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La tahona del Bosco

La tahona del Bosco.

Leandro Betancor Fajardo

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Algo deteriorado por los muchos años de oscuridad pero ahí estaba. Volvió a la luz de entre los “trastos” que guardamos en un almacén donde llevamos años depositando todo de lo que no queremos desprendernos pero al mismo tiempo queremos perder de vista. Es la consigna del “por si acaso un día…” o, como diría Ítalo Calvino, “Si una noche de invierno un viajero”…

Fui a ese almacén buscando otra cosa, como el que va a Ikea a por una espumadera y sale con una vajilla, dos toallas y una lámpara de pie de Oportunidades que te estaba mirando desde el fondo. Al verme de frente con “El Jardín de Las Delicias” me di de bruces con toda la fantasía, onirismo y delirio que esta pintura despertaba en mí cuando, contando escasos 5 o 6 años, me quedaba horas mirándolo como quien sucumbe al mejor de los viajes lisérgicos.

Colgaba de una pared en la alcoba de mis padres. Cada vez que me escabullía en aquella cama lo miraba ensimismado. Lo lógico hubiera sido cerrar los ojos fuertemente para evitar el registro de todas esas criaturas fantásticas, mutiladas, híbridas, animales sobredimensionados, inquietantes, terribles, preciosos... preciosas. 

Pero en mí encontraron un aliado. Quedaba hipnotizado por formas y colores, por las figuras y las bestias, por todas las extrañas estructuras que cobijaban a algunos personajes. A muchos les puse nombre, a veces de pila, a veces relacionado con lo que hacían en el cuadro, a veces motes. Pero uno en particular llamaba mi atención, el único personaje vestido dentro de tanta desnudez, con cara de ser lo que está siendo y por eso lo bauticé como “el chivato”.

Es San Juan Bautista, en la esquina inferior derecha del panel central, y está señalando a Eva, una muestra más de la misoginia cristiana que señala a la mujer como origen de todos los males de la humanidad, según los santos evangelios que tiene bemoles que se llamen así y culpen a Eva en el capítulo primero. 

Ese panel central ocupó toda mi atención durante años. De pequeño siempre ignoré, a pesar de que mi madre me contó la historia de lo que el Bosco quiso representar, los paneles laterales, los de la creación y el infierno, salvo una vez que quise, sin éxito, limpiar la oscuridad de ese infierno negro con un bote de Pronto para los muebles, confiando devolverle así el mismo brillo de la mesa por la que surfeaba la señora del anuncio, “tú pasa el pronto y yo el paño”. Sólo conseguí un alarido de mi madre, de esos que dejan asomar la campanilla antes de colocar la lengua para la primera vocal.

Años después de dejar de mirar aquel tríptico de la alcoba de mis padres fui al Museo del Prado a encontrarme de frente con el original. Menos el tacto el resto de los sentidos estaban en trance, mirando, escuchando, paladeando y oliendo todo lo que aquel cuadro ofrecía. Contemplándolo por primera vez recordé hasta la bicicleta que tenía en aquellos años, el verde brillante de los perros de Santa Ana, el olor de aquellas sábanas de mis padres, el Libro gordo de Petete, las milojas de Parrilla... viajé en el tiempo al tiempo en el que descubrí los secretos del Jardín de las Delicias. Y de repente, un fuerte olor a pedo casi hizo llorar a los presentes. Alrededor del cuadro nos miramos unos a otros con evidente gesto de asco como si todos fuéramos inocentes, buscando una mirada recogida, esquiva, culpable… pero ahí estaba el chivato en su esquina para señalarnos que, una vez más, había sido Eva. 

No puedo evitar reírme cada vez que paso por delante del cuadro y siempre pego mi nariz a esa esquina y aspiro fuertemente, como el que pasa por delante de una panadería a las 6 de la mañana.

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