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Opinión - El extraño regreso de unas manos muy sucias. Por Pere Rusiñol

Maelstrom

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Este inconcebible año 2020 ha puesto sobre el tablero una ineludible actualidad que lo impregna todo de irrealidad. Nuestro horizonte de sucesos se ha visto atiborrado de un cúmulo de casualidades e imprevistos inverosímiles que, en la mayoría de los casos, han despojado a la sociedad de su capacidad de réplica en momentos de peligro.

El camino hasta hoy nos ha enseñado que, en líneas generales, existe una prolongada carencia comunitaria de asimilación y adaptación a sucesos disruptivos. A pesar de contar con los recursos, el conocimiento y las herramientas necesarias prevalece la incapacidad de utilizar, en la que muchos denominan la era de la información, esa característica clave que muchos afirman que está marcando toda una época de la manera adecuada.

Esta incapacitación extendida durante años se da, paradójicamente, por la dificultad de encontrar información válida en el momento que más facilidad tenemos para acceder a ella.

Para entender el problema imaginen, por ejemplo, un partido de baloncesto normal, dónde dos equipos de cinco personas se disputan la victoria. No obstante, este partido tiene unas reglas especiales que dictan que cada tres minutos se incorporarán a los equipos el doble de jugadores cada vez. Es decir, se empezará con cinco, luego se unirán diez, luego veinte y así sucesivamente. La consecuencia es clara, en apenas diez minutos hemos pasado de cinco jugadores por equipo a sesenta y cinco. Una cifra escandalosa pues, como todos sabemos, es muy dificultoso o prácticamente imposible disputar un partido en estas condiciones.

Con la información sucede lo mismo, de hecho, hasta 2003 según Eric Schmidt, CEO de Google por aquel entonces, la humanidad había generado cinco exabytes de información a lo largo de toda su historia. Si quieren aproximar la cifra a números más tangibles, vean la capacidad de su disco duro externo o, en su defecto, de su ordenador y observarán que, muy probablemente, este posea 1 Terabyte, que son unos 1.000 gigabytes. Bien, pues ahora multipliquen los terabytes por 5.000.000 y recuerden que eso solo fue hasta 2003. Ahora piensen que en 2007 se generaron 281 exabytes y apenas cuatro años más tarde alcanzamos los 1.800 exabytes.

La sobreinformación está aquí y viene para quedarse.

Desde el inicio del año y, más concretamente, después de que una pandemia mundial dinamitara la vida normal, hemos asistido a un proceso en el que la sociedad ha estado perpetuamente conectada a una sofisticada tela de araña. En ella, la información, que en este caso es la araña, no necesita de adhesivo para retener a nadie pues, aunque parezca incongruente, el grueso de la población busca de manera voluntaria y activa ser devorada por ese depredador. Aceptando ser engullidos por la información que Facebook, Twitter, Instagram y un largo número de proveedores facilita en base a las preferencias individuales de cada persona. Provocando que se queden imantados a la pantalla para comprobar si hay algo nuevo, porque no queremos perdernos nada. Queremos conocer las cifras, llegar los primeros a las exclusivas, leer los últimos estudios, escuchar todas las discusiones, cuestionar a los expertos y devorar las tertulias. Una y otra vez. Agrandando esa rueda de la que es imposible escapar, esa que ocupa todo el ancho de banda mental y sigue sin dejar sitio para permitirnos usar el discernimiento de manera clarificadora. Porque a la mente humana siempre le ha importado la inmediatez, aborrece el vacío y si no es satisfecha llenará los espacios disponibles con la primera novedad que pase por delante. Porque, en el fondo, estamos dominados por esa atracción hacia la novedad y lo complejo, nos vemos fascinados por los supuestos secretos no desvelados y los sucesos abstractos inexplicables.

Con la información, si el consumo es desmedido, se entra en un proceso desenfrenado que provoca que la energía y claridad mental se vean irremisiblemente atraídas hacia eso que los noruegos llaman de manera soberbia y acertada “maelstrom”. Un remolino del que es imposible salir y que, entre otras cosas, atrapa, consume y lleva al fondo del mar todo lo que se introduce en su interior. La zona de no retorno de un agujero negro del que jamás se podrá escapar. Aún con todo, y a pesar del riesgo y de las posibles consecuencias adversas, este enorme “maelstrom” no para de arrastrar personas hacía las profundidades de la sobreinformación gracias a la nula resistencia de consciencia presentada por la sociedad. Y, si por algún casual, es usted una de esas personas que se resiste sabrá que ello implica padecer miedo, enfado, sensación de desnudez y abandono que como bien explica el psicólogo Israel Mallart en su artículo Enfadados con el mundo se derivan de entender que gestionar nuestras emociones pasa por entender que no tenemos el control sobre lo que hacen los demás. Aunque seamos capaces de escapar de unos sofisticados sistemas de información que nos están consumiendo, no podemos pretender que, por arte de magia, la sociedad sea capaz de entender que estos modelos están siendo usados de manera errónea y prolongada en el tiempo, concatenando un bucle interminable de exasperación. Puesto que, como bien señala, esta batalla no se gana con el cuerpo sino con la cabeza.

