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Nada somos sin los otros

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La falta de ignorancia, como se dice en Canarias (no por carencia, sino por exceso, porque las faltas son defectos o pecados) hace que haya gente que piense que los conocimientos que atesora, las cosas de que disfruta todos los días de Dios y los derechos que la protege de la tiranía de los abusadores han surgido por generación espontánea o por gracia divina; que están ahí como las florecillas del campo, el pescado de la mar o las nubes del cielo, y que, por tanto, nada debe a los demás. Ignoran estos benditos de Dios que somos lo que somos, pensamos como pensamos, tenemos la cultura que tenemos y sabemos lo que sabemos gracias al talento, el esfuerzo, los sacrificios, el estudio o los desvelos de los que nos han precedido, que han ido construyendo el mundo de símbolos y convenciones que vivimos poco a poco y golpe a golpe, en una especie de lucha de titanes con la realidad empírica y la rebeldía de sus instintos.

 

Así, como es de sobra conocido, lo que sabe el hombre moderno sobre la estructura del sistema solar, por ejemplo, se lo debe al polaco Nicolás Copérnico, que, refutando las ideas geocéntricas del alejandrino Claudio Ptolomeo, se percató de que no es el Sol el que gira alrededor de la Tierra, sino la Tierra la que gira alrededor del Sol (heliocentrismo), aunque la gente siga pensando como el alejandrino, porque para ella son más importantes las apariencias que la realidad. Lo que sabemos de la gravedad universal se lo debemos al suizo Albert Einstein, que, refutando las ideas del inglés Isaac Newton, que consideraba que se trataba de un fenómeno de atracción entre dos masas a distancia, descubrió que se trata en realidad del resultado de la curvatura del espacio-tiempo. 

Y no sólo las convenciones científicas debemos a los demás, sino también cosas aparentemente más elementales, como “el pan que nos alimenta y el lecho en que yacemos”, como decía el poeta sevillano. ¿Qué sería de nosotros sin el pescador, que nos procura el pescado que hace nuestras delicias arriesgando a diario su vida en los abismos de la mar, el agricultor, que nos cultiva las papas y nos provee de leche (que no viene de la nevera, sino de las tetas de la cabra o la vaca) expuesto a los vientos, las nieves, los fríos y los calores del campo, o el barrendero, que se desvela para que las calles de nuestras ciudades se mantengan impolutas? Sí, es evidente (aunque por evidente sea ignorado por tantos) que el conocimiento que tenemos del mundo y el confort que en él disfrutamos son una creación del hombre, no de la naturaleza ni de Dios. Incluso cosas aparentemente “tan naturales” como la rueda, por ejemplo, no están ahí desde el principio de los tiempos, sino que fueron descubiertas o inventadas por personas de carne y hueso, por mucho que la oscuridad de los tiempos haya borrado toda rastro no sólo de sus personas, sino incluso de sus nombres. ¿Qué sería de nosotros sin la gente que descubrió el milagro de lo redondo? 

Lo que demuestra a las claras lo que dijimos más arriba: que no somos nada sin los otros; que lo que sabemos y lo que somos se lo debemos a aquellos que nos han precedido; que venimos de una tradición cultural construida piedra a piedra por personas o generaciones concretas. Que, pese a los pujos de autosuficiencia del salvaje moderno, la teoría del “self-made man”, por lo menos en el sentido radical del término, es un mito. Y hasta mentira parece que esta obviedad haya que recordarla en un mundo que se dice tan adelantado. 

