Que Pepa Luzardo tiene el cerebro político de un mosquito lo saben hasta los que un día la hicieron alcaldesa. Los mismos que, cuatro años después, se echaron las manos a la cabeza y contribuyeron a cambiar su mayoría absoluta por la de Jerónimo Saavedra. Su ligereza de cascos la ha conducido en infinidad de ocasiones a colosales meteduras de pata y a protagonizar situaciones muy propias de cualquier capítulo de Benny Hill, pero en versión casposa y mucho más perjudicial para el interés público. Sus críticas al actual grupo de gobierno se diluyen como un azucarillo a poco se depositan en el café con leche de su gestión, por llamar a aquello de alguna manera. Pero no conforme con sus propias meteduras de pata, con sus escenas de figurante de tercera, ahora le ha dado por perseguir a aquellos que considera traidores creyéndose una suerte de Sissi emperatriz desposeída provisionalmente de la diadema que un día, en un acto de justicia universal, le será devuelta a su privilegiada testa.