Decía Francisco de Quevedo, casi de manera premonitoria, que el exceso es el veneno de la razón. Ciertamente, si observamos con atención veremos que la sobreinformación, ya sea como consecuencia de estrategias malintencionadas o, por otra parte, como resultado de una exposición incontrolada, negligente o involuntaria es el detonante de una reacción en cadena que menoscaba la cohesión, estabilidad, salud y confianza de nuestra comunidad.

Aunque para mi es un derecho ineludible poseer la libertad y la posibilidad de recibir todo tipo de información de manera instantánea, gratuita y sin riesgo, también creo que, sin un control específico en ciertos aspectos, puede abrir una serie de turbulentas puertas a lo extemporáneo. En la virtud de la mesura estará, pues, la clave para sentar las bases de una regulación sólida y justa. Y aunque es innegable que la información libre consigue democratizar el acceso al conocimiento y nos da la posibilidad de acceder a un entendimiento que, en condiciones normales, a la mayoría de los individuos nos sería negado o de muy difícil acceso, no todo vale a cualquier precio. La misma puerta que nos da acceso al conocimiento también aloja un espacio para traer un exceso de información difusa, inconsistente y de dudosa fiabilidad que, en esencia, puede provocar y provoca que los ciudadanos estén peor informados que nunca.

No es una novedad decir que el cambio de modelo en lo que a la información respecta está en uno de los momentos más conflictivos de la historia puesto que, como no podía ser de otra manera, escasos años atrás eran los medios de comunicación de masas los principales creadores y distribuidores de información. Ahora, con el reciente y creciente acceso universal a internet, cualquier ciudadano puede generar y compartir información en cuestión de pocos segundos. Esto implica un abrupto giro de 180º respecto al modelo de información creado con anterioridad. Encontrando que de un entorno en el que se informaba casi exclusivamente a través de los medios de comunicación “tradicionales”, hemos pasado a otro en el que los innumerables canales de información derivados de la expansión de internet saturan con facilidad nuestro espectro comprensivo.

Al contrario de lo que se podría suponer, ambas vertientes son totalmente válidas para captar, crear y distribuir información de manera nítida, consistente y fidedigna. Pero, como todo en la vida, para que esto sea posible debe regir la filosofía del equilibrio, consiguiendo que todo el mundo que desee informar lo haga de manera óptima.

Este equilibrio del que hablamos no es un capricho ya que, en lo que a información se refiere, la verdad juega ahora mismo con desventaja.  Un estudio realizado por el prestigioso Massachusetts Institute of Technology aseguró que, actualmente, las noticias verdaderas tardan seis veces más en alcanzar a 1.500 personas que las noticias falsas. Este fenómeno se produce debido a que la sobreinformación explota las vulnerabilidades de nuestro cerebro pues, como humanos, podemos errar incluso sin ser conscientes de ello. Existe una característica conocida como “sesgo de confirmación” que puede ser explotado para manipularnos y hacernos actuar de una manera determinada. Este “sesgo de confirmación” es simple y llanamente nuestra tendencia natural a aceptar como verdad todo aquello que concuerda con nuestras ideas.

Un ejemplo práctico:

¡¿Cómo va a ser falso si es justo lo que yo estoy pensando?!

Precisamente ese es el problema.

Tenemos toda la información del mundo, pero, como sociedad, somos incapaces de gestionarla porque existe la tendencia generalizada de consumir y aceptar como verdad toda aquella información que concuerda con nuestras ideas, independientemente de la existencia o no de base científica, datos clarificadores o directamente congruencia suficiente para poseer lógica.

Dejando atrás este “sesgo de confirmación”, y centrándonos en el presente, la realidad de este asunto es que, ahora mismo, debido al creciente impacto de esta problemática, está en proceso de legislación a nivel europeo y nacional para tratar de dotar de regulación a un problema que para muchos es desconocido. De hecho, aunque se esté en menor o mayor sintonía con que las instituciones públicas adopten medidas regulatorias de la información, debemos saber que esta es una tarea que nos implica a todos como sociedad.

