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Inexpertos e ignorantes

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Hace 22 años los psicólogos David Dunning y Justin Kruger se cuestionaron la cantidad existente de personas que, de una manera u otra, en el ámbito personal o profesional, siendo menos competentes o hábiles en una determinada área de conocimiento situaban sus capacidades y habilidades por encima incluso de los verdaderos profesionales en el asunto. Tras una extensa investigación, estos psicólogos de la Universidad de Cornell en Nueva York, publicaron en 1999 en The Journal of Personality and Social Psychology los resultados de su estudio.

David y Justin expusieron con sus resultados que, de manera general, cuando se ponía a prueba el conocimiento de expertos, mediocres e ignorantes sobre un área de conocimiento determinada, acaba repitiéndose un patrón en el cual los expertos estimaban que estaban por debajo de la media en cuanto a resultados; los mediocres se consideraban por encima de la media y los menos dotados y más inútiles estaban convencidos de estar entre los mejores.

O lo que es lo mismo, el conocimiento previo de los individuos que más preparados estaban los hacía ser conscientes de la verdadera dificultad del asunto para aceptar que probablemente no lo sabían todo mientras que, por su parte, los individuos que menos preparados estaban creían que eran verdaderos profesionales sobre el tema en cuestión a pesar de solo conocer unas pautas básicas o, incluso, desconocer del todo el asunto sobre el que fueron preguntados y/o puestos a prueba.

Tal como me explicó mi amigo y psicólogo Israel Mallart antes de escribir este artículo, se ha demostrado ampliamente que las personas, usualmente, somos bastante malas a la hora de valorar nuestras propias habilidades y en términos generales, tendemos a evaluar de forma excesivamente beneficiosa nuestras propias capacidades, ya sea a nivel social o intelectual. Es lo que, en el mundo de la psicología, se conoce como superioridad ilusoria. Siendo este el fenómeno que provoca que las personas nos consideremos superiores a la media creyéndonos más inteligentes, más capacitados para desempeñar una labor, más habilidosos para desarrollar un trabajo, etcétera.

Si a estas alturas del artículo se están preguntando que hace un experto en seguridad hablando sobre un asunto que, a priori, es competencia de la psicología, déjenme decirles que ello se debe al incontrolable crecimiento del fenómeno Dunning-Kruger en nuestra sociedad.

Este, de una manera u otra, está provocando que la seguridad, individual y colectiva, se vea comprometida y en entredicho con mayor asiduidad de la que nos gustaría reconocer.

¿Y esto por qué sucede?

Si me permiten la opinión, en lo personal creo que no es posible dar una respuesta unilateral a esta pregunta puesto que, este, al igual que el resto de los problemas de nuestro mundo, requieren enfoques multidisciplinares para poder resolverse de la mejor manera posible.

No obstante, sí creo que uno de nuestros mayores errores como sociedad ha sido no trazar un cordón sanitario ante estos comportamientos continuados y, cada vez, más sostenidos en el tiempo. Al fin y al cabo, esta estupidez no tiene autocontrol y consciencia de sus límites; en cambio, persiste en su absurda autosuficiencia. Basando su dogma en creencias engrandecidas y no en realidades contrastadas, lo que hace que estas personas no solo se conviertan en estúpidas, sino en potenciales peligro para sí mismos y para los demás.

En lo personal he escuchado de todo y, como ejemplo, puedo exponerles el hecho de que cada vez más hemos permitido con mayor asiduidad la nociva práctica de permitir que, cuando no se entiende un asunto o, directamente, no se proceda como nosotros pensamos que se debería realizar, se tache a los profesionales de incompetentes, corruptos, sectarios…

Con el paso del tiempo, el problema se perpetúa cuando permitimos que se cuestione todo aquello que no nos agrada y se ponga en tela de juicio a verdaderos profesionales como auténticos incompetentes. En esencia, esto sobre lo que estamos hablando no se trata de eliminar el disentimiento, la disputa, el litigio, el debate o incluso la más simple y llana opinión. Tampoco se trata de crear un ministerio de la verdad. Se trata de empezar a separar la paja del trigo, dejando en claro cuál es el terreno para la charla de la libre opinión y cuál es el entorno para un debate técnico - profesional.

Ahora encontramos el comodín de la libertad ideológica y de opinión no para pensar y opinar, sino para discutir asuntos de los que, en esencia, no se tiene ni base científica, ni datos, ni conocimiento juicioso como para argumentar en contra de lo relatado por un verdadero profesional.

Es decir, hemos llegado al punto de encontrar a gente debatiendo con médicos, físicos, ingenieros en telecomunicaciones y un largo etcétera de profesionales sin aportar ninguna prueba científica seria avalada por la comunidad científica internacional.

Todo ello bajo el amparo de la más famosa y recurrida frase: Esta es mi opinión y es tan respetable como la suya.

Pero esto no se trata de si a usted le gusta la pizza con piña y a mí no. Esto se trata de ciencia y evidencia científica. Siendo este el método que nos impide engañarnos a nosotros mismos, puesto que la ciencia es el gran antídoto contra el veneno del entusiasmo y la superstición. Literalmente es nuestro mejor método para no caer en nuestra propia vanidad, puesto que, en este campo, la única verdad sagrada es que no hay verdades sagradas. Asumiendo que nuestro conocimiento evoluciona hasta el punto de entender que, por mucho que creamos fehacientemente en algo, esto no nos habilita a hacerlo inmutable e inamovible.

Ahora, más que nunca, es necesario estimular debates que releguen a estos necios al rincón de pensar. Precisamente porque el efecto Dunning – Kruger demuestra que  las personas que son más incompetentes en un área dada provocan que su propia incompetencia les impide darse cuenta de lo incompetentes que son. Es lo que se conoce como incompetencia inconsciente.

No obstante, este efecto trae una paradoja curiosa que nos puede dar esperanza para acabar con estas malas prácticas que derivan en un paseo al rincón de pensar. Y es que David y Justin se dieron cuenta de que al entrenar a las personas más incompetentes y, en consecuencia, darles más conocimientos, aumentó su capacidad para darse cuenta de su incompetencia, lo que al mismo tiempo provocó que se volverían más competentes y dejaran de ser incompetentes.

En otras palabras, la evidencia provocó que los incompetentes, una vez lograban tener las habilidades suficientes para reconocer su propia incompetencia, dejasen de ser incompetentes.

Y bien, ¿a dónde nos lleva todo esto?

Pues todo esto nos ha llevado a reconfirmar lo que decía Charles Darwin sobre que la ignorancia genera confianza con más frecuencia que el conocimiento.

Por ello, no hay mejor momento, ahora que estamos al día con ello, de vacunarnos y promover la vacunación contra la insensatez que nos permita mantener una distancia crítica y mínima sobre nuestras propias convicciones.

Al fin y al cabo, nada en todo el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda.

Los egipcios, una de las primeras y más grandes civilizaciones de este planeta, lo tuvieron claro desde el principio. Ya desde tiempo inmemoriales llamaban a las bibliotecas el tesoro de los remedios del alma pues, en efecto, en estos espacios se curaba a las personas de la ignorancia. La que, para ellos, era la más peligrosa de las enfermedades y el origen de todas las demás.

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