El valor de los sueños
Anoche tuve un sueño y ahora, al escribirlo, he recordado las palabras de Martin Luther King y me imagino lo que sintió al pensarlo y al decirlo. Sí. Es cierto. Anoche tuve un sueño. Tocaban a la puerta y oía voces fuera. Los perros corrían delante de la casa, pero no ladraban. Me levantaba y salía al patio. Había mucha gente. Hombres y mujeres subían montaña arriba y se quedaban parados delante de la cancela. Me asustaba y pensaba: otro incendio, el volcán ha reventado de nuevo, la marea vuelve a subir y ahora sí que ha ocurrido, la ola es muy grande y lo está arrasando todo… La gente huye y han venido a avisarme. Pero luego me daba cuenta de que no corrían, se quedaban parados ante mi puerta y sonreían. Buenas noches. Me decían. No se asuste, venimos a ayudar. ¿A ayudar? Sí. Decían. Hemos visto que están limpiando los canteros que llevaban años sin cultivar y hemos pensado regalarle algo para que siembren.
Yo me sentaba en el banco delante de la cocina, el banco de tea que mira fijamente al mar. Me sentaba y me echaba a llorar como si fuera una niña pequeña. José Eligio, el mayor de los hijos de Eligio y Fidencia, hablaba: “Te traigo un árbol en memoria de mi padre: un ciruelo”. Carlos Antonio, el hijo de Antonio y Emérita venía con una mata de limonero. “Mi padre ayudó a sembrar esto un día, dijo, y quiero que esto vuelva a ser lo mismo que fue entonces”. Toño, el hijo de Uva y Candito, traía unas ramas de boniato. “Candito subió muchas veces esta cuesta para sentarse ahí con ustedes y beberse un vasito de vino”. “Yo un almendro”, dijo Edelber, el nieto de Alba y Antonio. “Yo un limonero”, decía sonriendo Luis Alfredo, el hijo de Eusebio y Ángel Cira que ya tenía la costumbre de asomarse por casa con una cesta en las manos llena de ciruelas, papas, boniatos y manzanas. Juan Carlos traía naranjas y mandarinas de las que Carmela me daba a veces; Manolo, el primo, me entregaba una cesta de anones y Manolín, el de Nieves, me ofrecía leña y papas. Allí estaban. Ofrecían el recuerdo y la memoria. Venían a entregarme lo mejor de cada casa: su amistad y la grandeza de unos tiempos en que se ayudaban entre sí. Unos tiempos que recordaban otros, ya lejanos, en que la tierra era fundamental para vivir ellos y la isla entera. Yo había sido testigo de esa grandeza. De ese tiempo que los campos se araban y se invertía en ellos trabajo y esfuerzo. Ese tiempo que costaba mucho sudor arar la tierra y sembrar cualquier cosa para comer y dar de comer a los demás. Tiempos de convivencia, de trueque, de ayuda mutua y de cierta prosperidad personal cuando los campos brillaban al norte de la isla y los canteros se volvían verdes y había papas, trigo, manzanas, plátanos, viñas y ciruelos en los canteros y en las huertas crecían las coles, las lechugas, las zanahorias… Todo aquello que me ofrecían en el sueño y que en otra época había llenado los campos de esperanza. Yo dejaba de llorar y me reía. Me reía mucho y los abrazaba uno a uno. Entonces, me desperté.
Ahora, sentada en el mismo banco del sueño, pienso en cómo el pesimismo y la desilusión se apodera de aquellos que aún pretenden seguir trabajando la tierra, sembrando y recolectando uvas, almendras, aguacates o cualquier clase de cereales. Ahora el campo ya ni se sabe de quién es. Parece que los dueños se evaporan y los amos son entes que rigen nuestros destinos desde un despacho. Nuestros amos son ordenadores, ingenieros, titulados de universidad que ignoran lo que cuesta una siembra, lo que vale estar de sol a sol regando esas papas que luego se tiran al fondo de un barranco porque valen menos que lo que supone arar el suelo, sembrarlas, regarlas y recogerlas. El tráfico de los productos, su valor fuera de la tierra, lo miden extraños comerciantes, desconocidos intermediarios que en nada valoran el origen de ese producto. Y mientras, aquí, en la tierra de verdad, en las manos reventadas de estos hijos y nietos de aquellos que levantaron estas tierras y ahora las ven secarse, incendiarse y morir, cunde el desencanto, la desidia y la añoranza de otros tiempos en los que la agricultura era un oficio digno ejercido por hombres y mujeres cabales.
Conozco gente joven afincada en estas tierras del norte y noroeste de la isla que se dedican al trabajo del campo, que han hecho de ello su fundamento de vida; que están orgullosos de su quehacer y presumen de ello. Gente que ha dejado de lado una carrera de mesa y despacho para instalarse cerca de la tierra, cuidarla, amarla y sacar de ella lo mejor. Los miro con envidia y me enorgullece saberlos haciendo algo tan especial como cuidar las cosechas, vivir de ellas, no renunciar a ese sueño de sacar de la vida otra forma de vida que no sea la propuesta por un sistema que está devorando a nuestros hijos ofreciéndoles ganancias y oropeles que nada tienen que ver con la realidad. María y David, por ejemplo, viven de las viñas; sus amigos intentan vivir de lo mismo y luchan contra ese sistema que dicta leyes absurdas que obligan a abandonar el campo; que hacen crecer árboles donde hubo tierra fértil en la que los agricultores sembraban comida y futuro; un sistema que deja llenarse los huertos de mala hierba que se seca y se ofrece rendida a las llamas y a la muerte y que el fuego deja luego al descubierto y sirve para verificar lo que digo: canteros que aparecen debajo de las cenizas, tierras con muros de piedra perfectamente roturadas y dispuestas para la labranza y que los pinos y sus consecuencias han ocultado durante años.
Algunos de los que me aguardan detrás de la cancela, viven de la tierra. Ellos saben, como yo, que la tierra se agosta y se muere y las instituciones encargadas de darle vida miran hacia otra parte; que prefieren organizar fiesta tras fiesta para compensar la desmedida insatisfacción de algunos antes de entregarse al trabajo de vigilar el campo y cuidar a sus habitantes; que es más barato y rentable políticamente invitar a alguien que cante durante una hora que dar ese dinero a cinco o diez familias que han visto quemarse sus cosechas o morir de hambre a sus animales. Gobernantes de tercera regional que impiden la construcción de un pajero para las cabras de un ganadero local o la construcción de un baño para mejora de la casa familiar de un agricultor y permiten, en cambio, que se construyan casas imposibles para vivienda vacacional, se cerquen con vallas caminos comunes, se planten árboles de especies invasores y se trate a los vecinos del lugar como si fueran de una raza inferior. Un disparate que redunda en la sociedad y nos aleja un poco más de esas instituciones que sólo buscan el brillo de unos focos y creen, ingenuamente, que eso calma la sed y la tristeza de los ciudadanos.
Despierta pienso con rabia y nostalgia en la recuperación de esta isla y amo a esta gente que me trae la vida, aunque sólo sea en los sueños.
Elsa López
Garafía, 16 de agosto de 2023
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