Reportaje

Santander, memoria de una ciudad eternamente literaria

Diego Cobo

Santander —
19 de abril de 2025 22:33 h

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A Santander se llega en verso. Pedro Salinas mojó su inspiración en el mar para arder en los versos de La voz a ti debida, aunque también se compartió entre los sobrios mensajes a su esposa y las fervientes y alborotadas cartas a su amante desde “el Palacio de la Alegría”, como Katherine Whitmore llamaba al Palacio de La Magdalena. El gran poeta del amor, ese que anhelaba “disponer libremente de los elementos del mundo” a su antojo para mimar a su amada, al que el amor elevó (“mi ser es más alto”), el que creía que su destino era estar siempre dando las gracias a su enamorada estadounidense, el que se despertaba a altas horas de la madrugada y, asustado, se preguntaba si ella le querría aún, el que escribía el nombre de Katherine en la playa, donde jugaba a las palas, y, en fin, aquel que en el tren de vuelta a Madrid escribió que ella latía en él “con todo el fuego de la vida”, escribió algunos de los versos más apasionados del último siglo desde Santander.

En la inauguración de la Universidad Internacional de Verano de Santander en agosto de 1933 hubo poetas, ministros, historiadores, profesores y un “contingente de señoritas alumnas y alumnos santanderinos que estudian en las Universidades de Madrid, Salamanca, Zaragoza y Valladolid”, según el periódico El Cantábrico. Salinas fue su primer secretario, y a pesar de que el trabajo lo absorbía, aquel intenso cansancio académico le descansaba de sus labores en Madrid: “Me canso de otro modo”. Entre los profesores de los cursos estaban primeras espadas del verso, como Jorge Guillén o Dámaso Alonso, que llegó a Santander con la dificultad de encontrar alojamiento. No se acordaba muy bien de la ciudad, pero quería alojarse en un lugar colmado de paz y cerca de la biblioteca. “¿Hay mucha distancia al Sardinero?”, le preguntaba al amigo que le ayudó a encontrar posada a él y a su madre.

En su casi siglo de historia, en las aulas y tribunas de la hoy conocida como Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP) han dejado su impronta, y a veces sus versos, un sinfín de escritores de toda condición: José Ortega y Gasset, Rafael Alberti, Miguel de Unamuno, Octavio Paz, Jorge Luis Borges o José Saramago. El filósofo salmantino, por ejemplo, pasó diez días en La Magdalena durante el verano de 1934, donde encaramado sobre el oleaje, le brotaron versos de resonancias místicas que sus amigos editaron en Cuaderno de La Magdalena, como aquellos dedicados al Sardinero: “Respira el solano aporte/ de halagos claros de oriente…”. O la despedida a La Magdalena: “Adiós, adiós, Magdalena/ junto a la mar, siempre niña/ que aunque a las veces nos riña/ riña es de madre, serena”.

En esta península que había recostado sueños de reyes y pesadillas de represaliados está atornillada la estela de Federico García Lorca. El poeta granadino había venido a Cantabria por primera vez el año anterior a la inauguración de la universidad, como recogía un anuncio de la última página de La Voz de Cantabria: “El día 15 llegará a Santander La Barraca, que, como saben nuestros lectores, recorre, subvencionada por el Estado, los caminos de España en popular cruzada de cultura”. Pero el cielo del imprevisible verano norteño se derrumbó y el grupo de teatro de Lorca no pudo actuar en aquella cita programada en Santillana del Mar. Lorca se tuvo que conformar con visitar Altamira y calentarse alrededor del fuego y la conversación. Los tres años siguientes, sin embargo, la compañía regresó para actuar en Las Caballerizas de la Universidad con Entremeses, de Cervantes, Fuenteovejuna, de Lope de Vega, La vida es un sueño, de Calderón o El Burlador de Sevilla, de Tirso de Molina ante audiencias que alcanzaban los 2.000 espectadores.

En su primer verano en Santander, en 1933, La Barraca actuaría cuatro tardes, aunque finalmente se suspendió una de ellas debido al retraso por el accidente que la compañía había sufrido en la carretera. Los jóvenes recibieron el ataque del público y algunos periódicos, y el alcalde de la ciudad tuvo que salir a dar explicaciones en la prensa, mientras que El Cantábrico les excusó explicando que no eran una empresa; también alegó que las relaciones entre el Ayuntamiento y La Barraca eran artísticas y culturales, pero no industriales. “Ni existía contrato, sino un simple convenio, avalado por la caballerosidad de los estudiantes”, añadía una nota que subrayaba que el Consistorio había pagado los gastos de alojamiento de los “comediantes que han resucitado el vivir trashumante de la vieja farándula española, por los cuatro días que habían de actuar”.

