Asha Ismail: “Si la mutilación genital femenina fuera un problema de hombres, ya se hubiera acabado”

Asha Ismail.

Nayra Bajo de Vera

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El día de su purificación, cuando tenía unos cinco años, fue Asha quien despertó a su madre, pletórica. Desconocía el porqué, pero era su día especial. Su madre la mandó a la tienda, sin ella saber para qué hacían falta dos cuchillas, pero las compró igualmente. De regreso a casa, había una mujer que ya la estaba esperando, y que no tardaría en ser quien le practicaría la infibulación, el tercer y más agresivo tipo de mutilación genital femenina (MGF). Hoy, todavía recuerda el sonido afilado en su carne, “cortando y cortando”.

Asha Ismail, a sus 53 años -aproximadamente, pues no sabe qué día nació-, sigue enfrentando secuelas de aquella experiencia traumática. Las heridas cicatrizan, pero nunca llegan a sanar. Ya no siente dolor físico, pero los recuerdos aún la persiguen y bloquean. Las inseguridades no desaparecen. La confianza no se recupera. “No lo superas, aprender a vivir con ello”, asegura. Con todo, es capaz de iluminar salas enteras con su fuerza, humor y carisma. Su risa es contagiosa, y su ímpetu transmite esperanza. 

Cree que, aunque le gustaría que no fuera así, lo que lleva a las personas a emprender una lucha es haber vivido la opresión que acaban combatiendo. Quizás sea eso lo que la ha traído hasta aquí. O, quizás, llevaba dentro un espíritu que la conduce a actuar.

Unas 200 millones supervivientes 

No solo es activista contra la MGF y fundadora de Save a Girl Save a Generation en 2007; también, a pesar de que el sufrimiento de décadas asoma en su rostro cada vez que rememora sus traumas, remarca:  “Soy yo quien ha elegido hablar de ello, precisamente para poner cara y voz a 200 millones de mujeres. Porque no son números, son personas. Niñas, mujeres, abuelas que están vivas, que tienen la suerte de estar vivas porque muchas no han llegado a contarlo”.

Ese, no obstante, nunca fue su objetivo. De hecho, se declara “activista por accidente”. Todo comenzó cuando nació su primera hija, fruto de un matrimonio que ella identifica más bien como una venta. Entonces, se prometió que nunca le sucedería lo mismo que a ella. Finalmente, se encaminó hacia el activismo, aunque al principio solo quería proteger a su hija, a la que llamó Hayat, vida. Hoy, tiene 32 años.

Hablando con otras mujeres, se percató del poder de sus palabras, con las que algunas niñas se salvaron de ser mutiladas. Ahí residen los principios de la asociación, en la que hoy sigue trabajando, ofreciendo información y acompañamiento para conseguir que, en el futuro, la MGF pase a ser parte de la historia. Insiste en que es una meta a largo plazo, ya que “no es un trabajo de un día”. 

Actualmente es una práctica que se mantiene en 92 países del mundo, no solo en África, con un arraigo cultural difícil de combatir. “Existe desde 2.000 años a. C. Apenas acabamos de empezar a hablar de ello. La MGF no se termina con una charla o una campaña hoy, sino trabajando con ellas día a día”, remarca. De forma insistente, quiere dejar claro que no va directamente asociada ni al continente africano ni a la religión musulmana. 

Para demostrarlo, este año entrevistó a René Bergstrom, una doctora estadounidense a la que mutilaron, cuando tenía tres años, por tocarse. Otras naciones como Colombia, India o Inglaterra, entre muchas otras, también practican las MGF. En Europa, durante los siglos XVIII y XIX, la extirpación del clítoris se consideraba una intervención médica para curar la histeria.

No obstante, cada vez más, se puede notar un cambio gestándose. Asha lo achaca a la posibilidad de acceso a la información y la difusión que permite la tecnología. Tanto en su entorno como en otros ajenos a ella, se da cuenta de que hay mujeres que llegan a su asociación con la idea firme de que ya no van a mutilar a sus hijas. Y es que, cuando tienen toda la información psicológica, sexual y sanitaria, suelen decidir por sí mismas que no quieren perpetuar la MGF. Otras, no obstante, creen que es parte de su identidad y cultura.

“Seguramente duró unos minutos, pero para mí fue una eternidad”

La infibulación, que aún se realiza en 28 países, es la mutilación más agresiva. Además de extirparle sin anestesia el clítoris y los labios mayores y menores, a Asha la cosieron a punta de aguja para reducir la abertura vaginal y solo dejar un pequeño orificio por el que expulsar orina y sangre menstrual. “No lloré”, recuerda, para añadir que solo emitió “gritos vacíos. Seguramente duró unos minutos, pero para mí fue una eternidad”. Después, pasó un mes atada, a la espera de que cicatrizara, prácticamente inmóvil. Si las heridas se abrían, tendrían que volver a cortar y coser. Con ese miedo en mente, el movimiento no se planteaba como una opción.

A partir de entonces, comenzaron las secuelas físicas y psicológicas que “no se superan nunca”. Orinar se convirtió en un arduo trabajo en el que invertir un tiempo desmesurado. Tener la regla, sobre todo la primera, se volvió un auténtico suplicio. En muchos casos, se producen infecciones periódicas, dolores crónicos o complicaciones en el parto que llevan a la muerte del bebé.

