Cinco dígitos y tres letras, la tragedia del olvido
A las dos de la tarde los sepultureros sellan la última tumba. Ninguna tiene nombre y nadie les dice adiós, ellos son los que no lo lograron, los que pagaron con la vida el querer encontrar un futuro mejor.
Quince de los 24 inmigrantes que fueron localizados muertos el pasado 26 de abril en un cayuco a la deriva 500 kilómetros de la isla de El Hierro han sido enterrados este sábado en el cementerio de Santa Lastenia, en Santa Cruz de Tenerife.
Una lápida de granito virgen oculta los nichos de madera. Sobre cada uno de los féretros descansa un trozo de papel blanco, pegado con cinta adhesiva, con un número de identificación escrito a mano.
De esta manera, sus vidas han quedado reducidas a cinco dígitos y tres letras. Es el último retazo de identidad que les queda.
Llevaban 22 días a la deriva y fallecieron poco a poco de hambre y de sed, pero nadie sabe quiénes son, si tendrán familia, hijos o amigos que los lloren, que los velen, que no los olviden al otro lado del Atlántico.
A las diez de la mañana llegan los tres primeros coches fúnebres procedentes del Instituto de Medicina Legal de Santa Cruz. El servicio funerario no dispone de más vehículos, así que los cuerpos van entrando de tres en tres, en lapsos de una hora, a lo largo de la mañana.
Cuatro sepultureros ataviados con monos blancos se encargan de recibir a los cadáveres de quince personas que partieron de Mauritania el pasado 5 de abril junto a otras 42, y ponen punto y final a su viaje a Europa.
Desde fuera, la escena se torna fría, mecánica. Los tres entierros se realizan de forma simultánea, y la operación apenas dura unos pocos minutos.
Una vez se han ido los coches, el cementerio vuelve a recuperar su silencio, y los trabajadores aguardan refugiados bajo la sombra de los espesos arbustos a los siguientes tres cadáveres.
Apenas media hora después de los primeros sepelios, aparece una joven con una quincena de rosas blancas.
La mujer entra en silencio, con paso lento y deposita el pequeño ramo junto a la corona de Cruz Roja. No quiere hablar, lo deja claro, pero se queda a acompañar a los difuntos en su último adiós.
No mucho después aparece un segundo particular. El hombre pide al operador que le deje realizar un breve rezo fúnebre de despedida y el operador se lo concede. “Las creencias hay que respetarlas”, mantiene; y el hombre, visiblemente aliviado, se detiene frente a cada una de las tumbas.
Los quince cadáveres han sido enterrados en un nuevo bloque de nichos, casi a ras del suelo, en la parte más elevada del camposanto, mientras que los nueve restantes fueron sepultados el viernes en el cementerio de San Francisco de Igueste, en Candelaria.
A la una de la tarde, cuando el sol comienza a ponerse insoportable, llega una última visita: la del presidente de la asociación de malienses de Tenerife y la de un miembro de la agrupación.
Los dos jóvenes, que apenas alcanzan la treintena, también han venido a despedirse. Ambos reconocen que la noticia les ha afectado, y que desean entonar una oración “para que Dios los bendiga allá donde estén”.
Una hora más tarde regresan los tres coches fúnebres con los últimos tres cuerpos, reducidos a nueve letras y quince dígitos. Una vez sepultados, uno de los trabajadores decide abrir el ramo de rosas blancas, que aún descansa junto a la corona de Cruz Roja, y colocar una flor en cada tumba.
La imagen árida y hueca de las lápidas recién pegadas sigue contrastando con las serigrafías, las fotografías y las exuberantes flores del resto de nichos, pero el sepulturero parece más aliviado.
Los tres coches fúnebres emprenden entonces el camino de vuelta, mientras el presidente de la asociación y los otros dos hombres se acercan a las tumbas.
Alineados en forma de triángulo, los tres hombres comienzan a recitar una breve plegaria. El resto del personal aguarda en silencio, con la mirada perdida en los quince nichos sin nombre, que conforman una hilera de sueños rotos, porque ellos, como tantos otros, no lo lograron.
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