Espacio de opinión de Canarias Ahora
La Fuerteventura de cada cual
Todo el mundo sabe que el paisaje no es una realidad objetiva, sino algo inventado por el ojo y la imaginación del hombre. Por eso, el concepto que tienen del campo los agricultores, los pastores y sus gentes no es el mismo que el que tienen los urbanitas, porque, para aquellos se trata de un lugar de habitación y trabajo, y, para estos, de descanso, recreo o sanación. De ahí que el campo que vemos reflejado en esa genial creación de la burguesía que es el arte moderno sea más “una invención de la ciudad, una creación del tedio urbano y del terror creciente a las aglomeraciones humanas”, como dice Machado, que el campo de los campesinos. No cabe ninguna duda de que así es: el paisaje y la gente que habita el espacio que lo inspira son en realidad creaciones de la vivencia o el ojo del observador, como la fotografía es una creación de la cámara fotográfica y de la mayor o menor pericia que tenga el fotógrafo para accionarla. Es lo que explica que el concepto que se tiene del paisaje de la isla de Fuerteventura haya cambiado tan radicalmente con el paso del tiempo, hasta el punto de que no es ningún disparate hablar de, al menos, cinco Fuerteventuras distintas.
En primer lugar, tenemos la Fuerteventura de la gente de antaño, que, planteando el asunto desde el punto de vista económico más radical, concebía su paisaje como algo maldito y miserable, por los escasos recursos naturales que atesoraba, que mataban a sus hijos de hambre o los obligaban a emigrar a otras islas de Archipiélago o a otras regiones del mundo, para poder sobrevivir, como vemos en los acuerdos de su viejo cabildo y en el excelente libro de Roberto Roldán Verdejo El hambre en Fuerteventura, de 1968. Destellos de esta concepción paupérrima del paisaje de la vieja Maxorata lo tenemos en Pancho Guerra, que llegó a escribir en sus Memorias de Pepe Monagas que “esa isla mal llamada Fuerteventura” es una tierra dejada de la mano de Dios, “con lo que acabaron perdiendo los verdes viciosos sus sementeras y lo granado de sus tablones y macollas de arboleda (…). Arrifes y más arrifes, que meten el corazón en un puño de tan vacíos y de puro pardos, de no tener pájaros”. También el escritor vasco Ignacio Aldecoa parece haber sido alcanzado por la misma iluminación que el autor de Pepe Monagas, según se comprueba en su Cuaderno del godo: “Fuerteventura es una tierra sin ventura. Buena tierra, pero sin agua. La Oliva (…) es uno de los pueblos de la isla más afectados por la falta de agua. La Oliva es un pueblo del páramo gótico. Una desesperanza y una miseria”. Y, como, por lo general, no hay paisaje sin paisanaje, esta particular representación del paisaje de la Fuerteventura tradicional no podía menos que influir sobre la imagen de sus moradores, los majoreros, tradicionalmente considerados como perezosos, ignorantes, avaros y miserables. En efecto, como indica Leonardo Torriani, por lo menos desde el siglo XVII “los habitantes de Fuerteventura son considerados indolentes” por parte del resto de los canarios. Y las cosas no quedaron ahí, pues algo más tarde echará más leña al fuego de los denuestos el navegante inglés George Glas, afirmando categóricamente que, además de perezosos, los moradores de la isla son “avaros, rústicos e ignorantes”.
Viene luego la Fuerteventura de Unamuno, que, planteando el problema desde el punto de vista moral, no económico, concibe el paisaje de la isla como la manifestación de la verdad más radical de la tierra, por su característica desnudez, no sólo física, sino también histórica y humana. “La tierra de esta isla ermitaña no miente; Fuerteventura dice al hombre, dice a sus hombres, la verdad desnuda y descarnada, el esqueleto de la verdad”, escribe don Miguel en uno de sus artículos de Alrededor del estilo; e ideas similares expondrá en el doloroso diario de destierro De Fuerteventura a París y en el puñado de artículos que escribió sobre la isla entre los años 1924 y 1925. Nada más hermoso y trascendente para la isla de Fuerteventura que esta apreciación del escritor vasco, si tenemos en cuenta que lo que entiende él por “esqueleto” es la forma interior de las cosas; lo que las define esencialmente; su verdad más íntima, que es lo que buscó incansablemente él a lo largo de su asendereada existencia. Despojada de la trascendencia metafísica que atribuyó el rector de Salamanca a dicha desnudez, su metáfora será continuada más tarde por ilustres poetas insulares, como Pedro Lezcano, por ejemplo, que llegó a presentar a la desnuda Fuerteventura con ribetes eróticos, en su “Oda a Fuerteventura”: “¿Para qué se desnuda tanta tierra / ardorosa y pasiva? / Horizontes de senos acostados, / caderas desceñidas”. En esta versión ética del paisaje, los majoreros son vistos como gente esencial, sincera y noble. “Pellas de gofio, pan en esqueleto, / forma a estos hombres, lo demás conduto, / y en este suelo de escorial, escueto, / arraigado en las piedras, gris y enjuto, / como pasó el abuelo para el nieto, / sin hojas, dando sólo flor y fruto”, escribe el mismo Unamuno en los últimos versos del soneto 16 del citado De Fuerteventura a París.
