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Pobre clase media o balada patética de la educación concertada

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La clase media siempre ha sido un freno para cualquier cambio social significativo. Digamos, por simplificar al extremo decenas de ensayos y estudios al respecto, que la clase media es el gran invento de la clase alta: el día que el dueño de la fábrica se fue a su casa de campo y dejó a un pinche gerente al frente de la explotación de los obreros supuso el inicio de la “rebelión de las élites” y el nacimiento de una clase de capataces.

Así, lo que quedó en medio del abismo industrial fue la clase media: una especie de tótem del desarrollismo occidental que supone el muro de contención de cualquier tentación por subvertir el orden injusto en el que habitamos. Lo es porque la clase media cree tener algo (de hecho tiene más que las mayorías) y la defensa de ese “algo” y la aspiración a tener más y a transitar hacia su propia “casa de campo” hace que se comporte de manera irracional, agresiva y educadamente violenta. La clase media aparenta moderación, centralidad política y modales, pero esconde una terrible rabia por no ser élite y un miedo cerval a caer en la pobreza. Algunos de sus miembros trabajan como bestias solo para no perder su posición de apariencias en esta economía-mundo que los necesita para salvaguardar a las clases altas verdaderas.

Veamos algunos de sus comportamientos irracionales: unos cuantos clasemedianeros se suben un domingo a su coche, justo después de salir de misa, cargados de banderas españolas (esta parte da para análisis psiquiátrico) para molestar el descanso del resto de ciudadanos en defensa de la “libertad educativa”. Es como si una manifestación de pirómanos reclamara la conservación de los encinares del Monte Buciero. Dejando de lado las mentiras infantiles de la derecha española al respecto de la nueva e insuficiente reforma educativa (ya saben: el fin del idioma castellano, la inducción al aborto de bebés que puedan nacer con disfuncionalidades, la limitación de la libertad educativa…), lo que defienden los clasemedianeros en sus coches (que lo de caminar es muy cansado y no es tan cool como el running o el spinning) es su libertad a seguir diferenciándose del resto de sus vecinos. Y es una defensa, además de falaz, interpuesta: en realidad están defendiendo los privilegios de la iglesia católica y de los grupos privados de educación, que llevan chupando del bote desde que en 1985 un presidente (supuestamente) socialista pusiera una alfombra roja al vergonzoso sistema de educación dual de clase que tiene España y que financiamos entre todos.

Se suponía, en 1985, que el modelo era temporal, mientras se construían los centros públicos que cubrieran las plazas de la educación obligatoria, pero a nadie le interesó que las cosas cambiaran. La educación pública se convirtió en el “grifo de agua” del que beben aquellos que no tienen dinero para comprar agua embotellada o una jarra de esas que la purifica. Mientras la iglesia y sus congregaciones veían garantizado el negocio y, ante todo, la capacidad de influir en miles de niños y niñas con gastos pagados con nuestros impuestos, cierta clase media del autodenominado progresismo español se lanzó a construir colegios concertados experimentales, una especie de apartheid modernillo y experimental. Es decir, que con dinero público se ha financiado al tiempo la caspa y el hipsterismo educativo, mientras la educación pública gestionaba a unas mayorías conformadas por las familias más pobres, más excluidas y, por suerte, por las que siguen creyendo y apostando por el sistema público.

En Cantabria hemos tenido que ver como la ley nos obliga a pagarle al Opus la educación segregada por sexos, nos aguatamos decenas de centros de educación gestionados por religiosos donde se cobran tasas ocultas por el desgaste de las canchas y que, por bajas que sean, generan discriminación, debemos tolerar que en un estado laico la religión pese igual que las matemáticas, y que se utilice ideológicamente a niños, niñas y adolescentes de manera lamentable para defender en fotos, manifestaciones o concentraciones una idea de España, de la Educación o de la vida en sociedad que atenta contra los principios de igualdad, diversidad, convivencia e, incluso, racionalidad.

