Rebaños de cabras asilvestradas ponen en peligro las repoblaciones forestales de uno de los barrancos más emblemáticos de Gran Canaria

El Barranco de Guayedra desde La Era, en la divisoria de este espacio y el Valle de Agaete.

José J. Jiménez

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Cinco años de trabajo en serio riesgo. La pandemia del COVID 19 también ha dejado una factura importante en el barranco de Guayedra, emblemático enclave aborigen de Gran Canaria. La ausencia de personas ha envalentonado a los rebaños de cabras asilvestradas que medran a sus anchas en el noroeste insular y han bajado más de lo acostumbrado. Unos dos centenares de caprinos se han instalado en la zona alta del barranco dañando un tercio de las plántulas de bosque termófilo que se han plantado como parte de un ambicioso plan de reforestación. La intromisión de estos animales, advierten, dificulta la restauración medioambiental de una zona en la que se está logrando, hasta el momento, una altísima tasa de éxito. Es una discusión vieja y agria. Por un lado, los técnicos de Medio Ambiente que insisten en la necesidad de eliminar el problema mediante batidas. En el otro lado del tablero están los activistas que defienden métodos que no impliquen la muerte de los animales ni apañadas que suponen, a su juicio, “un sufrimiento innecesario”. El debate es intenso y alcanza cotas de altísima agresividad en las redes sociales. En la mayoría de las veces sin tener en cuenta la opinión de la comunidad científica, que apuesta sin medias tintas por la eliminación de los animales.

“La única solución posible es la erradicación de las cabras”, señala Manuel Amador, director insular de Medioambiente del Cabildo de Gran Canaria. El técnico insular apunta que este extremo es “una obligación” recogida en las legislaciones europea, nacional y canaria y que la presión de la opinión pública ha sido la que ha llevado a las autoridades a optar por “la captura del animal vivo”. “Esto es más costoso y mucho menos efectivo”, se lamenta. “Está claro que hay que gestionar las poblaciones de cabras para proteger esa flora”, coincide Iris Sánchez, portavoz del Partido Animalista contra el Maltrato Animal (Pacma) en Canarias. “Hay que intentar llegar a un equilibrio pero siempre defendiendo y reconociendo el derecho de los animales a su integridad y al derecho de vivir en libertad”, discrepa. Las posturas se acercan en el análisis del problema, pero chocan en cuanto a las soluciones.

Según el biólogo Gustavo Viera con este problema partimos de un error de contexto: “Hay un argumento muy utilizado en este tema y es que esos animales siempre han estado ahí. Y eso no es cierto. Hasta los años 50 la ganadería y la agricultura eran las principales vías de sustento en la isla y ningún ganadero permitía que sus animales se le escaparan y estuvieran libremente por el campo”. Viera ha sido responsable técnico de la empresa pública Gesplan en varios programas Life en la isla y conoce el tema a la perfección. “Este hecho se ha producido después del cambio socioeconómico que se ha producido en la isla y a través de sueltas accidentales e intencionales”, añade. El impacto de estas cabras silvestres, sentencia con rotundidad, es doble. Por un lado impiden la progresión de los ecosistemas originales. “Un ejemplo son los bosques termófilos o de pinares que se encuentran en la zona de Guayedra. Si observamos las paredes acantiladas de esta área vamos a encontrarnos con muchos árboles de los ecosistemas y hábitats que de forma natural se desarrollarían en el lugar pero que no pueden salir de esas zonas de defensa porque estos animales acaban con las plántulas accesibles”. Pero también son agentes que facilitan la expansión de especies invasoras y oportunistas que aprovechan los cambios en las condiciones ambientales. “Las cabras lo que están haciendo es alterar y degradar el territorio. Estos animales se suelen asentar de forma sedentaria en lugares durante mucho tiempo y su pisoteo también genera esas alteraciones en el suelo que favorecen la expansión del rabo de gato. Si tú eso lo eliminas vas a ir consiguiendo el efecto contrario”, comenta Viera.