Es innegociable que como ciudadanos debemos ser cada vez más conscientes de nuestra propia responsabilidad a la hora de plantar cara a un problema que puede condicionar de manera directa nuestro futuro. Para ello, poseemos, probablemente, la mejor herramienta posible para ponernos manos a la obra, nuestro cerebro. El pensamiento crítico es tal vez nuestra arma más efectiva para contrarrestar las vulnerabilidades que nos dejan apabullados tras soportar un enorme chaparrón de sobreinformación.

Solventar este momento requerirá una lucha diaria que se basará en tratar de informarnos de manera más pausada y reflexiva.  Empezando por plantearnos algunas preguntas tan sencillas como quién es la fuente de información, a través de qué canal hemos accedido a ella o si concuerda sospechosamente con nuestras creencias y quién se puede beneficiar de ello. De estas acciones sacaremos a relucir una gran virtud, el discernimiento para saber diferenciar cuándo debemos asumir la información desde un plano emocional y cuándo debemos hacerlo desde un plano racional. Porque la información no es más que eso, testimonio. Y un testimonio no se puede pasar nunca a un plano subjetivo y emocional donde la información se puede tergiversar con facilidad.

Ahora, más que nunca, debemos valernos de nosotros mismos para contrastar informaciones sospechosas. A veces es tan fácil como realizar una búsqueda en internet para comprobar si lo que creemos como cierto está recogido por fuentes reconocidas o si han sido desmentidas, así como los datos empleados para hacerlo. También resulta fundamental aprender a reconocer cuáles son esas fuentes fiables y adecuadas, además de leer los textos completos sin quedarnos exclusivamente en el titular. De esta manera, nos podremos hacer una idea sobre si la información que recibimos es sólida o si se fundamenta en falacias o medias verdades.

Recuerden que nos corresponde a todos aplicar, dentro de nuestras capacidades, una labor pedagógica activa para afrontar la sobreinformación. Porque quizá, algún día no muy lejano, nos veamos sometidos a las mismas consecuencias negativas derivadas de una información descontextualizada, manipulada o, en su defecto, completamente falsa que hemos compartido sin comprobar previamente. Todos podemos ser el cortafuegos que evite que el próximo difundido de Whatsapp, la siguiente publicación en Facebook o el nuevo hilo de Twitter cargado de desinformación, falacias y nula base científica.

En lo personal, para mí, es como cuando intento disfrutar de un medio natural recóndito y encuentro basura que, efectivamente, no puede llegar hasta ahí de manera natural. Si bien es cierto que tengo todo el derecho del mundo a quejarme, a exigir a las instituciones sanciones ejemplares y a maldecir a todos esas personas con nula capacidad cívica y medioambiental, lo cierto es que como ciudadano dentro de mis posibilidades siempre prefiero tomar acción.

A veces basta con agacharse, recoger y depositar la basura en el contenedor.

A pesar de la irritación derivada de los maleducados, groseros e incívicos debemos confiar en que esta sociedad, que creamos y mejoramos entre todos, empiece a ser capaz de hacer limpieza colectiva consiguiendo que el entorno esté un poco menos sucio para todas aquellas personas que vengan tras nosotros. Porque cualesquiera que sean nuestras convicciones, todos corremos el riesgo de encontrarnos basura que, por así decirlo, estropeará nuestro día a día de manera cada vez más frecuente. Dado lo anterior, solo tenemos la posibilidad de encontrar en nosotros mismos un sentido de responsabilidad global, de entendimiento mutuo, de humildad y solidaridad. Ahora más que nunca debemos refrenarnos en aras del interés común para llevar a cabo un cambio en la tendencia capaz de proyectar nuestra sociedad hacia un modelo en el que, entre otras cosas, aportemos un entorno aseado que dé la oportunidad a las nuevas generaciones de crecer sin ni siquiera estar cerca de la cicuta derivada de la sobreinformación. 

Es, en conclusión, competencia de todos trabajar el deber, la ética y la moral cuando se trata de construir un paradigma alejado de las consecuencias nefastas de la sobreinformación. Es ineludible la necesidad de un nuevo diálogo sobre el modo en el que estamos construyendo el futuro, necesitamos una conversación que nos una a todos, porque el desafío que vivimos y sus implicaciones humanas nos interesan y nos alcanzan a todos.

Como dijo Rabindranath Tagore, el río de la verdad comparte cauce con el de las mentiras. Y, en esencia, es responsabilidad de todos limpiarlo, porque, aunque ignoremos el problema de hoy, no podremos escapar de la responsabilidad del mañana.

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