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Espacio de opinión de La Palma Ahora

Kiosco El Ancla

Miguel Jiménez Amaro

Queridos amigos míos:

Cuando murió mi madre, faltándole unos días para sus noventa y cuatro años, el 17 de agosto de 2012, me puse en contacto con mi amigo y tocayo Miguel Marsans. “Miguel, mi madre era una persona ‘distinta’, quiero que me le hagas tú la lápida, porque me gustaría que tuviera una como ella fue en vida, ‘distinta”. Miguel me aceptó el envite, y nos pusimos de acuerdo en un día para venirme a visitar. Antes de irse de Las Cosas Buenas, en donde estábamos, le enseñé una plumilla hecha por mi amigo Ángel, al mismo tiempo que le decía: “Me gustaría que me pasases la plumilla a mural de cerámica, para ponerla en la pared que está a tu espalda”. La miró detenidamente. “Hecho, tocayo”, me dijo, “pero tendrás que esperar a que termine lo de tu madre primero, luego me meto en lo de tu amigo”.

La plumilla siempre ha estado conmigo donde quiera que yo estuviere, y la he regalado a personas que quiero y que he querido. Se la regalé enmarcada, le dije que fuera a La Chatita a elegir el marco, a mi amiga Esperanza, porque aparte de ser hija del dueño del Kiosco El Ancla, de Don Álvaro, lo regentó con varias amigas después de morir su padre. Pienso que aquel kiosco formaba parte imborrable de la playa, y que no se debió de haber dejado perder nunca, bien por la vía privada, o por la oficial; pudo haber sido un taller escuela para los alumnos de hostelería, como lo es el que hay en el Mirador del Golfo en La Gomera y otros tantos repartidos por las islas. Pero de eso no va la cosa hoy. La cosa va de que desde ese kiosco, El Ancla, es desde donde mi amigo, La Mirada Encendida, tomó las notas para luego hacer la plumilla en Madrid.

El kiosco El Ancla era rectangular desde fuera, de paredes rústicas y anchas ventanas de alar. Tenía dos vestuarios que no solo eran para los clientes, los podían utilizar las persona que iban a la playa; en la terraza, había sobre la arena tres mesas con sus sillas, y un perro mil leches que era un signo de identidad de aquel bendito lugar, el perro se llamaba Boliche. En la pared de la entrada, a mano izquierda, colgaba un flotador de barco con el nombre del kiosco, El Ancla, y se podía leer el siguiente texto sobre el encalado rústico: ‘En el Bar de Los Cancajos hay que mirar de reojo, porque hay morenas con mojo y viejas con mucho ajo“. La decoración era totalmente marinera. El local tenía la barra a mano izquierda según entrabas, a continuación de la pared, y las mesas enfrente. La cocina estaba pegada a la barra, solía trabajar en ella la familia, la abuela de Esperanza era muy buena cocinera. En la barra, yo siempre recuerdo a José, mi amigo, que hoy es el dueño y cocinero del Restaurante La Lonja. Había también una discoteca y un comedor privado.

Los días que no eran señalados, que no eran del tumulto, El Ancla era más bien un sitio de retiro, de recogimiento, idóneo para leer un libro, escribir o tener conversaciones muy intimas. ¡También para ligar! ¿cómo no? Era un sitio lúdico. En El Ancla fue donde yo tuve mi primera conversación larga y honda con Ángel, desde donde él tuvo esa visión fantasmagórica de la playa. A mí me parece algunas veces, viendo la plumilla, que la lava respira y que ondea. Para una amistad mágica, un sitio mágico. Él amaba aquel sitio, y yo lo amo, es raro el día año que no vaya a bañarme allí

La misma fuerza y magia que tiene la plumilla, la tenía Ángel en la mirada, encendida, en la voz, en cualquier manifestación de sí mismo. El día en que enhebramos nuestra primera larga y honda conversación, me sentí acogido por aquella fuerza y magia de la plumilla. Llegaba a la playa después de haberme despertado tarde; un pez, en sueños, no me había dejado descansar durante toda la noche, al igual que hacía unos pocos días, unas palpitaciones del corazón me habían tirado de la cama al suelo ¡Nunca me he sentido tan cerca de la muerte como aquella noche! En pocos días, había tenido dos experiencias que me habían dejado profunda huella de angustia en mi rostro. El pez, era una manifestación de la sexualidad; la muerte, era la muerte, no hay otra, era una manifestación de nuestra vulnerabilidad y fragilidad. El sexo y la muerte siempre andan juntos desde que la vida es vida. Con aquel rostro marcado, llegué al kiosco El Ancla, aquel domingo.

Ángel tenía un sexto sentido para hacerte dar a entender lo que te ocurría y no sabías qué es lo que era. Sabía escuchar, y sabía ponerse en tu lugar, y lo hacía, porque además de inteligente y culto, era buena persona, sin más. Es lo que me dio a entender desde la conversación que mantuvimos aquel día, y las que tuvimos hasta siempre. Me recomendó las siguientes lecturas, ‘El sentimiento trágico de la vida’ y ‘La agonía del cristianismo’ de Don Miguel de Unamuno, ‘La montaña mágica’ y ‘La muerte en Venecia’ de Thomas Mann, y ‘El Principito’ y ‘Vuelo nocturno’ de Antoine de Saint Exupery.