El éxito de La Barraca en Santander fue tal que otro periódico, La Voz de Cantabria, dijo que sus obras habían llegado incluso a quienes se habían acercado a ellas con prejuicios. Lorca, además, tuvo tiempo para fatigar el muelle de la ciudad en sus paseos en Santander, donde lloró la muerte del torero Ignacio Sánchez Mejías. El año siguiente, en el verano de 1935, en el Aula Magna de la universidad de verano, leyó las elegías (Llanto por Ignacio Sánchez Mejías) dedicadas a su amigo: “El otoño vendrá con caracolas,/ uva de niebla y montes agrupados,/ pero nadie querrá mirar tus ojos/ porque te has muerto para siempre”.

Una mezcla de procedencias

A La Magdalena solían venir amigos y conocidos para presentar sus respetos a la plétora de artistas, filósofos, escritores y poetas que desfilaban por los cursos de verano. José María de Cossío, cántabro de adopción, por ejemplo, era uno de ellos, e invitó a Lorca y su compañía de teatro a su casona de Tudanca. El grupo no actuó y, aparte de merendar, Cossío se tuvo que conformar con Lorca subido a un árbol desde el que vociferaba versos. Tanto Cossío como Gerardo Diego fueron profesores de La Magdalena. El poeta santanderino era amigo y “camarada” de Lorca, como escribió Lorca al “gran poeta” en la dedicatoria manuscrita del Romancero Gitano, así que en casa del santanderino alguna vez tocaron el piano y cantaron —Diego música clásica, Lorca folclore andaluz— con arrebatadora pasión.

Pero el encanto literario de Santander excede las verdes ondulaciones de La Magdalena, donde Manuel Azaña fue invitado a pasar la noche. El por entonces presidente del Consejo de Ministros se encontraba de viaje y era tarde, así que le propusieron dormir en la universidad, aunque él, temeroso, dijo que si se quedaba en “este maravilloso Santander” no sería capaz de irse. Además de sus escritores y poetas nativos, la ciudad ha sido un imán literario a lo largo del siglo XX. Son legión los artistas que han degustado y descrito paisajes elevados ya a imágenes celestiales. Los cafés Ancora o Boulevard eran centro de peregrinación, aunque las figuras locales han esculpido en letra muchos de esos escenarios traducidos en tinta. Gerardo Diego jamás se cansó de honrar su ciudad, a la que consagró tantos versos. A la bahía, a las playas, al mar, a Puertochico, a la niebla o al endémico viento sur: “La luz se cierne en mineralogías”. Pero también dedicó versos a escritores que han engrasado la memoria de Santander, como José de Ciria y Escalante, Concha Espina, José del Río ‘Pick’, Jesús Cancio o María Teresa de Huidobro, algunos de ellos con monumentos en la ciudad.

La amistad del poeta con Marcelino Menéndez Pelayo y su hermano también acabó en poemas. Porque sobre el escritor, intelectual y filólogo sentado en la silla “l” de la Real Academia Española y que llegaría a dirigir la Biblioteca Nacional, alguna vez giró toda la cultura santanderina. Murió joven, pero su legado quedó resguardado en su erudición y en la memoria de la Sociedad la Sociedad Menéndez Pelayo, que organizaba cursos antes del nacimiento de la universidad de verano. Allí se dejaban caer Dámaso Alonso, Gerardo Diego, José María de Cossío o el propio Federico García Lorca. En la puesta de largo de la sociedad en 1918, seis años después de la muerte de Menéndez Pelayo, su presidente dijo que la sociedad organizaría conferencias, cursillos, concursos y editarían “toda clase de publicaciones en consonancia con el objeto de la sociedad”, que era “promover, fomentar y auxiliar los trabajos literarios referentes al estudio bibibliográfico y crítico de don Marcelino Menéndez Pelayo y de sus obras y del estudio de la Historia y Literatura Española”.

Por esa misma época se fundó el Ateneo de Santander, que, a lo largo de las décadas, fue cambiando de ubicación y albergó conferencias de Miguel de Unamuno, Manuel Machado, Eugenio d’ Ors, Julián Marías o Blas de Otero un día primaveral de 1956, en el que el poeta hizo muchos —demasiados— silencios. Ya en los años sesenta, en su 50 aniversario, La Hoja del Lunes reseñó que el Ateneo iba a celebrar sus bodas de plata con un desfile de “hombres eminentes de las Letras, las Ciencias y la Artes, de toda España: filósofos, críticos, profesores, académicos”. Y eso, como continuaba la sección de don Siseando del periódico, “da un tono intelectual muy elevado a Santander, y de ello han tomado muy buena nota en Madrid y en provincias”. A ese “Ateneo de provincias” han seguido llegando escritores, respirando y exhalando una ciudad en cuyas calles hay recuerdos, a veces encriptados y otras descarnados. No todo el mundo sabe que el poeta León Felipe estudió el Bachillerato en Cantabria y llegó a abrir dos farmacias en Santander, la primera en la calle San Francisco y la segunda en la Plaza de la Esperanza, donde organizaba encuentros literarios con Gerardo Diego, Menéndez Pelayo o José del Río.

