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Enterrado en los ojos que un día besó (3)

Miguel Jiménez Amaro

Las penúltimas palabras que Hiperión tañó en el mundo fueron sus versos. Tañeron como lejanas y solitarias campanadas de una pequeña ermita dentro de un cementerio de un pueblo casi del todo abandonado en una noche de intenso y doloroso frío de invierno. Al tañido del último verso apareció Sor Ácrata en el Ateneo, que quiso leer un poema que le había escrito a Hiperión. Sor Ácrata venía con un fotógrafo de mano para intentar publicar al día siguiente una instantánea en un medio de comunicación muy afín a ella, y convertir su poema en lo más importante de aquel evento literario en el Ateneo madrileño. El padre de Hiperión le hizo claras muestras de que el evento no necesitaba de su más que vanidoso gesto.

El público se fue yendo poco a poco. Los barrenderos. Los camareros de La Taberna de Chueca. La directora del instituto. Los profesores. Los alumnos. Los universitarios, que esa noche al salir del Ateneo fueron a bendecir una botella  de absenta en La Taberna, antes de ir a cenar, como todas las noches, en el Comunista.

 Después de cenar se dirigieron a la cabina telefónica. Antes de ir al Ateneo habían liado una docena de porros, como de costumbre, debajo de la farola. Uno, se lo dieron a Hiperión en la presentación del libro, para cuando llegase a su casa. Los once restantes, se los iban a fumar sentados en la acera, alrededor de la cabina telefónica, sin Hiperión dentro de ella recitando sus poemas a una persona que dentro de muy poco se va saber quién es.

 Sor Ácrata apareció con su fotógrafo de mano, una persona con pinta de adolescente, pidiéndoles el paso a los universitarios para que la dejasen entrar a la cabina y desde allí recitar su poema dedicado a Hiperión delante de la lente de aquel fotógrafo y del mundo al que quería colonizar con aquella instantánea. Los universitarios se negaron a abrirle  paso, y se quedó sin aquella  fotografía para asaltar a la prensa. Sor Ácrata no desistía en su puro empeño de inmortalizar su poema. Fue con su fotógrafo en mano a La Taberna de Chueca. Allí le dijo a los camareros sumamente lánguida, que estaba triste, tristísima, por la triste suerte de los poetas desaventurados de todo el planeta, y que quería, en la misma mesa que Hiperión escribía, leerle un poema que le había dedicado. Los camareros le dijeron que para la tristeza allí solo tenían Mibal Roble, que si tenía otra necesidad, que la fuese a realizar fuera o en el excusado. Salió a leer el poema a la boca del metro de Chueca, que estaba cerrada. El único público que había eran los barrenderos que canturreaban sus canciones de mangueras y botas de agua. Su adolescente fotógrafo captó varias imágenes de aquel episodio. Al llegar a su laboratorio de revelado, por un error mecanográfico, se le desveló el rollo. Sor Ácrata, sin su perseguida foto, se dirigió a la oficina  del jefe de redacción del rotativo. Me está dando la impresión de que lo  ocurrido en aquella oficina va a quedar para Enterrado en los ojos que un día besó. Cuatro, o cinco.  Porque ahora me tengo que ir al dormitorio de Hiperión.

El padre de Hiperión, al llegar a casa, se sentó en la habitación de su hijo, frente a él, en un viejo butacón familiar,  leyendo los Sonetos de amor de Shakespeare, traducidos por Agustín García Calvo. Hiperión había decidido querer morir en aquella misma noche, la de la presentación de su libro de poemas. Entre el padre y unos amigos suyos médicos lo habían dejado todo preparado para asistirle la muerte. Hiperión tenía en la mesa de noche el porro que le dieron los universitarios y una botella de absenta detalle de los camareros de La Taberna de Chueca para la ocasión. Después de tomar la pócima bebió absenta hasta que se fumó el porro. Le dijo a su padre que lo besase como él besaba a su madre. El padre lo besó tal como su hijo le había pedido y se estiró en la cama cogido a la mano de su hijo. La muerte le llegó cuando dejó de sonar Erik Satie en su tocadiscos, o pick up,  Dual, que su madre, de la Baviera profunda, la de Ludwig II, El Rey Loco, le regaló junto a una colección de discos de música clásica, cuando recibió el primer premio de un concurso de narrativa joven y corta  en Múnich.   

Su padre lo volvió a besar, tal como lo había hecho a la hora de despedirse para siempre de él. Volvió a hacer sonar en el Dual las Gymnopedies  de Erik Satie. Cogió el libro que siempre estuvo en la mesa de noche de su hijo, las obras completas de Holderlin, edición bilingüe. Del libro cayeron al suelo tres sobres con tres cartas sin sello que no se habían puesto al correo. El primer sobre que recogió de la alfombra la dirección ponía Mónica –está claro que no voy a escribir los apellidos-, una calle -tampoco la dirección-, y Santa Cruz de La Palma -eso sí-. El padre de Hiperión puso los otros dos sobres dentro del libro, uno dirigido a Sor Ácrata, y otro a la directora del instituto, y no lo alojó en la librería, en donde pensaba hacerlo, lo volvió a dejar en donde mismo, en la mesa de noche.

Sonó el teléfono. El padre de Hiperión lo cogió enseguida, para evitar no molestar a su madre. Ella quiso pasar aquel tránsito de Hiperión en el mismo cuarto donde lo había parido, repasando sus álbumes de fotos. Ella prefirió mantener en su memoria la cara de su hijo cuando le regaló el Dual. Era  Diotima quién estaba al habla. Pidió disculpas por la hora que era. Dijo que Hiperión la había despertado en su cama diciéndole que había muerto su cuerpo y que también había abandonado sus ojos, en donde yacía; que había ido al baño, y que delante del espejo vio como efectivamente Hiperión  ya no estaba enterrado en sus ojos, por el contrario, bailaba, cantaba y bebía Mibal Roble, como El Baco que Miguel tiene en Las Cosas Buenas. Diotima le preguntó si era verdad que Hiperión había muerto. El padre  le respondió que había empezado a vivir.

Después de haber hablado con Diotima, empezó a leer la carta que su hijo escribió a Mónica. Al finalizarla de leer, buscó su número de teléfono en la agenda de Hiperión. Mónica cogió el teléfono al instante. Llevaba algunas semanas sin recibir llamadas de Hiperión. Pensó que era él, -pues era la misma hora en la que recibía sus llamadas para recitarle los versos que escribía en La Taberna-, desde la cabina telefónica del viejo barrio de Chueca. Empezó a hablar como si quién llamase  fuera Hiperión. Cuando terminó de hablar Mónica, le respondió que él no era Hiperión, que era su padre. Nada mas escuchar estas palabras, Mónica rompió a llorar. Él sostuvo el teléfono unos cuantos minutos muy largos. Cuando ella empezó a hablar le dijo que lo estaba presintiendo, que por eso estaba aún despierta, y que mientras estaba en la sofá, - Mónica también era de madre alemana-, sintió como Hiperión, al que veía, le decía que no se durmiese, que estuviese pendiente del teléfono. Mónica pensó que Hiperión le hablaba desde el abandono de la vida, pero sus deseos de que Hiperión siguiese con nosotros los mortales eran más mayores que lo que podían ser sus acertijos.

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