Hasta los cocoones…

Subimos desde la GC-200 hacia los altos de Guayedra por una angosta y complicada pista de tierra que gana altura con rapidez. Los derrubios de los impresionantes riscos de Tamadaba han creado un contrafuerte de laderas muy fértiles que, desde tiempos anteriores a la conquista se dedicaron al cultivo de cereales. Era de Berbique; Era de Guayedra; La Era... Los topónimos son testigos de ese pasado agrícola aún cercano en el tiempo. Tierras ricas que son ideales para devolver el bosque a su lugar tras siglos de explotación cerealística y décadas, las más recientes, de abandono. Durante los últimos cinco años se han empezado los trabajos de restauración medioambiental en doce hectáreas (localizadas en Lomo del Manco, Barranco Castellano, La Era y Guayedra Alta) con tasas de supervivencia que se sitúan entre el 70 y el 80%. Todo un éxito. Hasta el momento se han plantado unas 4.800 plántulas (con una densidad de 400 por hectárea) a través del esfuerzo privado y la colaboración de voluntarios. El verde oscuro de las pequeñas sabinas que ya empiezan a lucir a un par de palmos del suelo, contrasta con el pajizo amarillento que domina el paisaje. Esos pequeños árboles que apenas levantan veinte centímetros son una invitación al optimismo. Vuelven a estar en lugares de los que faltaban desde mucho antes de la conquista y serán el refugio y el sustento de la fauna que sí debe estar ahí.

Almácigos, sabinas, lentiscos, acebuches, dragos y cedros, entre otras especies típicas del bosque termófilo, empiezan a despuntar sobre sus mallas protectoras augurando un futuro verde en zonas tomadas por el terrible rabo de gato. El trabajo se complementa con hasta cuatro aportes de agua de refuerzo anual desde mediados de la primavera y hasta que arranca la temporada de lluvias. Cada riego supone la inversión de unos 1.800 euros. Sólo en el acondicionamiento de pistas para poder acometer las repoblaciones se han gastado más de 200.000. Si todo va bien, en unos 20 años esta zona será un bosque consolidado y con el porte adecuado para empezar a ser un ecosistema que funcione por sí mismo. Eso si lo permiten las cabras. En la zona más alta su presencia se ha incrementado en los últimos dos años y los destrozos empiezan a ser evidentes y preocupantes. Un 30% de los pequeños árboles plantados han sufrido daños o, simplemente, han desaparecido. Un enorme agujero marca el lugar dónde hasta hace algunas semanas había una sabina que se había plantado mediante el método cocoon (un macetón biodegradable elaborado con fibra vegetal que protege la planta y almacena agua para garantizar su viabilidad sin necesidad de riegos). No quedaba rastro del artefacto. Las cabras también se lo comieron.

Según indica Manuel Amador, director insular de Medio Ambiente, los censos anuales asientan que en la isla hay unas 600 cabras asilvestradas. Cifras que para Javier López, director del Parque Natural de Tamadaba, se quedan cortas por la dificultad de seguir y observar a estos animales. “Deben haber más de mil”, afirma mientras caminamos entre los protectores que guardan como tesoros pequeñas sabinas y acebuches. Muchos de ellos muestran roturas; otros, sencillamente han desaparecido. “Mira éste”, dice. De un tronco delgado y retorcido surge un muñón verde aún húmedo. “Las cabras arrancan los protectores y literalmente se chupan el árbol de abajo a arriba. Cuando no pueden con la malla se van comiendo los brotes que sobresalen y no permiten que la planta se desarrolle con normalidad. He visto pinos hasta con catorce ramificaciones por culpa de las cabras. Esto una tragedia; la gente tiene que entenderlo”. Si se le pregunta por la solución lo tiene claro: “Hay que seguir con la política que está siguiendo el Cabildo a través de apañadas puntuales, pero hay que intentar acabar con ellas. No queda otra. Con las apañadas apenas cogemos unas cuantas”. La situación en los andenes que conducen a los altos de Tamadaba es aún más delicada. En los riscos del noroeste de Gran Canaria se refugia buena parte de los endemismos insulares. “Las cabras no sólo se comen esas plantas que están en riesgo de extinción; también pisotean la escasa tierra de los andenes y la compactan comprometiendo el desarrollo futuro de las especies vegetales. Allí dentro de un par de años no va a poder crecer nada”, advierte.

“Las cabras son el principal hándicap para la recuperación de los ecosistemas en la isla de Gran Canaria”, añade con rotundidad Gustavo Viera. El biólogo de Gesplan pone como ejemplo a la Jarilla de Inagua, una especie vegetal que a punto estuvo de desaparecer hace apenas una década. “Antes de actuar la población se reducía a once individuos refugiados en una pequeña repisa de un acantilado. Toda aquella plántula que nacía fuera de ahí era rápidamente comida por las cabras”, recuerda Viera. El vallado de un solo andén de las alturas de Inagua para impedir el paso a los herbívoros obró un verdadero milagro: “en apenas dos años pasamos de once individuos a más de cuatrocientos. Los resultados son inmediatos. La naturaleza sabe hacer eso mucho mejor que nosotros y quitando a esos animales se va a producir una recuperación rápida y sin costes.”, pronostica. Pero hay que actuar ya porque, a su juicio, estamos en una carrera en la que se lucha segundo a segundo. “Tenemos una buena parte de la isla que tiene un suelo degradado y descubierto por los efectos de estos animales. Y cada vez que hay lluvias torrenciales vamos perdiendo capas fértiles y productivas. Y esto no es una cuestión que se recupere de una forma inmediata. Un suelo tarda milenios en formarse y siglos en recuperarse”. No queda apenas tiempo. Es ya o ya.

