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El nombre exacto de las cosas

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Al contrario de lo que suele pensarse habitualmente, la realidad humana no existe de forma independiente: existe gracias a las palabras, no que la “designan”, sino que la “crean”. Ya decían los griegos que el hombre es la medida de todas las cosas del mundo. Ni siquiera realidades aparentemente tan objetivas como los accidentes del terreno existen para la gente de forma absoluta. Para los hispanohablantes, por ejemplo, las elevaciones y las quiebras grandes que lo forman sólo existen gracias a las significaciones ‘subir quedando encima’ y ‘cauce hecho por corrientes de agua’ que implican respectivamente en lo más profundo de su alma las palabras montaña y barranco con que las designan en la realidad concreta del hablar. Para ellos, los mencionados accidentes del terreno no pasan de ser otra cosa que creaciones de estas dos voces. No ven elevaciones y quiebras grandes del terreno de forma absoluta. Lo que ven son elevaciones y quiebras grandes del terreno bajo los esquemas semánticos mencionados. Lo que quiere decir que no son las palabras las que imitan las cosas, sino las cosas las que imitan las palabras. Por eso decía el apóstol San Juan, con toda la razón del mundo, que en principio fue el verbo y que sólo más tarde el verbo se hizo carne. La relación entre ese contrato social que es la palabra y la cosa no es, pues, externa, como es habitual creer, sino interna. Tan íntimo es el vínculo que existe entre ambas, que, cuando queremos referirnos a las cosas, no queda otro remedio que invocar las palabras. Es decir, que las palabras no son sólo palabras; son palabras y cosas a la vez. El mundo es creación del verbo porque sólo a través de él es posible acceder a eso que solemos llamar “realidad”. Las cosas de los hombres no son objetivas; son subjetivo-objetivas. 

El mundo humano plantea, pues, un problema, no de realidad empírica, sino de ecología idiomática, de relación lingüística con el medio. Una relación lingüística que establece el hablante luchando duramente con él, hasta que logra darle forma idiomática y convertirlo en parte de su propia naturaleza. Así adquiere cada cosa su nombre justo y exacto, que no depende de la cualidad del sonido que lo caracteriza ni de la lógica de los conceptos que denota, como quiere Platón en el Cratilo, sino de la costumbre, que es quien hace arraigar las cosas en el alma de la gente. De lo que se deduce que los mundos que ha construido el hombre sobre la Tierra pertenecen a la lengua que los designa. Así, el mundo hispano, el mundo inglés o el mundo marroquí, por ejemplo, constituidos por una geografía, una flora, una fauna, una climatología, una sociedad, unas artes y unos oficios determinados, no son otra cosa que carnificación del verbo de la lengua española, la lengua inglesa y la lengua árabe, respectivamente. Es decir, que el nombre justo y exacto de las cosas hispanas es el español; el de las cosas ingleses, el inglés; y el de las cosas marroquíes, el árabe. Y lo mismo puede decirse de las distintas manifestaciones históricas de las lenguas naturales, que son sus dialectos. Así, en Canarias, los nombres justos y exactos del ave rapaz que los biólogos denominan Neophron pernopterus, la faja de terreno que forman al pie de los acantilados la lava u otros materiales que caen de las alturas, el paso entre montañas, el vehículo de transporte colectivo y el cereal que los botánicos denominan Zea mays son guirre, fajana, degollada, guagua y millo, respectivamente. Si se les denominara con otros nombres, con los nombres generales alimoche, delta lávico, puerto de montaña, autobús o maíz, por ejemplo, desaparecerían, no sólo dichas palabras, sino también las realidades que significan, porque, como todos los nombres del mundo, los que citamos no son sólo sonido más o menos armónico, sino que son también las cosas que simbolizan. Por eso suenan tan postizas las lenguas extranjeras fuera de su ámbito de uso. Sin ir más lejos, en Canarias, por ejemplo, el italiano, el francés, el inglés y el alemán (y no digamos ya el árabe, el mancañá o el wólof) que usan los turistas que nos visitan y los migrantes que arriban a nuestras costas en busca de ayuda y trabajo son lenguas de comunicación entre ellos, sí, pero no lenguas de organización del medio local, porque no dicen nada ni denotativa ni connotativamente acerca de su flora, su fauna, su paisaje o su historia. Por eso decimos que se trata de lenguas extranjeras o extrañas para nosotros. 

¿Quiere esto decir que una misma geografía no puede abrazar mundos (o lenguas, que lo mismo es) distintos? Evidentemente, no. Como, según lo dicho, el mundo no es otra cosa que interpretación idiomática de la realidad, un mismo espacio puede albergar mundos diferentes; mundos con visiones distintas de las cosas, en convivencia más o menos pacífica. Es lo que ocurre en España, Suiza, México, Canadá, China, India o Marruecos, por ejemplo, tan bilingües o plurilingües desde tiempo inmemoriales. Y es lo que ocurre también en Canarias, donde la diglosia entre la norma castellana y la norma insular ha campado siempre por sus respetos, sin problemas insalvables para la convivencia de su gente. El bilingüismo o multilingüismo no constituye ningún problema grave, pese a los inconvenientes menores que pueda implicar. Cuantas más lenguas domine una persona, más amplio será su mundo. El ser humano es tan versátil, que puede comprender mundos distintos y adaptarse a ellos sin problema alguno. Por eso se ha dicho siempre que su capacidad de adaptación es infinita. 

Y, como las cosas son así, es evidente que no existe crimen de lesa humanidad mayor que la invasión de territorios humanizados por otros; la invasión de territorios organizados ya por el verbo de otra gente, que viene practicando la humanidad desde tiempos inmemoriales. Porque lo malo de esto no es tanto que el invasor, conquistador o colonizador se apodere de una tierra que es de otro. Lo malo es que, al eliminar las palabras de este, lo borra de la faz de la tierra. El invasor no es sólo un usurpador o un depredador; es, sobre todo, un destructor o un genocida, porque, suprimiendo las palabras del pueblo que invade, hace desaparecer también su cultura y hasta a su gente, aunque esta logre sobrevivir al holocausto. Es lo que hicieron los romanos en la Galia, Hispania, la Dacia…, los españoles en Canarias, América y Filipinas, los portugueses, los ingleses y los franceses en América, África y Asia, los incas en el viejo Perú, etcétera,  donde acabaron con las lenguas francas, celtas, ibéricas, dacias, guanches, taíno, arahuaco, tupinambá, kiriri, puquina, mochica y muchas más, según los casos; que es lo mismo que decir, con las sociedades, la flora, la fauna, la climatología, la geografía, la historia, la literatura y el arte que esos pueblos habían construido con ellas a lo largo de los tiempos. Ni siquiera los Andes de los españoles son los Andes de los antiguos incas o de los aimaras, por mucho que la geografía sea la misma, porque el nombre que usan para designarlos tiene fonética y connotaciones en parte distintas de las que tenía el que estos les daban. La historia de la humanidad ha sido siempre una historia continua de genocidios más o menos cruentos; genocidios que no cesan, como pone de manifiesto el palestino actual. Sobre las ruinas de etruscos, francos, iberos, celtas, dacios, etc., se levantó el edificio de los pueblos románicos, como sobre las ruinas de comanches, sioux, navajos, cochimíes, etc., se levantó el de los modernos Estados Unidos de América y sobre las ruinas de majos, canarios, guanches, gomeros, auaritas y bimbaches, el del pueblo canario actual. Excepto Adán y Eva, el resto de los seres humanos somos padres o hijos de un genocidio, en mayor o menor medida.    

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