para intentar comprenderla y querer explicarlo.

Elsa López

8 de julio de 2020

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