El arte que vino con el azúcar

Trabajador de la caña de azúcar en Brasil. / Tatiana Cardeal/Oxfam Intermón

Pablo Jerez Sabater

San Sebastián de La Gomera —

La Palma es la isla del azúcar. Y no me refiero a la repostería, con sus incomparables bienmesabes, rapaduras o almendrados. No, hablo de otro azúcar, el de caña, el oro líquido que convirtió a esta isla canaria en uno de los mayores y mejores centros productores de toda Europa. En los ingenios azucareros de Argual, Tazacorte y Los Sauces, el trapiche, la molienda y el dulce jugo obtenido transformó la economía palmera y, lo que es quizá más importante, trajo consigo un patrimonio de incalculable valor artístico.

Un viaje que comienza con la conquista

Hay que remontarse a los tiempos de la conquista de La Palma (1493) para entender el proceso de cambio que iba a producirse. Esta isla era puro manantial, agua y tierra fértil y vegas ideales para el cultivo de la caña de azúcar. Los comienzos de la producción en Gran Canaria habían advertido las altas rentas alcanzadas con el oro líquido y La Palma cumplía con todos los requisitos. Había que convertir las amplias extensiones de terreno en vastos campos de caña que dieran salida a la demanda proveniente de Europa, especialmente de los llamados Países Bajos (en aquel tiempo las conocidas como 17 provincias unidas). ¿Por qué Flandes? Porque aquí era donde estaban los grandes comerciantes, las grandes manufacturas. Era la entrada y salida económica europea. Y pronto, una serie de personajes fundamentales en esta historia repararon en que establecerse en La Palma podría ser el mejor negocio de sus vidas, como así fue.

La relación entre La Palma y Flandes no fue sólo económica, sino también cultural. A nadie se le escapa que el siglo XVI fue el siglo del monocultivo azucarero. Luego vendría el vino, pero esa es otra historia. Convergieron en esta isla diferentes aspectos que la convirtieron en un universo propio donde se producía el que quizá fuera el mejor azúcar de Europa. No hemos de olvidar otro hecho singular, y es que también las Islas Canarias eran conocidas en aquellas tierras. Baste, como ejemplo, citar el famoso tapiz del Ayuntamiento de Amberes donde podemos observar la llegada de navíos provenientes del Archipiélago con el azúcar en sus bodegas. O por irnos a un célebre pintor, el recuerdo que para la historia dejó El Bosco en su Jardín de las delicias al incluir algo tan exótico –para ellos- como cercano para nosotros: un drago.

Otra cuestión a tener en cuenta es el factor americano. El Nuevo Continente había sido descubierto por Cristóbal Colón en 1492. En los sucesivos años, numerosas expediciones se volcaron en poblar y realizar incursiones a lo largo de estas nuevas tierras. Lógico parece que acaudaladas familias tuvieran la intención de volcarse en esta faena y ello trajo consigo un rico comercio a tres bandas: Canarias, Europa y América. Lo que hoy llamamos tricontinentalidad no es más que aquello que en el siglo XVI se llamaba el viaje y tornaviaje, es decir, que las Islas fueron el centro receptor y emisor de ese comercio, la última escala, el puerto de entrada y salida. Si a ello le sumamos el alto valor y las rentas que estaba dando este tráfico comercial y marítimo, se puede entender la llegada a La Palma de ricos comerciantes flamencos que se asentaron en busca de una prosperidad económica que no tuvo comparación durante toda esta centuria.

Uno de los primeros comerciantes en arribar a la Isla fue Jácome de Groenenberg, quien castellanizó su apellido por el de Monteverde, y quien según algunos historiadores como Jesús Pérez Morera se estableció hacia el año 1500. Junto a él recalarían otros como Luis Van de Walle, Pablo Van Dale o Jerónimo Boot. La lista es enorme, con apellidos que hoy siguen siendo importantes para las Islas como los Guisla o los Wangüemert. Lo que importa en este contexto, es que estos ricos comerciantes vieron en las fértiles vegas de La Palma un lugar donde establecer ricas haciendas para la molienda del azúcar y cuyos trapiches aún perviven en la historia en los núcleos de Argual, Tazacorte y Los Sauces.

Un arte de ida y vuelta

Qué duda cabe de que La Palma conserva el mejor legado de arte flamenco del Archipiélago. Y ello se explica por la sencilla razón de que en esos viajes hacia los puertos comerciales de los Países Bajos, con las bodegas de los navíos cargados de azúcar, traían a su vuelta hacia la Isla numerosas pinturas y esculturas de los mejores talleres de Malinas, Bramante o Amberes, verdaderos epicentros de este característico estilo tardomedieval.

