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Amanecer desbocado

Indra Kishinchand López

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Hoy escribo con la luz de sol rozando mis miedos y siento que ya soy igual. Siempre me enfrento a las palabras al calor de la noche y ahora, sin embargo, tú; el reflejo del día asomando por mi ventana y deslumbrándome hasta oscurecerme la pluma y las ganas. Porque son las ganas las que durante este tiempo han decrecido hasta desaparecer, las que se han convertido en la pereza de descubrir que se puede ser en otros.

Aunque sea en las sombras, nunca sé con exactitud cuál es el momento clave para componer la vida. Llevo horas pensando que la inspiración no llegaría a tiempo, que esta vez me quedaría sin decir que me ahoga el invierno que se acerca, que me arrepiento de lo que (no) hice, que quiero tener días de 25 horas, y más sin son como aquellas 25 horas en las que fui feliz. Y ahora, aquí está, pavoneándose entre cada letra para hacer que esos instantes parezcan casi una mentira del destino y de las musas.

Que el círculo no se podía parar y que había sido una ingenua por haber creado y creído. Crear dolor y creer en arte. Crear arte y creer en el dolor.

Me hubiera gustado decirle a alguien exactamente eso; lo que me contó la fecha del amanecer y explicarle que (nunca) era demasiado tarde para partir. Yo estaba harta de cobardes que disimulaban para no tener que enfrentarse a sí mismos, que no eran capaces de mirarse a un espejo pero que miraban en los de otros con la certeza de que no se equivocaban. No supe qué hacer con esa rabia y tuve que destilarla hasta transformarla en sangre en forma de tinta. Sigo pensando que quien se pone excusas a su existencia es porque no tiene la valentía de decirse la verdad. Si algo me ha enseñado el periodismo más puro es, precisamente, que hay que perseguir el mito con las mismas ansias con las que se derrumba al silencio; porque a veces se consigue y te enorgulleces de no haberte rendido como siempre.

Esa es una de las cosas que me enseñó el periodismo, pero también me explicó que incluso las palabras a veces se quedan a medio camino. Al fin y al cabo estas no son más que mundos desgranando a otros mundos y todos sabemos que no es fácil encerrarlos en caracteres sin alma. Él me advirtió además que si quería dedicarme al oficio de vivir no podía abstenerme como un niño que se resiste a tomar una decisión.

La pregunta era demasiado fácil como para tener respuesta correcta: ¿contarlo o no contarlo? Si hacíamos caso a Camus, que decía que “contar mal las cosas es incrementar las desgracias del mundo”, era aún más complicado elegir una opción. Pero para mí siempre estuvo claro, había que contarlo bien; y así nadie podría decir que se habían desgastado las promesas y las ganas.

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