La dificultad de encontrar un consenso

En octubre de 2020, Pacma presentó ante las autoridades insulares un documento en el que se planteaban una serie de medidas para evitar la eliminación física de las cabras y las apañadas ya que consideran a esta especie “parte del patrimonio natural de las islas” por lo que “deberían ser fauna objeto de protección por parte de la Administración, lo cual dista mucho de las acciones que se están llevando a cabo”. Según Iris Sánchez, el problema de las cabras asilvestradas es el resultado de la “actuación de ganaderos irresponsables que han soltado ahí sus ganados” y de “la falta de gestión efectiva de los espacios naturales por parte de las administraciones”. “Es injusto que sean ellas, que no son culpables de estar ahí, las que paguen con su vida”, expone. “Hemos sido nosotros los que hemos generado el problema hay que buscar actuaciones que protejan esas especies vegetales y las repoblaciones forestales respetando a las cabras. Arrebatarles la libertad o matarlas no pueden ser las opciones”. Entre las medidas propuestas por los animalistas destacan la vacunación immunocontraceptiva, que causa esterilidad temporal y ha sido probada con éxito en el control de jabalíes en Canatulña; la protección de las reforestaciones con vallas de metal galvanizado; plantar en la zona especies repelentes como la cayena o el traslado de los animales a zonas amplias y valladas para evitar su diseminación por la isla. Las apañadas, aseguran, no son una opción respetuosa. “Este sistema lleva también al mismo objetivo que es la muerte del animal a través de su aprovechamiento cárnico. Pero también el proceso no se sostiene desde un punto de vista ético. A las cabras se las persigue con perros; muchas caen por el risco y el mismo proceso de captura y transporte en vehículos les supone estrés que en muchas ocasiones termina con la muerte del animal debido a infartos. Los animales son sometidos a un gran sufrimiento al verse perseguidos y acorralados”, señala la portavoz de los animalistas.

Las apañadas no son efectivas. En eso también coinciden los técnicos de Medio Ambiente del Cabildo aunque por otras razones. Desde el Gobierno insular se pone el acento en la escasa efectividad de las mismas y los problemas de seguridad que generan para los operarios y voluntarios que participan en las persecuciones. En un artículo de opinión publicado por Canarias Ahora el 18 de abril de 2016, el presidente insular Antonio Morales reconocía que “se llegaron a realizar 20 apañadas y en total solo se recogieron 40 animales”. La vacunación, en terrenos de tan difícil acceso sería, aseguran los técnicos, tan poco efectiva como las apañadas y el uso de protectores de metal para evitar la depredación de herbívoros, añaden, incrementarían en un rango de ocho a diez euros por planta el presupuesto de las repoblaciones. Sólo en Guayedra, dónde se han plantado unos 4.800 ejemplares, el costo sería de entre 38.400 y 48.000 euros. Aún así, Javier López, durante la visita al lugar, indicó la necesidad de subir protectores metálicos hasta los altos de Guayedra para impedir más destrozos y proteger los árboles que ya empiezan a tener un porte importante.

Se opte por lo que se opte, la solución acarrea polémicas y debates subidos de tono que llegan, según el director del Parque Natural de Tamadaba, “al acoso y las faltas de respeto muy subidas de tono en las redes sociales”. “Hay que explicarle a la población lo que supone la presión del ganado sobre la flora endémica. Esto no es pastoreo tradicional; es un ganado que está silvestre y campa a sus anchas. Un ganado que se reproduce y cada vez produce más daño. Podemos perder un patrimonio natural único y precioso y dañar a la fauna que depende de la buena salud medioambiental de la isla”, insiste Javier López. Para Manuel Amador, la educación medioambiental también es clave para afrontar un debate que en otras islas oceánicas del mundo ya está ampliamente superado. “Estamos viviendo en una sociedad urbanita en la que los animales cada vez tienen mayor protagonismo. Está claro que a nadie le gusta matar a un animal; a nosotros tampoco. Pero las carnicerías están llenas de vacas, terneros y corderitos recién nacidos. Para temas de alimentación no cuesta tanto en tenderlo, pero cuando es para tratar de evitar la extinción de especies vegetales únicas en el mundo parece que cuesta más”, explica el director insular de Medio Ambiente.

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