Si hiciéramos un viaje por este patrimonio en La Palma, parada obligatoria sería el santuario de Nuestra Señora de las Angustias en los Llanos de Aridane. Allí, en esta edificación religiosa, se conserva uno de los mejores grupos escultóricos del arte flamenco palmero: La Piedad. La ampulosidad de los pliegues de la Virgen, con sus rectilíneas formas, son una de las características más notorias de este estilo. Ella sostiene el cuerpo de su Hijo muerto. Una desproporción de tamaños que el profesor Pérez Morera achaca a que en la literatura medieval se entendía que este pasaje bíblico respondería a un recuerdo de la infancia de Cristo. La ermita, situada prácticamente en la desembocadura del barranco de Las Angustias, fue construida por los primeros hacendados de Argual y Tazacorte durante las primeras décadas del siglo XVI. La policromía de la pieza es extraordinaria, con un trabajo con el pan de oro sobresaliente. La Virgen tiene la mirada perdida, absorta quizá reflexionando en las palabras escritas en el altar donde se encuentra: Oh vosotros, todos los que por aquí pasáis, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor. La angustia de una Madre con el cuerpo de su hijo muerto en brazos.

Estos ricos comerciantes traían a bordo de sus navíos no solo esculturas o pinturas. También llegaron libros, tapices, ornamentos, muebles o armas. De ahí que sea tan complejo e inagotable el estudio del patrimonio flamenco palmero. Y buena culpa de ello la tuvo el ya mencionado Jácome de Monteverde –a quien la Inquisición persiguió por luterano, falleciendo en Sevilla en 1531-, quien legó a la Isla un patrimonio considerable de tallas como la de Nuestra Señora de la Encarnación (Santa Cruz de La Palma) o el San Miguel Arcángel (Tazacorte). Pero también, y más allá de estas esculturas, fundó el convento de los franciscanos de la capital palmera. Un verdadero mecenas patrimonial para La Palma de la primera mitad del siglo XVI.

Precisamente es Nuestra Señora de la Encarnación una de las piezas más interesantes del patrimonio flamenco palmero. Se encuentra en la iglesia homónima de Santa Cruz de La Palma. Su llegada a la Isla se sitúa en torno a 1525 y forma pareja con el arcángel San Gabriel en la escena de La Anunciación en un bello retablo. Ella tiene un libro en sus manos y el cuerpo con un ligero escorzo. La mirada gacha, el pelo perfectamente trabajado. Los pliegues de sus ropajes son aristas, telas rígidas esculpidas en madera. La policromía y la encarnadura de la talla son asimismo extraordinarias. Ella lee, piensa y reflexiona sobre el anuncio de la llegada al mundo de Su Hijo. Mientras, la advocación nos dice que está encarnada, que está encinta. Estamos ante una de las mejores obras llegadas a La Palma provenientes de los talleres de Amberes.

Otra imagen sobresaliente del patrimonio palmense es sin duda la titular de los Llanos de Aridane, la Virgen de los Remedios. Su origen se situaría en torno a las décadas centrales del siglo XVI y es probablemente obra de talleres de Bruselas, aunque la documentación no ha podido aseverarlo de momento. Habría que recordar que este núcleo nace al abrigo de los primeros trabajadores de los ingenios azucareros de Argual y Tazacorte y que la fundación de la iglesia se produjo, al igual que las Angustias, en las primeras décadas del Quinientos. El sobresaliente trabajo del cabello y la ampulosidad de sus ropajes contrasta con la verdad desnuda del Niño, quien acaricia de manera cariñosa del mentón de su Madre mientras ambos comparten la pera, iconográficamente relacionada con el misterio de la Encarnación.

Pero más allá de las excelentes tallas que atesora La Palma, el patrimonio pictórico de la Isla es sobresaliente. Y en ella mucho tuvo que decir el que fuera el pintor flamenco más afamado de su época: Pieter Pourbus el Viejo (1532-1584). El tesoro patrimonial del exconvento dominico de Santa Cruz de La Palma tienen en la figura de Luis Van de Walle a su mentor y es probable que fuera él quien encargase las pinturas para un retablo en este cenobio, hoy desmembrado y con unas cualidades técnicas verdaderamente extraordinarias.

La minuciosidad de los detalles, el color o la composición son algunas de las características que encontramos en las pinturas de San Miguel Arcángel o en la Genealogía de Cristo. Ambas tablas son sobresalientes a nivel de ejecución, donde, en el ejemplo del ángel justiciero, se postra sobre el demonio mientras blande su espada en la derecha y presenta la balanza en su izquierda. Su armadura nos recuerda a las romanas, lo que habla del impulso que estas composiciones tuvieron a través de los diferentes grabados existentes en los talleres flamencos de esta época. En el caso de la Genealogía, Santa Isabel y San Joaquín sirven de eje para que dos varas de lirio se abran al abrigo de la Virgen con el Niño y Dios Padre abrazando la escena. Ambas pinturas son de un gusto exquisito y hablan del poderío económico que llegaron a alcanzar estas familias de comerciantes.

En total, más de 40 obras de arte flamencas se encuentran a lo largo de la geografía insular. Un patrimonio de extraordinaria importancia que nos habla de un periodo fundamental para La Palma, cuando el oro líquido la convirtió en la isla más rica y codiciada el Archipiélago. El siglo XVII trajo consigo el abandono y la quiebra del azúcar en beneficio de la viña. La dura competencia de los ingenios americanos y la sobreexplotación del los cultivos dieron al traste con el periodo de mayor riqueza que conoció la Isla Bonita. Sin embargo, para la historia quedará el arte que vino con el azúcar.

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