En tercer lugar, tenemos la Fuerteventura de los patriotas, que, enfocando el problema desde el punto de vista identitario exclusivamente, conciben el paisaje de la isla como algo sagrado; como la tierra bendita de sus ancestros, incluso los prehispánicos; la “amada tierra donde reposan su corazón y su devoción y en cuyas montañas y llanuras encuentran paz y pasión” los majoreros, podríamos decir, remedando al poeta. “Fuerteventura es mi patria y en ella, junto a mis antepasados, quiero ser enterrado cuando me muera”, confiesa casi con lágrimas en los ojos la gente de la isla cuando se pone trascendente. Este sentimiento altamente positivo del paisaje majorero y sus cosas, inculcado fundamentalmente por el nacionalismo canario y las escuelas insulares, que no sólo enseñan a los niños la historia de su tierra, sino también los valores que la definen, tan menospreciados y hasta perseguidos por la dictadura de Franco, se ha visto, además, fortalecido por la interpretación unamuniana que acabamos de analizar. Esta hipervaloración del paisaje majorero y sus cosas se ha traducido en el surgimiento de un hombre orgulloso de su tierra y comprometido con ella, que defiende por encima de todo y de todos, denunciando atropellos y desmanes y planificando su futuro a través de partidos políticos, asociaciones vecinales o asociaciones culturales; de un hombre con la autoestima por las nubes.
En cuarto lugar, tenemos la Fuerteventura de los promotores turísticos, que, enfocando el asunto desde el punto de vista de la industria del ocio, presentan el paisaje insular como un remanso de paz, por el sosiego y silencio de sus espacios interiores y de sus playas, tan demandados por el urbanita actual, agobiado por la agresividad de las muchedumbres de las ciudades que habita, dominadas por el estruendo de las máquinas y la charlatanería del stablishment, que tan difícil hacen la comunicación verdadera; la comunicación que expresa la verdad. Es lo que pone de manifiesto la cartelería propagandística del sector, plagada de eslóganes del tenor de “isla paradisíaca”, “remanso de paz”, etc., y los libros de cuentos, anécdotas, recuerdos, vivencias o poemas de los extranjeros que vienen a la isla huyendo del mundanal ruido o a trabajar en ella. La raíz y arranque de esta particular versión paradisíaca de Fuerteventura, como la de tantos otros tópicos modernos que existen acerca de ella, se encuentran igualmente en el citado Unamuno, al que incluso no ha faltado quien haya considerado, frívolamente, como el primer turista de la isla. En la interpretación paisajística que nos ocupa, los majoreros, reducidos a mano de obra de esos presuntos recintos de la felicidad que son los hoteles y los resorts o en anfitriones de los forasteros, son presentados como un dechado de amabilidad y simpatía para el que viene de fuera; un ser inmensamente feliz, que no para de sonreír las veinticuatro horas del día. “Los majoreros son conocidos por su carácter amable y acogedor. Esta hospitalidad es una característica prominente que se refleja en la manera en que reciben a visitantes y turistas en la isla”, se declara con alborozo en una de las tantas páginas que, sobre Fuerteventura y sus gentes, circulan por la red, a pesar de que la verdad es que, como había advertido Antonio María Manrique hace ya bastantes años, “los hijos de Fuerteventura no son tan felices como debieran ser”.
