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Tenerife II: la cárcel de todos, las penas de pocos

Acceso principal a la prisión de Tenerife.

Román Rodríguez Curbelo

Santa Cruz de Tenerife —

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Desde los edificios de entrada del centro penitenciario de Santa Cruz de Tenerife II se ve el mar. Aparcamientos amarillos, techos rojos, bancos blancos, setos enormes, una fuente, una señal de taxi. A la cárcel la rodean las dos lenguas del barranco de Marreros. Una pasarela transparente salva una de ellas y une el centro de módulos con la entrada. El día en que lo iban a soltar, un preso se paró un momento a medio puente, soltó las bolsas negras de basura repletas con sus pertenencias y, sin prisas, señaló el fondo de la cárcel y soltó: “Espera, quiero respirar este aire. Este aire ya es distinto al de ahí detrás”.

La prisión parece tan acogedora que cuando la construían a finales de la década de los ochenta hubo turistas interesados en comprar lo que creían que eran viviendas de una urbanización con aires de aldea, de jardines boscosos y amplios espacios. Visualmente no aplasta. Tiene muchos lugares abiertos y mucho cielo. Uno puede contemplar las montañas del entorno y una franja de océano, y casi invita a caminar pese al rigor de los inviernos y a los vientos del verano.

Tenerife II abrió sus rejas al público en 1989 tras un acuerdo entre cuatro administraciones públicas distintas gobernadas por un mismo partido político que tuvo mucho de casualidad afortunada. Entonces no había concertinas sobre los muros que dividían los nueve módulos, y los presos saltaban de uno a otro para visitar colegas que echaban de menos, como en un campamento. Luego hubo años de hacinamiento a comienzos del nuevo siglo, cuando el centro contó 1.400 presos y un solo psicólogo.

Aquel desborde humano pareció aliviarse cuando las cubiertas de los techos rojos salieron volando la madrugada del 29 de noviembre de 2005. La tormenta tropical Delta cruzó el archipiélago dejando un mar de destrozos. Antonio Rodríguez, funcionario de prisiones, lamenta que tardaran meses en arreglar el desaguisado. Infla el pecho: “el relevo de personal no falló aquella noche. Hubo gente que se jugó el tipo. Después de aquello nos felicitaron por nuestra profesionalidad”. A partir de aquello disminuyó la cantidad de personas recluidas.

Pero todavía conviven 963 reclusos en las 771 celdas de Tenerife II. Sus instalaciones han envejecido mal y sus calabozos, de seis metros cuadrados, acogen a parejas de internos que duermen en literas y comparten un aseo diminuto.

El Estado inauguró en 2011 el centro penitenciario Las Palmas II: 28 edificios nuevos y modernos, 1.008 celdas residenciales de 13 metros cuadrados cada una, capacidad real y efectiva para 2.200 almas, trazado de carácter urbano, diseño vanguardista, todo hermosura. Siete años después, Las Palmas II alberga a tan solo 800 internos y la falta de trabajadores ha provocado que aún tenga módulos muertos de risa, sin inquilinos, y que los fines de semana disponga de un único médico que aguarda novedades desde su casa.

Hoy trabajan en Tenerife II algo más de 300 funcionarios, 6 psicólogos, 11 educadores, 6 médicos, 3 capellanes. Hace treinta años daba trabajo a más de 400 funcionarios. Pero no se cubren las bajas. Ni en Tenerife II ni en ninguna cárcel del resto de España: faltan 3.500 funcionarios en las 84 prisiones estatales que dependen de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias; 48 en Tenerife. Antonio avisa: “no somos de los peores centros”.

Octubre de 2018: comienzan las primeras huelgas de personal de prisiones desde que España es demócrata. Seis jornadas en todo el país secundadas por nueve de cada diez trabajadores, según los sindicatos, porque también nueve de cada diez agresiones a personal de la Administración General del Estado las cobran ellos. El pasado 19 de julio, de hecho, uno de los internos le clavó un cuchillo a un funcionario en el departamento de enfermería.

Los funcionarios de prisiones entienden que el protocolo específico de actuación frente a las agresiones en los centros penitenciarios (PEAFA) las aborda como un problema de seguridad y no desde un punto de visto preventivo. Da por hecho que va a haber agresiones, que es parte del trabajo, que viene con el sueldo, dicen.

Las plantillas envejecen. Los últimos guardianes tampoco reciben la formación necesaria para afrontar el aumento terrible de las enfermedades mentales en los internos y del consumo espantoso de sustancias psicotrópicas.

