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Mi amigo Hedelber es de la Guardia Civil

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Anoche vi caer la lava al mar por un acantilado. Llevaba días esperando ese final como si llegar al mar fuera el único destino posible de ese maldito volcán; como si verla caer por aquel risco fuera el término de una lenta agonía a la que habíamos estado destinados los palmeros que han sufrido su furia y su poder; como si caer fuera un símbolo y con esa caída acabara la locura, el ruido, las llamas y el horror de diez largos días. Pensé en mi gente. En todos ellos. Los que he visto sufrir ante las cámaras, los que no conozco y he visto hablar, llorar y lamentarse. Pensé en los científicos, vulcanólogos, geólogos, sismólogos y todos los expertos en tierras, mar y aire que han pasado por esas pantallas a las que he estado pegada desde las siete de la mañana a las once de la noche viendo arder casas, iglesias, colegios, fincas, invernaderos, proyectos de vida, y todas las desgracias posibles. Pensé incluso en la variedad de nombres absurdos que ponen a un volcán sin nombre como queriendo darle presencia y títulos cuando no merece ninguna de esas prerrogativas. Por delante de mis ojos, cansados de ver y de saber, han desfilado gentes de todos los partidos, clases sociales y múltiples oficios. Yo, por una suerte extraña de mi cabeza o de mi corazón, pensaba en todo eso y en todos ellos, y, por encima de todo, pensaba continuamente en mi amigo Hedelber.

Víctor Hedelber, Hedelber para mí, heredero en mi corazón de aquellos otros niños de El Tablado que se llamaban Macu, Zeila, Carlos Antonio, Anselmito… un pequeño grupo de cuatro o cinco críos que subían a mi casa de La Montañeta y se sentaban a la entrada debajo del níspero del patio a que les enseñara el inglés que yo no sabía y conocía solamente por las letras de las canciones de Leonard Cohen. Hedelber, nieto de Alba y Antonio, hijo de Toño y de Lourdes, vecinos todos de El Tablado, llegó a mi vida más tarde. Era un niño gordito, los ojos negros, brillantes. Riéndose siempre. Pertenecía a otra generación. Luego pasaron los años y un día llegó a Madrid y nos llamó. Se había hecho guardia civil y estaba viviendo en un barrio de la ciudad. A partir de entonces empezó a venir por casa y hablábamos de Garafía, del mar, de los ausentes. Hablábamos de muchas cosas. Con el tiempo volvió a Canarias y a La Palma. Cuando estalló el volcán pensé en él, en su casa de Los Llanos, en Irene, su mujer y en sus hijas, Sofía y Elsa (presumo que por mí porque esa presunción me llena de orgullo). Luego supe de su angustia al ver llegar la lava a las puertas de la casa, la que había levantado con sus ahorros, la que al final devoraron las llamas y quedó sepultada para siempre. Sofía, la mayor de sus hijas, no lo entiende y quiere saber por qué no puede volver a su casita de juguete, a su patio, a su colegio y a sus amigos de toda su pequeña vida. Elsa aún no sabe de la muerte y de cómo esta tragedia es tan grande para muchos como el morirse. “Es como la muerte”, repite Irene, y añade: “cada uno tiene su tristeza”.           

Un día, siguiendo las noticias, vi a Hedelber. Estaba allí en un plano largo que retransmitía la cámara de televisión. Iba de un lado a otro ordenando la evacuación a la entrada de uno de los barrios afectados. Aquel guardia civil era el mismo niño de ojos inmensamente abiertos. Era mi amigo, pensé. Y sentí algo dentro de mí, algo parecido a una oleada de cariño y agradecimiento Y recordé unas imágenes que había visto unos días antes y que me habían hecho emocionarme: un guardia civil llevando dos cabritas debajo del brazo e intentando meterlas dentro de un coche; otro arrastrando una oveja a medio trasquilar; otro ayudando a cargar en una camioneta los enseres de un viejo matrimonio que abandonaba su casa quizá para el resto de su vida, la lava ya muy cerca. Las escenas se me amontonaban en la cabeza, las mezclaba y se superponían unas a otras. Pero siempre aparecía él. Mi amigo Hedelber estaba allí.

En estos días de zozobra y tristeza he entendido muchas cosas de esa profesión a la que siempre tuve un miedo injustificado y a la que toda mi vida había desestimado por los prejuicios de una guerra que no era la mía. Probablemente había heredado esos sentimientos de mi madre y los arrastré durante muchos años. Cuando llegó Hedelber a mi vida aprendí a estimarlos en la medida que lo estimaba a él. Eran mis amigos y venían a ayudarme. Estaban allí para hacerme la vida más fácil, más ordenada y más justa. O al menos era eso lo que debía pensar y creer. Hedelber no era la “Guardia Civil caminera” de García Lorca, no era la de “Almería, ay mi Almería” de muerte y torturas de Carlos Cano, ni aquella otra de la que mi madre tenía memoria y de los que se escondía cuando los veía pasar de dos en dos con capote verde, tricornio y pistola al cinto por las carreteras de Málaga. No. Ya no eran así. Ahora, en la isla de La Palma, aparecían de una forma diferente. Eran atentos, sacrificados y generosos. Como mi amigo Hedelber. Cargaban niños, mesas, colchones y gallinas con la misma discreción que ordenaban desalojos, carreteras y vehículos en circulación. Atendían y auxiliaban con la misma celeridad con que ahuyentaban a mirones y vampiros de sangre y dolor ajeno.

Ahora Hedelber tiene a su lado a Irene, hija de Zeus, “aquella que trae la paz”, a Sofía, que llenará los rincones de su futura casa de “sabiduría” y a Elsa que supongo será ayudada por Dios, como reza su nombre (Elsa, nombre germánico de origen hebreo, quiere decir “la que es ayudada por Dios” o “amada de Dios”).  Y si Dios no se da cuenta de cómo es Hedelber, padre de Elsa, peor para Dios. Los ciudadanos de La Palma lo saben. Saben bien cómo es Hedelber y cómo son quienes están trabajando sin descanso para ayudar a tanta gente a querer seguir viviendo a pesar de todo.

Elsa López. 29 de septiembre de 2021 

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