Él trabajaba en aquella época en la página de cultura de Tribuna Médica, luego hizo crítica de cine en Diario 16 y más tarde en El País. Escribió los guiones de ‘El espíritu de La Colmena’, con Víctor Erice, y los de ‘Padre nuestro y madre Gilda’, con Francisco Regueiro. Y dos libros, ‘Maiakovsky y el cine’, y ‘Más allá del oeste’. Andaba preparando una novela de la que me leyó partes, pero no llegó a la luz. La última vez que hablé con Víctor Erice en Madrid me comentó que ese ritmo de trabajo, el del periódico, era agotador para la creatividad, para la inventiva, y que quizás, el gran escritor que era, y que no llevó a su total potencialidad, fue un poco dejado de lado, abandonado, por el gran periodista y crítico que fue.

En otoño del setenta y cuatro, año en el que asesinan a garrote vil a Salvador Puig Antich, en Barcelona, me matriculó en Ciencias de la Información, rama de Imagen, en Madrid. Conozco un poco más tarde a sus padres con los que vivía en la calle Gaztambide, barrio de Argüelles, muy cerca de la calle donde lo hacía yo, la calle Tutor, donde soy tomado por ellos como uno más de la familia. Durante el otoño, todos los lunes me sentaba a comer con ellos el cocido madrileño con la salsa especial de doña Petra, una salsa que lleva caldo del cocido, tomate y cominos, para echarle por encima a los garbanzos. Don Ángel impresionaba por su vitalidad y claridad de mente. Iba y regresaba, con noventa años, caminando, desde Moncloa a Aravaca como si nada; y a la hora de hablar cualquier tema con él, era plena lucidez. Doña Petra, era plena ternura.

En Madrid, tuve la suerte de compartir muchas vivencias y amigos con él. Con Ángel, siempre estabas aprendiendo, hiciéramos lo que estuviésemos haciendo, ir al cine, tomar cañas, pasear, comer… Él hablaba mucho de lo gran pedagogo que fue su padre. De tal palo, tal astilla. Tuvimos una tertulia en la cafetería La Gallina Loca, en el Edificio Galaxia, el mismo donde se fraguó la tentativa de golpe de Estado con ese nombre. ¡No tuvimos nada que ver!

Ángel era trostkista, admiraba y quería mucho a Don León. Me recordaba mucho que el marxismo solo era un método de transformación de la sociedad, nada más, no una religión, como se había transformado, otro opio del pueblo; y que había que regresar otra vez a los debates de la Primera Internacional, al enfrentamiento de Marx y Bakunin. La primera vez que le dije que me aconsejase un libro sobre marxismo me recomendó el de un jesuita francés, Jean Ivez Calves, ‘El pensamiento de Carlos Marx’. No era nada ortodoxo, la persona menos proselitista que he conocido jamás. Me recordaba mucho en eso a Luis Cobiella, con el que sintonizaba mucho, fueron grandes amigos, que nunca fue proselitista con su cristianismo.

En el piso de la calle Tutor, que compartíamos Juan Isidro y Manolo Gibrán, Ángel me enseñó a cocinar la sopa de cebollas, que se la había enseñado a hacer a él en París, Mosca, una pintora parisiense, en la época en que Edith Piaf, enferma, dio su último recital en El Olimpia. Me ocurre con esa sopa lo mismo que con la plumilla, siempre la llevo conmigo. La he hecho en todos los sitios del mundo en los que he estado, y tantas veces como he visto la película ‘Casablanca’, unas 300. La República francesa me debiera de dar una distinción por ello, pienso yo, si lo hace con los que recomiendan ‘El Francés’ o el ‘Sesenta y nueve’ como práctica sana y segura de la sexualidad, por qué no lo hace con los que no paramos de hacer sopas de cebollas, en invierno, por supuesto.

Los amigos palmeros intentamos muchas veces que volviera alguna vez a La Palma a pasar unas semanas juntos, entre viejas, cabrillas, papas arrugadas, mojo verde, y con el vino del Hoyo de entonces, el de Gildo, que él comparaba con el Vega Sicilia, pero no lo conseguimos, dijo en el setenta y cuatro que no podría volver a pisar nuevamente las calles de Santa Cruz de La Palma, y no las volvió a pisar.

Miguel Marsans, pasados unos meses de haber acabado el trabajo de la lápida de mi madre, me comenta que ya tiene preparado el mural basado en el dibujo de la plumilla de Los Cancajos. Viene con Dani, de ‘La Chatita’, a instalarlo en la pared del patio. Me comenta cuando está en esta labor: “Miguel, yo creo que de tantas horas que he estado trabajando en este mural, conozco a tu amigo mejor que tú. ¡Hubo momentos en los que sentía que mi mano y mi brazo eran llevados por él!”

Voy casi todos los días del año a bañarme a ‘los viejos’ Cancajos, y no veo el kiosco El Ancla, parece como si lo hubieran arrancado de la arena, pero, lo recuerdo. Llevo once años que tampoco veo a mi amigo Ángel, la vida lo arrancó también, para el otro lado, pero, mirando esta plumilla y este mural, a veces lo veo.

Abrazos por El Lado del Corazón. Salud y Alegría Interior.

Las Cosas Buenas de Miguel

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