Y, en quinto lugar, tenemos la Fuerteventura de los poetas y los pintores, que, planteando el asunto desde el punto de vista estético, conciben el paisaje insular como modelo artístico, por la suavidad de sus formas, la claridad de su luz, la variedad de su cromatismo y los rostros de resignación franciscana de sus gentes. En efecto, las formas suaves (o “acamelladas”, como dice Unamuno), sin elevaciones abruptas, de su geografía, la transparencia de su luz, el silencio que predomina en sus llanuras, pueblos y montículos, la música más o menos apacible que produce la mar en las playas, bajíos y acantilados de sus costas y el variado cromatismo discreto de su suelo, que va desde el blanco de sus jables (Corralejo, Morro Jable, Cofete…) y montañas (Tindaya…) hasta el prieto de sus piedras (El Cotillo, La Entallada, Los Molinos, Isla de Lobos), sus malpaíses (Malpaís de la Arena, Malpaís Grande, Malpaís Chico, Malpaís de Bayuyo…) y las arenas de algunas de sus playas (Gran Tarajal, Ajuy o Puerto Lajas), pasando por el rojo de ciertos suelos (los de La Antigua y La Ampuyenta, por ejemplo) y montañas (Montaña Roja, Montaña Bermeja…) o el azul y el verde de la mar que la ciñe (mar de Corralejo, El Cotillo, Morro Jable, Islas de Lobos…), han sido aprovechados por pintores y poetas de la tierra y de fuera de ella, como el citado Unamuno, Domingo Velázquez, Juan Ismael, Jesús Arencibia, Antonio Patallo, Pedro García Cabrera, Pedro Lezcano, Domingo Fuentes Curbelo o Marcos Hormiga, para pintarla y cantarla de la forma más variopinta. “Por un camino sin sombra / me voy a Fuerteventura. / Tengo sed de campo raso. / Estoy cansado de alturas”, escribe Pedro García Cabrera en su romance “Fuerteventura”, ponderando la llaneza de una isla que permite al humano hombrearse con la tierra. También esta representación artística de Maxorata ha influido de forma decisiva en la concepción que se tiene de sus hombres, mujeres, niños y ancianos, que aparecen frecuentemente en cuadros y poemas adornados de los atributos de la tierra que habitan. “Y un hombre enjuto, erguido, / sobre la Isla, canta”, escribe Domingo Velázquez en el poema “Paisaje majorero” de su libro Isla llana.
¿Cuál de estas Fuerteventuras es la verdadera?: ¿la pobre y miserable del mundo tradicional?, ¿la metafísica de Unamuno?, ¿la sagrada de los patriotas insulares?, ¿la ñoña de la industria del ocio?, ¿la franciscana de los artistas que se han ocupado en recrearlo en cuadros, poemas y relatos? Pues todas ellas y ninguna a la vez. Todas ellas, porque, como se trata de vivencias personales o sociales reales, de construcciones que operan en la consciencia y hasta en la inconsciencia de las gentes, no hay razón alguna para negarle el pan y la sal a ninguna de ellas, por mucho que, por su filantropía, ingenio o bondad, unas caigan mejor que otras. Desde este punto de vista, lo más que puede decirse es que hay unas que tienen más seguidores que otras, pero no que sean más verdaderas. Cuestión de cantidad, por tanto; no de cualidad. Y ninguna de las representaciones comentadas se corresponde con el paisaje real de Fuerteventura porque la realidad objetiva, que, en el caso que nos ocupa, es geografía y nada más que geografía, es inaccesible al entendimiento. Sólo a través de mecanismos de representación o interpretación artificiales, como las palabras o el arte (pintura, música…), pueden los seres humanos hacerse con el llamado “mundo real”. A estas alturas de los tiempos, toda persona medianamente culta sabe ya que la “verdad” no es otra cosa que una construcción social; una construcción que se forja generalmente a partir de metáforas inventadas por individuos o instituciones concretos. Los seres humanos no vivimos en el mundo de la realidad. Vivimos en el mundo simbólico del lenguaje. Lo que quiere decir que ni siquiera juntando todas las interpretaciones habidas y por haber de su paisaje y paisanaje sería posible desentrañar las verdad absoluta de Fuerteventura, expuesta siempre a que nuevas voces y pinceles vuelvan a poetizarla y pintarla con su talento e imaginación, mientras ella sigue impertérrita su camino solitario, sin hacer caso a nadie ni a nada, hasta que, influida por los elementos y las agresiones de los que la han habitado y se han aprovechado de ella, termine abismándose en el océano, de donde surgió altanera, como sus hermanas Gran Canaria, Tenerife y La Palma, hace ya más de 20 millones de años.
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