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Necesitamos otra Constitución

Ejemplar de la Constitución española.

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La Constitución española de 1978 se aprobó en un contexto sociopolítico caracterizado por la vuelta a la democracia, que había sido cercenada tras la Segunda República. Plantear derechos y libertades sin ningún tipo de miedo y sin bajar la voz o en lugares que no fuesen concurridos; reclamar un Estado aconfesional, proponer el régimen autonómico para las comunidades, demandar la legalización de los partidos políticos, garantizar la seguridad ciudadana, prohibir la censura, exigir el derecho a la libertad de expresión. Estos y otros muchos aspectos configuraron, en mayor o menor medida, el marco de la Transición y, dentro de ella, el contenido de dicha Carta Magna.   

Su papel fue crucial para dotar a la democracia de la norma más importante dentro ordenamiento jurídico español, convirtiéndose además en el pilar indispensable para sustentar el cambio de régimen, al pasar de una dictadura a una monarquía parlamentaria. Aunque imperfecta, era necesaria para definir un nuevo modelo de convivencia, aunque se trazó bajo un pacto entre ciertos partidos políticos que no reflejaba toda la realidad del Estado español.   

Para los que nacimos en ese período, arrastrando aún las carencias de una sociedad verdaderamente libre y mediatizada por la religión y la propia moralidad y el miedo con el que vivieron nuestros padres y madres, la Constitución era intocable, lo mismo que la Monarquía. Ni una ni otra se cuestionaba porque iban de la mano. Durante muchos años, fueron el emblema de un país que quería sumarse al progreso de otras naciones europeas, lo mismo que la clase media, unas veces conquistando sus derechos y muchas otras pidiendo créditos a los bancos. 

Casi cincuenta años después, la Carta Magna se ha quedado obsoleta porque no refleja los aspectos que han ido configurando una sociedad que es diametralmente distinta a la de la Transición ni las demandas exigidas por la propia ciudadanía. En ella constan diversos derechos, pero su materialización deja mucho que desear y demuestra que su contendido no solo ha envejecido, como nosotros, sino que no se cumple. Hasta cierto punto, hemos idealizado esa norma como el gran blindaje de la democracia, que impide que la ciudadanía y los distintos poderes por los que se rige esta última queden a merced de injerencias y extremismos que la destruyan. Digo idealizado sin menospreciar el valor real que tiene un documento de esa magnitud, ya que muchas personas fueron asesinadas previamente por defender aspectos vitales de una democracia que aparecen recogidos en él. 

El derecho a la vivienda, que consta en aquella como algo inquebrantable, es en realidad el pasto del cultivo para los bancos. Esto últimos son como el caballo de Atila, con la diferencia de que, allí por donde se asientan, dejan desahucios y hasta suicidios entre quienes no pueden pagar su hipoteca. La clase media, que ya no es tal, trabaja para pagar deudas económicas que nunca tienen fin. Acceder al alquiler de un piso implica denigrarte como persona hasta concebir que tu independencia no irá más allá de una minúscula habitación donde crecerás con el paso de los años. Nunca existirá el horizonte inmediato de una casa como la que tuvieron tus progenitores.

Lo mismo puede decirse del derecho al trabajo, otra quimera. El problema no es solo encontrar un empleo, sino que esté bien pagado y acorde con la formación académica y profesional, que ha obligado a muchos jóvenes a emigrar como válvula de escape ante una situación insostenible en su país. No es una fuga de cerebros, sino una huida dolorosa. Las personas en la franja de los cuarenta años en adelante, que figuran como desempleados, son un estorbo porque el sistema económico considera que no pueden aportar nada, generándoles problemas sicológicos, de autoestima, estrés y un sentimiento de inutilidad, y donde su objetivo más inmediato es conseguir un subsidio de la Administración pública. Eso se lo debemos al neoliberalismo. Y no hablemos de la expansión de la economía sumergida, donde no existe la cotización a la Seguridad Social y en la que se desenvuelven miles de españoles y emigrantes para sustentarse a final de mes, gracias a empresarios que practican el fraude fiscal.  

Aunque la vivienda y el trabajo aglutinan parte del relato de la necesidad de reformar la Constitución, paralelamente existe toda una serie de obstáculos que también se han enquistado y que no tienen una aparente solución a corto plazo. La corrupción política ha destruido por completo el sistema, viciado en todas sus divisiones territoriales, hasta sembrar el descrédito hacia quienes desarrollan un cargo de estas características y donde el aforamiento es el mecanismo perfecto para protegerse frente a sus acciones fraudulentas. La violencia de género y la violencia vicaria siguen incrementando la cifra de mujeres y menores de edad asesinados, a pesar de todos los planes de sensibilización y coeducación para concienciarnos de este grave daño con el fin de erradicarlo. La pobreza energética, derivada del poder que se le ha dado a las empresas productoras y distribuidoras de gas y electricidad, ha encarecido sobremanera un recurso básico que, en teoría, se debe garantizar a cualquier ciudadano, pero que  y que asimismo ha provocado que mueran personas de frío por no poder pagar el recibo de la calefacción de sus casas. 

A esto se suma la pobreza alimentaria, que es otro mal que sigue desarrollándose poco a poco. El derecho a la autodeterminación de los pueblos, que ya ha tenido su punto álgido con el tema del referéndum de Catalunya, es un aspecto tabú, pero que se lleva reclamando desde la Transición, precisamente. La Justicia no es imparcial, digan lo que digan, sino que está politizada y esto nos ha perjudicado a todos porque atiende a designios partidistas.   

La lista es interminable y lo peor de todo es que los partidos dominantes utilizan la Constitución como arma arrojadiza para defender sus intereses, al mismo tiempo que la ensalzan para mantener la estructura de poder que les beneficia. No hay un consenso que permita su reforma urgente porque al tradicional binomio PP-PSOE no le interesa, a la par que la ciudadanía sigue actuando de manera pasiva, mientras sufre todo tipo de adversidades. Al final, el matrimonio entre la democracia y la Carta Magna tiene un carácter figurativo porque importa más de cara a la galería que al sentido de dotar a la sociedad de unos verdaderos principios democráticos, donde se definan además de manera más evidente nuestros derechos y libertades para que realmente se cumplan.

Aunque duela decirlo, la Carta Maga se presenta hoy en día como una pared desconchada de alguno de esos pisos donde los jóvenes tienen que pagar sus insultantes alquileres.    

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