La misma ciudad que daría alas a un (futuro) poeta que lamentaba que, muerto ya don Quijote, todo el mundo estuviera cuerdo, “terrible, horriblemente cuerdo”, acabó en la cárcel en Santander por impago. Lo recordó en aquellos versos entresacados de Escuela: “Viví tres años en la cárcel…/ no como prisionero político,/ sino como delincuente vulgar...”. Hemingway también vagabundeó por Santander, a donde llegó procedente de La Habana en 1933, el mismo año que John Dos Passos se dejó ver en un viejo Fiat mientras recorría una porción de España junto a su mujer. Azorín, sin embargo, lo hizo en tren. Era agosto de 1904 y estaba conociendo balnearios del norte para escribir una serie de artículos. En aquel Veraneo sentimental visitó Santander después de beber agua en Solares y antes de descansar en Ontaneda, donde lo detuvieron al confundirle con un anarquista. “¿Dejaré yo pasar en silencio todos los incidentes y detalles de este lance?”, se preguntaba. Aunque el tren que lo llevaría por la noche hasta el balneario de Ontaneda se acercaba “fosco en la campiña fosca”, de Santander le fascinó todo. Y si en uno de sus artículos en el periódico España hurgaba en los detalles de la catedral, admiraba un rótulo en el que leyó ‘botica’ en lugar de ‘farmacia’ y le cautivó el faro de Mouro (“un diminuto diamante en la negrura”), en otro artículo desde El Sardinero se deshizo en adjetivos hacia un mar “glauco, negruzco, tranquilo, inmóvil” que “cobraba tonalidades de añil, de verde intenso y obscuro” y unas olas de “afilados lomos”.

El primer verano comenzaba bien. Azorín regresó a Cantabria el siguiente agosto y fue a Polanco a visitar a José María de Pereda. Pero al llegar a la casona y saber que el escritor cántabro estaba muy enfermo, no quiso molestarle. Pereda, sin embargo, le mandó a pasar y le confesó que le quedaba poca vida: “Yo estoy fuera del mundo”. Aquella visita al ‘universo Pereda’ le sirvió a Azorín para imaginar las novelas en las que el escritor había empapado su imaginación para tallar, palabras mediante, las bucólicas escenas que Azorín admiraba a su paso. “Pereda”, escribió Azorín en un artículo en el que describe el paisaje de maizales, huertas y prados verdes, “es un soberbio, poderoso dibujante de luz y sombras, a lo Rembrandt”.

Un retrato realista

Santander vierte mucho de su pretérito encanto en la figura de Pereda. A él hay dedicados jardines, un monumento, un paseo, un antiguo teatro ya demolido o una placa. Los episodios y lugares que pintó en Nubes de estío o Sotileza atraviesan el espíritu de la ciudad. En Sotileza, por ejemplo, enciende la luz de plazas, muelles, barrios, iglesias,  promontorios, islas de la bahía y, sobre todo, de la vida de los pescadores. La familia del escritor se había trasladado al cogollo histórico de Santander, no muy lejos del Poblado Pesquero de Sotileza, es decir, del Barrio Pesquero, cuando él era un niño. La novela, así, es un palpitante homenaje al barrio de pescadores, cuyas referencias, como en toda la ciudad, son constantes.

Pereda esparció sus palabras en novelas y artículos de costumbres publicados en La Abeja Montañesa desde que, en su primera contribución el 28 de febrero de 1858, publicara un poema: “El amor verdadero no reconoce límites ni obedece más que al corazón…”. Seis años después, recopiló algunos de los artículos y los publicó bajo el nombre de Escenas Montañesas, aunque todo ese amor acumulado a la tierruca y sus gentes no debió de permear del todo ciertos aspectos de su espíritu conservador, como la lengua. En su Informe sobre el dialecto montañés, enviado a la Real Academia Española en 1875, hizo un minucioso análisis del lenguaje de Cantabria. “Este pueblo no habla, sino que canta”, decía al inicio de un escrito a la comisión que rápidamente advertía: “De todas las de España que no tienen dialecto propio, y aun exceptuando entre las que le tienen, únicamente aquellas en las cuales se habla vascuence, la de Santander es, a no dudar, la que más desnaturaliza y afea el castellano en su lenguaje común”.

