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Las dudas

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Indra Kishinchand López

Llegué al hotel después de dar siete vueltas a la misma ciudad en el único taxi que había encontrado. Me subí al asiento de atrás convencida de que solo tardaría unos minutos. A la tercera vuelta le pedí al taxista que parara un momento y me senté a su lado.

Él me habló de la mujer que tuvo lejos hace años mientras su hijo nacía en España. Me contó lo que era la culpa; la manera en la que se le enraizó en la conciencia, el modo en que lo despertaba cada noche. Yo le dije que había quedado con un desconocido en el hotel al que me llevaba y me contestó: “No intente hacer creer que nunca la ha querido nadie”. No supe qué responderle, pero deseaba asegurarle que esa era la verdad aunque él no me creyera.

Me dejó en la puerta y me preparé para dormir con un extraño. Quería quedarme en el coche el resto de la madrugada descubriendo cada calle; todas ellas serían la excusa para pagar mis deudas. Cada rincón sería el alivio temporal en el que quedarme a vivir mientras me repetía que al fin y al cabo querer no era tan fácil. Por eso era que yo desquería cada fin de semana con el corazón en la mano y se lo tiraba a la cara a todos los que pretendían hacerme creer que aquella sería la última vez. Como si yo no supiera ya que el tiempo es el único amigo del dolor y la costumbre un papel quemado por sus bordes en el que aún queda intacto un pedacito de esperanza.

Subí a la suite de aquel hotel pensando si recordaría su nombre al ver su rostro, imaginando que huía nada más entrar en el único cuarto de la octava planta. Nos habíamos encontrado en otra ciudad y habíamos compartido unas horas de vida y las lágrimas propias del vacío que dejan las copas una noche cualquiera. Ahora que ya no estábamos en tierra de nadie, no sabía si debía abandonar mi plan de almas vacías. No le pedí que se quedara porque no era mi propósito convertirme en una de esas mujeres que no se conforma con la ausencia; ya lo fui hace algún tiempo y ahora sobrevuelo los restos de mis botellas rotas con los ojos cerrados y a sabiendas de que no actuaré como se espera. Ya no.

Antes de irme, dejé mi nombre grabado en la pared con las cenizas que encontré al despertarme; así todos sabrían que allí alguien sobrevivió a la catástrofe de la cobardía, al temor de una existencia plagada de un perdón que tenía que repetirse en todos los amaneceres. Antes de marcharme pregunté en silencio a todos los muebles de la estancia si serían capaces de guardarme el secreto al menos veinte años. Durante ese periodo me daría tiempo a cambiar lo suficiente como para atreverme a confesar que no necesitaba a nadie más.

Salí del 275 y paré al mismo taxista que me había dejado en la entrada. “Te creo”, me dijo. “Pero igual que se va la culpa, desaparece la suerte”. Y me llevó sin preguntar a dónde.

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