Rutinas

Rutinas Lunes, miércoles y viernes: medicaciones para quien las requiera. Cada uno gestiona sus dosis. Los fines de semana se hacen largos, más aún si el lunes es festivo, y la clausura del espacio tienta a despistes, amenazas, ventas o incluso trueques por móviles o paquetes de tabaco. En circunstancias extremas, el recluso enfermo toma de una vez la prescripción facultativa y suceden sobredosis y muertes.

Los presos hablan. En verano del 2018 presentaron al Diputado del Común un escrito de queja en el que solicitaban una investigación profunda sobre el número de fallecidos, el traslado de enfermos mentales y terminales a centros especializados, la libertad condicional de septuagenarios, y la aplicación ecuánime del reglamento penitenciario por parte de la Junta de Tratamientos, Equipos Técnicos y Dirección del centro.  

Además, coinciden en que la pena privativa de libertad está enfocada al mero castigo, afeando así su positivo principio constitucional de reeducación y reinserción social. Es más: en cada celda cabe todavía un timbre para avisar a un funcionario en caso de urgencia, pero los tapan a consciencia por temor a represalias. “Mejor estar muerto cuando los funcionarios lleguen. Te golpean por haberlos tocado, aunque estés gravemente enfermo. Igual si uno muere será por una sobredosis”.

Drogas. “¡Ajá!”, exclama Antonio. Sonrisa triste, gesto afligido. Que cómo entran, já. Familiares en vis a vis, reclusos vueltos de permisos, dos o tres funcionarios corruptos en treinta años. Dobladillos en bordes de pantalones, bolsillos secretos cosidos al tejido, espacios en suelas de zapatos, objetos cubiertos por condones “empetados” por el culo. Abre los ojos: “hay móviles del tamaño de un pulgar”. Y palomas amaestradas que aterrizan en los patios con gramos en sus patas. Nada es impermeable. Nadie está seguro, al final es como en la calle; nadie sabe nada, todos niegan todo, ¿quién sabe...?

Domingo Marrero, sacerdote y capellán, es una especie de figura neutra dentro de los módulos, se siente respetado y querido, lo llaman “padre” y le piden de todo: ropa interior, televisores, papeles, sellos, libros, tornillitos de gafas, matrículas universitarias. Una vez un preso enorme y cuadrado y peludo y tatuado de arriba abajo, vestido con un traje estampado en flores, le pidió las Sagradas Escrituras. Él solo tenía a mano una versión coqueta del Nuevo Testamento, pero aquel fue taxativo: quería el Antiguo Testamento, al dios que castigaba, perseguía, asesinaba e insultaba. Al final lo consiguió. Rondan muchas Biblias por las cárceles, el papel fino de sus hojas parece inventado para liarse unos canutos, cuenta Domingo. Rondan muchas Biblias sin su libro del Génesis.

Galopa el tiempo en los módulos. Se toca diana a las 7:45; a las ocho, apertura de celdas y recuento; cierre de celdas y desayuno. A la una de la tarde se reparte el almuerzo, a las dos, otro recuento. Poco más hasta la noche.

Tanta rutina cruda despoja a esos hombres y mujeres de preocupaciones y quehaceres que hasta entonces rellenaban sus vidas. Chocan contra todo el tiempo del mundo para sentirse y comprobarse impotentes, vulnerables y pequeños bajo los escasos márgenes de libertad que concede el ritmo carcelario. La cárcel achica los dominios, como el párkinson. Y aunque Domingo Marrero reconoce que pocos reclusos participan del sacramento de la confesión, suelta un guiño serio: “Muchas veces aflora una religiosidad que quizá no tienes en la vida cotidiana”. Porque Domingo ofrece respuestas además de calzoncillos.

Todo nuestro juicio, asegura, es incapaz de llegar a lo más escondido del ser humano, de precisar cuándo una persona está preparada para regresar a la gente o cuándo volverá a fallar. Quienes parecen carne de reingreso, sorprenden. Fracasan quienes aprueban toda fase. “No nos fallan. Se fallan a ellos mismos”.

Tipos normales arriba

Tipos normales arribaEn la cárcel se deterioran las identidades de esos individuos que, en general, pierden su libertad poco a poco y por infinitos motivos antes de caer tristes en prisión. Domingo ha llorado junto a muchos. Ha empatizado ante asuntos muy íntimos, frente a historias nunca antes desveladas que guardará bajo llave hasta el fin de sus días. Son tipos normales, gente corriente, algo débiles, medio desbordados por la vida y sin puntos cardinales. Y en la calle casi nada está a favor de quien vuelve al aire fresco.