El rastro de Pereda, académico de la RAE cuyo ingreso descorchó con un discurso, claro, sobre las novelas regionales, fue inmenso. Uno de quienes lo absorbieron fue Benito Pérez Galdós, que atraído por las Escenas Montañesas comenzó a frecuentar Santander. Durante dos décadas, se alojó en posadas y habitaciones hasta adquirir y levantar su templo en la Avenida de la Reina Victoria. San Quintín fue su refugio, el templo en el que recibía amigos cántabros, como Menéndez Pelayo, Amós de Escalante o Pereda, donde cuidaba de sus animales, escribía desde las cinco de la mañana y recibía a todo tipo de amigos y alguna amante, como Pardo Bazán. Gregorio Marañón, Pablo Iglesias o María Guerrero fueron algunos de los invitados del escritor canario cuyo amor por una porción de la tierra clavó aquí. Eso, al menos, es lo que expresó en un homenaje en el Gran Hotel Continental en 1893: “Nacido en otros climas, mi destino quiere hacerme montañés de corazón”.

En Cantabria escribió unas novelas y ambientó otras, como Gloria y Marianela, trabajó en los Episodios Nacionales y germinó Cuarenta leguas por Cantabria, la consecuencia de un viaje que había hecho con Pereda por el oeste de Cantabria. También publicó artículos en La Abeja Montañesa, al igual que su íntimo amigo Pereda, y fue recibido por Alfonso XIII en el Palacio de La Magdalena. También recibió críticas por su vida y obra. El periódico La Atalaya intentó desprestigiar a un progresista Galdós tras el homenaje que organizó El Atlántico en su casa. En un artículo formulado en torno a un diálogo entre una madre y su hija titulado La casa de Galdós, además de mencionar la presencia de una mascarilla de Voltaire, decía: “Y ese gran novelista que sabe pintar y bordar y hacer figuritas a navaja… ese hombre que tanto sabe, ¿será posible que no sepa rezar?”.

A aquel episodio le siguieron más ataques y defensas entre periódicos ideológicamente rivales, y eso enervó a algunos. “El gran campeón del catolicismo en España, el gran Menéndez Pelayo”, decía El Atlántico, que combate las tendencias filosóficas de Galdós, le enaltece como literato“. Años después, de hecho, la Iglesia descargaría contra él por su obra teatral Electra. La Atalaya se sumó de nuevo a la gresca: ”¡Qué cosas dicen los periódicos en honor de Galdós!, los gacetilleros de la revolución“. Esas posturas filosóficas fueron las que desencantaron a Antonio López, marqués de Comillas, que lo admiró hasta que Galdós se declaró republicano. Sus barcos de la Compañía Trasatlántica, que hasta entonces hacían sonar la bocina cuando entraban por la bocana del puerto, dejaron de saludarlo cuando pasaban frente a la casa, ya desaparecida, de vistas privilegiadas a los arenales de la bahía.

Y, siempre, poesía

Gerardo Diego se fue a dar clases “a muchas leguas de este Santander mío” y dejó un reguero de amigos y discípulos. Matilde Camus fue su alumna en el Instituto Santa Clara y el poeta se convirtió, desde entonces, en una especie de padrino que aplaudiría la obra de aquella chica embadurnada de olor a mar y tierra. Sus versos siempre llenaron libretas, pero tuvo que cumplir 40 años para publicar Voces, su primer libro de poemas. Camus no solo agitó la escena cultural de una ciudad encerrada en sí misma a pesar de los personajes que trajeron sus mareas con versos y vida abiertas. Presidió la sección de literatura del Ateneo, hurgó en la historia de Cantabria y recobró la memoria de sus gentes; una labor que se desparramó en decenas de libros (más de treinta solo de poesía) que enriquecen la memoria poética de Santander.

Algo más sutiles son las referencias de José Hierro a la ciudad de su infancia. Fue el gran discípulo de Gerardo Diego, y aunque su producción no fue tan vasta como la de Camus (tres décadas de silencio sucedieron al Libro de las alucinaciones), su electricidad existencial sacude la segunda mitad del siglo XX. El poeta, asiduo de La Magdalena, solía escribir en bares, nublado por cortinas de humo de tabaco y aroma a orujo ante la impasible mirada de los paisanos. Vivió en Madrid, pero vivió en Santander, la ciudad que llenó sus versos de sal y recuerdos y otoños y cielos grises y alegría. A Santander, sí, le debe sus recuerdos, sus palabras enredadas en el mar, la melodía de sus versos, las noches en el puerto o aquel “viento sur que aproxima los montes”. 

Si la vida de esta ciudad acorralada por el mar y una cadena montañosa mantiene su vieja cadencia, y siguen alzando el vuelo escritores, aves de paso o nativas semillas, su espíritu desafiará un molde provinciano a ratos resquebrajado. El pasado de Santander y sus héroes literarios lo reclaman y, quizás así, como en el poema de José Hierro tendido en la cama aquella tarde, la ciudad también vuelva a soñar.

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