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Carta a M (II)

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Indra Kishinchand López

Ayer me respondió M. Mi temor se hizo realidad en la primera línea. “No entiendo tu carta”, decía. “Ignoro qué necesidad tienes de contar tus dudas a un desconocido”, continuaba.

Yo tampoco era capaz de comprenderlo. Sentí el ridículo de un verso mal escrito y todo el peso del mar sobre mi cuerpo. De nuevo, me había equivocado. Pero aquella vez, más que en cualquier otro tiempo.

“Sin embargo, querida Y, hay algo que me gustaría confesarte”, proseguía M. Volvió la calma, la respiración ininterrumpida, el temblor distante. M reconoció que, al leer aquellas palabras, él también sintió el deseo de contarme quién era. “Imposible hacerlo en tan solo unas líneas”, admitió, “pero tengo ganas y tiempo, y, en esta situación, puede que eso sea lo único que merezca la pena”.

Ganas y tiempo; palabras. M me dedicó más de lo que esperaba recibir y me contó que había vuelto de viaje hace unos días. Llevaba varios meses fuera de Madrid y mi carta había sido casi como un recibimiento. No dijo dónde había estado. Aquel lugar era para él aún inexplicable e impronunciable. Tampoco me dio detalles de qué había estado haciendo, pero me narró su angustia a orillas de un océano.

Sentí la confianza en su expresión. Escribía con bolígrafo negro, casi gris por el desgaste. Su letra era minúscula, como si quisiera esconderse tras el papel. Sus líneas se tumbaban hacia la derecha y daba la sensación de que estaban en picado como lo estaba su vida a la vuelta de un periplo cualquiera. El folio estaba amarillento y supuse que lo había rescatado de las ruinas a su regreso.

En la cuarta hoja, M maldijo la diferencia como excusa para cualquier guerra y la violencia utilizada como método de defensa ante el miedo. Se lamentó de quienes viven al amparo de la superioridad moral otorgada por un trozo de tierra y se arrepintió de lo que, hasta ahora, había sido su indiferencia. Me habló de la última vez que había llorado. De sus lágrimas rodeado de doscientos desconocidos a cero grados en el desierto, de su último cartón de tabaco, de la última vez que montó en autobús.

Físicamente, M había vuelto a Madrid, pero nadie sabe bien lo que significa ese hecho hasta que no navega hasta la pobreza. Ahora tenía que acostumbrarse, de nuevo, a lo que era su hogar hace 274 días. Ahora viajaba en metro en hora punta y buscaba un bar cada noche donde le sirvieran una jarra de cerveza barata. Ahora se sentaba en esas barras en solitario con la certeza de que no estaba en ningún lugar.

“No sé si darte las gracias o renegar de mis palabras”, puntualizó M. “Este folio es el único ser con el que he hablado en horas y tengo la sensación de sentirte más cerca que a mí mismo. Espero que podamos perder las ganas juntos de nuevo. Un abrazo, Y”. Y se fue la calma, la respiración ininterrumpida, el temblor distante.

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