La ruta debería partir de una educación pública gratuita y de calidad en centros de titularidad pública y, si tanto lo necesitan estas clases privilegiadas, una educación privada para quien quiera y pueda pagársela fiscalizada en contenidos y calidad

¿Por qué protesta entonces esta buena gente? Pues contra la insoportable sensación de perder sus privilegios (unos reales, otros muchos, imaginarios, parte de la ficción de clase connatural a la suya). Llevar a los hijos a los Agustinos o a los Escolapios mola en unas redes sociales clasemedianeras que se alimentan de las apariencias y hacerse preguntas no parece una actitud imprescindible cuando lo que se quiere es posturear. No es cierto que todos los colegios concertados sean de clase alta. Los de clase alta, que los tenemos, forman a las élites, las ponen en contacto y generan una especie de alianza de por vida entre los que han compartido aula, capilla y bandera española. Los colegios privados concertados (que jamás debería hacerse la elipsis política funcional a sus intereses) son imprescindibles para la reproducción de la clase media y alta tanto dentro de las aulas, como fuera, donde padres y madres coinciden en los partidos del sábado, las catequesis varias o los cumpleaños de las futuras criaturas destinadas a triunfar.

Los concertados de clase baja, que los hay, cultivan la sumisión, la religiosidad y al resignación con el destino asignado a los hijos de los pobres. Son los cutre concertados, con menos medios y menos glamour. Por eso, la obsesión de padres y madres de clase media por la “libertad de elección”; es decir, por la “libertad de separación”.

Lo razonable desde una lógica de conciliación de la vida laboral y familiar, de la ecología y de la eficiencia es que la plaza escolar (pública o privada concertada) sea asignada por domicilio, pero intuyo que eso no va a ocurrir. La nueva ley educativa es menos elitista y cenutria que la anterior pero no aborda ninguna de las verdaderas desigualdades y deficiencias del sistema educativo. No se plantean currículums pensados para el aprendizaje crítico de la ciudadanía, sino que se mantiene la lógica instrumental-laboral de la educación; no se reduce la ratio antipedagógica de las aulas; no se da un impulso definitivo a la educación pública; tampoco, por mucho que pataleen, se sientan las bases para acabar con la educación privada concertada.

La ruta, sin romper con el sistema, debería partir de una educación pública gratuita y de calidad que ocurra solo en centros de titularidad pública y, si tanto lo necesitan estas clases privilegiadas, una educación privada para quien quiera y pueda pagársela limitada en cantidad de alumnos y fiscalizada en cuanto a contenidos y calidad.

Si la mayoría del país no bebe agua del grifo, la calidad de la misma se deteriora porque no hay una exigibilidad efectiva por parte de la población con capacidad de influir. Lo mismo ocurre con la educación. Mientras, tendremos que aguantar la patética pataleta de padres y madres de la privada concertada y soportar el uso ideológico de sus hijos en manifestaciones patronales.

La clase media siempre ha sido un freno para cualquier cambio social significativo. Digamos, por simplificar al extremo decenas de ensayos y estudios al respecto, que la clase media es el gran invento de la clase alta: el día que el dueño de la fábrica se fue a su casa de campo y dejó a un pinche gerente al frente de la explotación de los obreros supuso el inicio de la “rebelión de las élites” y el nacimiento de una clase de capataces.

Así, lo que quedó en medio del abismo industrial fue la clase media: una especie de tótem del desarrollismo occidental que supone el muro de contención de cualquier tentación por subvertir el orden injusto en el que habitamos. Lo es porque la clase media cree tener algo (de hecho tiene más que las mayorías) y la defensa de ese “algo” y la aspiración a tener más y a transitar hacia su propia “casa de campo” hace que se comporte de manera irracional, agresiva y educadamente violenta. La clase media aparenta moderación, centralidad política y modales, pero esconde una terrible rabia por no ser élite y un miedo cerval a caer en la pobreza. Algunos de sus miembros trabajan como bestias solo para no perder su posición de apariencias en esta economía-mundo que los necesita para salvaguardar a las clases altas verdaderas.