Al margen de la imagen que se tiene de la MGF, esta no es la norma por excelencia en el continente africano. Se realiza dentro de ciertas etnias concretas, con distintos matices que incluyen la extirpación total o parcial del clítoris, el corte parcial, completo o inexistente de los labios y coser o no. 

Con esas diferencias culturales, cuando Asha vio por primera vez, de forma consciente, la vulva de otras niñas en los vestuarios del colegio, no pudo evitar pensar: “cuántas cosas tienen”. Otros muchos pensamientos comenzaron a formar parte de su cotidianidad, hasta el punto de que se convirtieron en inseguridades, dudas y traumas que nunca la han abandonado.  

Después, vino el matrimonio con un hombre al que no conocía. Pagaron por ella una dote, aunque tiene claro que, más que un casamiento, fue una venta. En la noche de bodas, mientras su familia bailaba y celebraba fuera, él trató de penetrarla, pero no pudo. Estaba cosida, reservada para la primera noche con su marido, en la que Asha comprendió a las “niñas locas” que se suicidaban justo después.

Previendo las costuras, su nuevo marido había traído a una mujer, con tijeras en mano, para cortarlas. Acto seguido, sin dejar tiempo para que sus heridas sanasen, la violó.

Para una niña que no comprendía lo que hay detrás de esa tradición, el camino que comenzó en dolor y miedo se tradujo en odio. Durante un tiempo, Asha reconoce que odió a su madre. Pero con el paso del tiempo, logró perdonarla. Y ella, a modo de disculpa, también habla con otras mujeres para tratar de evitar la MGF. 

En cierto momento, Asha comprendió que “ninguna madre quiere hacer daño a su hija. Lo hacen porque es su deber, lo que se espera de ellas, y no quieren que sus hijas sean excluidas”. Es más, si no las mutilan, en muchos casos, no pueden casarlas. En ocasiones, esta es la única salida a la pobreza familiar; en otras, ser esposa y madre es el fin último de la mujer. A menudo, ambos motivos de fusionan. Sea como fuere, el resultado es la sumisión de la mujer, arrebatándole el placer sexual y haciéndola pertenencia exclusivamente de su futuro marido. 

Por eso Asha le da tanta importancia a la información médica, sexual y psicológica. Conociendo el trasfondo y los riesgos, la decisión lógica es erradicar esta práctica. Desde su asociación, no pretenden obligar ni coaccionar a nadie para ello. “Lo prohibido nos gusta”, aclara, razón por la que considera que las leyes prohibitivas, sin el respaldo de la educación, no han funcionado en los países en que se han establecido. 

De hecho, se han saldado con más niñas muertas por hacerlo desde la clandestinidad. Las identifica como “niñas fantasma” porque no hay estudios ni investigaciones que arrojen una cifra sobre cuántas son “porque no interesa”.

El hecho de que, a pesar de las muertes y restricciones, la MGF se perpetúe tiene que ver con que no existen campañas educativas e informativas. “Algo relacionado con la mujer no interesa tanto. Si fuera un problema de hombres, ya se hubiera acabado”, argumenta afligida, pero no resignada. 

Al final, el trabajo de concienciar, ante la inacción gubernamental, queda relegado a las pequeñas ONG. “No debería ser así, no es nuestro trabajo, sino de las instituciones públicas. Los gobiernos tienen que involucrarse a nivel mundial. Que empiecen a hablar de la vulva, no solo porque sea una parte reproductiva de la mujer que está hecha para hacer bebés, sino como una parte saludable de su cuerpo que necesita estar ahí”, recalca.

2 millones de casos adicionales por la pandemia

A este respecto, los objetivos de desarrollo sostenible para la Agenda 2030 se propusieron erradicar para ese año la MGF. Asha lo tiene claro: “Es un falso objetivo. Está bien ponérselo, pero la mentalidad y la cultura no son como apagar y encender la luz”. 

Es más, la COVID-19 está causando estragos en los avances respecto a la MGF. Unicef prevé que podría haber 2 millones de niñas mutiladas en la próxima década como consecuencia de la pandemia, sin contar aquellas que lo ya serían normalmente. Uno de los motivos que lo explica es el empobrecimiento de las familias por la falta de actividad económica. 

Asha también relata otros motivos, como que “en Kenia cerraron los colegios todo el año y las niñas estaban en casa. Aprovecharon ese tiempo para mutilarlas. Ha sido una catástrofe en relación a la mujer”, y no solo por la mutilación, sino porque “también el número de violaciones subió. Han vuelto al colegio este año un montón de niñas de 12, 13, 14 años embarazadas”.

A pesar de todo, y en vista de que poco a poco la situación evoluciona en positivo, Asha está convencida de que “tomará su tiempo, pero llegaremos a llamar historia a la MGF. Será algo que pasaba y que ya habremos superado. Nuestra lucha será otra, pero no esa”. Declarándose “positiva, pero no loca”, continuará persiguiendo el objetivo de que, al igual que sus nietas, el resto de niñas del mundo conozcan la MGF solo como algo que les pasó a sus abuelas hace mucho tiempo.

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