Casi nada. A un joven valenciano llamado Ángel le amputaron una pierna cuando le restaban pocos días de sentencia, y el hospital, ágil, le dio el alta un día antes de que la cumpliese. Horas después se encontraba en la calle con los puntos de la operación aún frescos. Al día siguiente se presentó en la casa de acogida doña Leonor, una anciana de ochenta años muy menudita que venía a cuidar a su hijo cojo. Domingo achina los ojos, medio sonriente. “Un segundo problema”, había pensado. Al contrario: la anciana derrochó tanta energía doméstica y se desvivió por todos los presentes con tal fervor que se impuso por las bravas como matriarca absoluta.

Doña Leonor alquiló luego un piso cerca del hospital donde su hijo soportaría la rehabilitación. Tras unos cuantos meses, un infarto súbito acabó con la vida de Ángel durante una sesión. Doña Leonor regresó a Valencia. Dos o tres años después, cuando Domingo ofrecía misa en su parroquia, vio de pasada la pequeña silueta de doña Leonor al fondo de la iglesia. La mujer volvía para saldar el adelanto con que la ayudaron en el alquiler del piso. Doscientos euros. Él no dio crédito. Ella jamás volvió.

Muertes: “¡buf!”, exclama Domingo. Se inclina en la silla, sacude los brazos, vibran sus labios. Habla del silencio convertido en otro preso tras la muerte de un compañero. De más silencio por pasillos y pabellones, de la quietud molesta en rincones hasta entonces bulliciosos. De confrontar a un cuerpo inerte una mañana. Del último joven que se arrojó al vacío desde el vértice de un tejado después del almuerzo, frente al resto. De la intimidad en las celdas que invita a cortarse por todos lados, barrigas, muñecas, muslos. De lo habitual de las lesiones, de ese tipo de soledad no escrita. Domingo, cansado: “Formas extremas de gritar que ahí están y que no pueden más”.

Son tipos normales, gente corriente. Se prestan cafés y cigarros y tarjetas de móvil para llamar a seres queridos; bañan con sus manos y trasladan a hombros a quienes por edad o enfermedad se les hace todo cuesta arriba, y asisten de inmediato a quienes sufren infartos o mareos. Charlan sobre lo loco que está el tiempo. Y cuando viejos compañeros se encuentran en libertad, lejos ya de Tenerife II, se refieren a ella como “arriba”, en una jerga indescifrable que oídos ajenos confundirán con asuntos celestiales. Domingo: “Y ahí están. Hay personas. Son nuestros. La cárcel es nuestra”.

Eso dice todo aquel vinculado al presidio: es de todos. Pero Tenerife II corona de este a oeste al Camino del Medio, una carretera vecinal que cruza a lo largo de cinco kilómetros las medianías húmedas que en Canarias anuncian al Teide. Al este, y a poco más de un kilómetro de prisión, aparece El Hotelito, un armatroste amarillo chillón, antigua residencia de ancianos, que funciona ahora como club de alterne donde unas cuarenta mujeres soportan a puteros todos los días del año. Otra vez al este, y a poco más de dos kilómetros, casi 75.000 metros cuadrados de tierra fértil para el cultivo de papas amparan a cerca de 6.000 nichos.

Sobre tierras y lápidas: Rafael fue un marino conejero que, según él mismo decía, penó un montón de años en la cárcel por un delito muy gordo y muy feo. Un día, fuera. Llegó a la casa de acogida para presos sin techo y no quiso irse de ella durante meses. Domingo creía de corazón que podía reiniciar otra vida en su isla de antaño. Nunca hizo caso. Dicen que una mañana voló hasta Lanzarote, se acercó a un cementerio, buscó entre tumbas y le dejó un ramo de flores a la madre, cuya muerte sorprendió a Rafael arriba. Regresó a Tenerife aquel mismo día. Finalmente cedió a una independencia a medias y vivió de alquiler en un piso justo al lado de la casa de acogida. Fumador incorregible, crió un cáncer y murió.

Para Antonio Rodríguez, las casualidades espaciales del Camino del Medio responden a la tendencia social de apartar lo marginal; será de todos, pero lejos. Cementerios, cárceles, clubes de putas: ¡libertades de otros!

Hace muchos años, uno de los reclusos más ancianos del centro hacía las veces de jardinero con las plantas y las flores. El hombre contaba que su único objetivo cuando alcanzase de nuevo la libertad era caminar, caminar, caminar y caminar hasta encontrar una piedra desprevenida en la que sentarse a fumar un cigarrillo. Y nada más. Nadie sabe qué hizo cuando lo plantaron en la entrada junto a sus bolsas negras de basura.

Si hubiera comenzado una ruta hacia el oeste, el viejo jardinero habría llegado a un bosque de pinos canarios y eucaliptos: el Monte de La Esperanza.

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