Yo mismo, para no hablar de otros, que he hecho de la mar, la lingüística, la gramática española, la historia, la cultura y el habla de Canarias, en general, y de Fuerteventura, en particular, y los lenguajes silbados mi profesión y modo de vida, tengo que decir que las cuatro cosas que sé de estos temas (y digo “cuatro cosas”, porque la vida no da para más) no es un producto de mi talento y esfuerzo personales, sino, principalmente, del magisterio de mis maestros, que fueron los que me instruyeron y formaron. Lo que sé de marinería lo aprendí básicamente de mi padre, que era un avezado conocedor del medio marino y de sus misterios y peligros. Pescando y dialogando con él, aprendí a conocer, querer y respetar la geografía, la fauna, la climatología, los riesgos y las gentes del mundo inestable de la mar, tan distintas de la geografía, la fauna, la climatología y las gentes del mundo estable de la tierra. Lo que sé de la historia, la cultura y el habla de Fuerteventura, se lo debo básicamente a mi maestro de bachillerato Francisco Navarro Artiles, que fue un destacadísimo investigador de la historia, la lengua y la cultura tradicional majoreras y que en nuestra época de estudiantes, en el viejo instituto de Puerto del Rosario (Fuerteventura), nos sacaba al campo a recoger materiales lingüísticos, literarios, etnográficos, históricos o biológicos mediante encuestas a pastores, pescadores, agricultores o artesanos, hacer inventario de los bienes de ermitas e iglesias de la isla, observar y anotar lo que había en el campo y en los charcos del litoral, etc., para luego enseñarnos a analizar lo recogido, extraer las conclusiones que fueran del caso y darlo a conocer en exposiciones públicas. Y lo que sé de lingüística, gramática española, dialectología hispánica teórica y práctica, lenguajes silbados, etc., se lo debo básicamente a mi maestro de Lingüística general y Gramática española de la universidad de La Laguna Ramón Trujillo, que fue un sabio investigador de la semántica y la gramática españolas, el habla canaria, el lenguaje poético y el silbo gomero, que me dirigió la tesis sobre las preposiciones españolas con que me doctoré en el año de la pera y que me asesoró hasta su último aliento en los trabajos de investigación que he emprendido a lo largo de la vida. 

Y debo añadir que mucho debo también a otro maestro, que, aunque, por razones obvias, no me dio lecciones en persona, sí lo ha hecho constantemente a través de su portentosa obra escrita, que es Miguel de Unamuno. De él, que era un grandísimo liberal, un profundísimo pensador y un imaginativo creador, he aprendido yo a entender los misterios filosóficos del lenguaje, a interpretar con visión abierta la historia de la lengua española en sus variantes peninsular, insular y americana, a conocer el complicado país en que vivimos, el ser humano en su complejidad y los encantos de Fuerteventura, que él poetizó (es decir, inventó) como nadie, y a ejercer la libertad. Con su obra escrita, hay maestros que están más allá del tiempo y del espacio; y no son los peores. En estos maestros que nos enseñan a distancia, hay una especie de misterio: el misterio que implica la palabra del que no está. 

En síntesis, que, sin el magisterio de mis progenitores, Francisco Navarro Artiles, Ramón Trujillo y Miguel de Unamuno, discípulos, a su vez, de otros maestros y magisterios, no habría sido yo nada de lo que soy profesional y hasta humanamente; que estoy hecho de cachitos de ellos, en los que me reconozco a diario. Porque lo único que he hecho a lo largo de mi vida no ha sido otra cosa que trabajar sobre lo que ellos construyeron, para desarrollarlo dentro de mis modestas posibilidades y llevarlo un poco más allá de donde lo dejaron. Es así como construimos el mundo entre todos. 

Y, ante esta evidencia, pueden adoptarse dos posturas distintas: la postura ahistórica o adánica, que es la de aquellos que piensan que el mundo es un absoluto o que ha nacido con ellos, desentendiéndose olímpicamente de las raíces y los antecedentes, tan frecuente en la sociedad moderna, en que el saber se ha degradado tanto, en favor de actitudes, fanatismos ideológicos y narcisismos; y la postura histórica, que es la de aquellos que reconocen que somos hijos de la tradición y que debemos estar agradecidos a todos los que han contribuido a forjarla, dedicando a ella su talento, desvelos y esfuerzos; es decir, el único tesoro que tenían, que era su vida. Culturalmente, no somos otra cosa que un pequeño eslabón de una cadena nunca acabada, que empezó con el primer ser humano y acabará con el último. Y tenemos la obligación moral de reconocerlo, no sólo porque es de justicia agradecer el trabajo de aquellos que nos han inventado el mundo que vivimos, sino también porque sólo así podemos conocernos, tomar conciencia de que estamos hechos de la materia de los sueños, como decía el grandísimo poeta inglés, y atenuar la angustia de la nada que a todos nos corroe por dentro, porque vivos seguiremos en aquellos que perpetúen la tradición cuando hayamos muerto.

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