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Vacaciones

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Hoteles donde se va a morir, el mar, un balcón al mar. La imagen es precisa, pacientes o huéspedes entrando por una puerta, un escenario en el que solo baila el aire con los pinos. Apenas hay palabras, solo un silencio roto por los golpes del mar. La marea sube y baja, la vida y la muerte representan la misma oscilación, se ajustan mecánicamente a la ley que nos atrae y nos repele. Parece un guion para una película en la que apenas hay diálogos -eran imprecisos, un coloquio banal entre el que ya no consigue defenderse del mundo y el mundo- representado en alguien que aparece y desaparece de la imagen. Ese es el espacio en el que entra la poesía.

Ella domina las escenas con la misma imprecisión que la realidad. Todo es real, incluso lo que no lo es. La muerte parece estar jugando a no ser, el espacio del mar se rebela impreciso, de hecho, casi nunca se ve, solo se oye esa respiración branquial y azul. El enfermo o el huésped está siempre frente a mí, y yo, por supuesto, le doy la espalda al mar. Me interesan sus ojos ya vacíos, fijos en el sol, la luz no parece hacerle daño, tanta claridad es un erizo clavado en su frente, el aire o brisa mueve ligeramente sus cabellos blancos. Un erizo con púas de oro.

La poesía está ahí, pero no se deja escribir, al menos yo no puedo, no consigo más que atrapar unas cuántas imágenes negras, como en el Four Darks in Red de Rothko de 1958. La Sinfonía Nº 6 de Gustav Mahler sale de una caracola gigante junto a una pista de tenis tomada por las malas hierbas y una piscina vacía. En el melancólico sonido de fondo una armonía alegre. Lo mejor de la música es lo que no se oye, el silencio abisal de dios. Él bebía un negroni, lo amargo protege del cielo, esa bebida le da al cuerpo una carga de luz, el destello de un ser perdido en sí mismo.

Pero eso no se deja escribir, casi nada se deja escribir. Solo ese hotel, justo allí donde acaba la idea del mundo, de un art nouveau ya desfasado, rodeado por un parterre futurista con fantasmas tomando el sol, pudo ser levantando en aquella playa durante los años de fiebre del siglo pasado. Ahora parecía un molusco gigante comiéndose a pacientes y huéspedes. Destinado a la ruina y al derribo. Ahora no habría obtenido los permisos necesarios para su remodelación. No diré el nombre del hotel, y ocultaré con una mano sobre el mapa el lugar donde lo levantó la ira azul del mundo. No quiero que nadie regrese a ese lugar. Se disolverá por sí mismo al final del verano.

Me aposté en la puerta como un portero de discoteca con un libro de Jakob van Hoddis sostenido en la cabeza, y no dejé de recitar en voz alta su poema Weltende, o Fin del mundo. Solo los que están muertos vienen a resucitar a este lugar. A la habitación azul la llaman el cielo, en ella se alojó un día de 1970 Gisèle Celan-Lestrange con su hijo Eric. Al hotel lo terminé llamando Coquille noire. En una postal dirigida a un amigo de Cáceres que escribe novelas de viajes, le dije que Coquille noire era lo único que había logrado escribir en muchos días.

Aquel nombre terminó significando de alguna manera poesía y salud. Más tarde le mandé un poema a H. [-Se mimetiza en la tierra lo que es del mismo color, un kilo de sombra pesa el cielo-]. Un lugar para curarse del mundo y no morir. Los pacientes y los huéspedes se reúnen en el mirador todas las tardes a contemplar la puesta de sol, aplauden en el momento que desaparece en las aguas y se emborrachan. Esa es la medicina prescrita por el doctor Augusto Ganivet. 

De espaldas al mar veía los ojos del anciano poeta Kurt Heynicke hundirse en el fango de su memoria. Su mirada ha ido quemándose, un vasto fuego le recorre el cuerpo y apaga la noche con negroni. Una película en la estela de la nouvelle vague, tan aburrida como los 400 golpes de Truffaut. Pero la poesía que estaba allí no se dejaba escribir, acaso porque vivía y estaba más viva que ellos, o porque salía pus de las palabras, de nuestras palabras que habían pretendido ser azules y seguir vivas en la muerte. Esos días en Coquille noire la indeterminación era la felicidad, cualquier cosa sin importancia nos devolvía la vida perdida. Tú dormías más que yo, pasabas muchas noches en vela, te costaba conciliar el sueño y echar de tu cabeza los pájaros y la luz fuerte del verano. Una vez te lo dijo P. y terminó escribiéndolo en un papel. Tu cabeza era un depósito de luz, una habitación encendida todo el día.

Jamás tuvimos un huerto. En un huerto nos habríamos desfondado, cansado lo suficiente como para dormir un poco mejor de noche. Bebíamos demasiado, nos gustaba beber de la misma copa la noche sin fin. Me quedaba mirando el mar más tiempo de lo aconsejable, esto también me sucedió cerca de las montañas. Frente a una montaña solía quedarme mucho tiempo contemplado el espacio sin fin. Las montañas están llenas de matices, innumerables pequeños accidentes y cosas con las que visualmente hablamos, a ellas se va a vivir, y aun así su silencio perimetral, acongojado, ese gran silencio manando de ellas, denso, azul, luminoso, más sus rostros, el perfil, su peso. La posibilidad de encontrar en el allí lo perdido, una senda o carretera que asciende hasta alguna plataforma, y la línea, segura, nítida, ya en altura, donde termina desapareciendo la vegetación, entonces la roca desnuda, el paisaje lunar, lleno de costras de un verde negruzco aparece como una mujer vestida solo de cintura para abajo. Mucho tiempo tumbado frente al mar nos aburría, los ojos enseguida comienzan a pestañear, a divagar siguiendo un barco, o ese punto invisible que jamás se mueve, y te atrapa llevándote de un lugar a otro.

Lo bueno de todo esto, y también lo malo, no deja de ser ese momento ya no causado por la imaginación, sino por la misma realidad que siempre se arremolina en torno a los ojos, entonces unas montañas emergen del mar. A ellas querrías llegar caminando sobre las aguas. Una vez se lo leí a Michel Houellebecq. Alguien a mitad de la década de 1990, sintió agudamente el surgimiento de una carencia monstruosa y general; como no fue capaz de dar cuenta con claridad del fenómeno, nos dejó algunos poemas en testimonio de su incompetencia. En Coquille noire dejé esto escrito en el libro de visitas [Negro el negro, dentro canta uno, él, ¿ella? apuntalamos con pinos secos el cielo, de espaldas se le ve alejándose hasta que solo queda el negro, la densidad azul de cada uno, cantaba un pizmon al sol, lo que se ve ya no se ve, como en nosotros el amor más allá de muerto] Cualquier viaje te deja huella, pero no siempre los viajes más largos, en los que más tiempo me ausenté de T. dejaron en mi las marcas más profundas, solo si fui capaz de ausentarme y de sentir la propia ausencia, la huella o marca llegó a ser más profunda.

Renuncié al avión, debía sentir la ausencia propia, el hueco que dejaba atrás. No iba a lugar concreto, y jamás llegaría a aquello que deseaba. Mis viajes no eran más que tránsitos, inercia, movimiento. Si me hubieran salido alas -la realidad guarda sorpresas aladas, momentos en los que sentimos que nos vamos a desprender de todo peso- habría intentado el goce de la imposibilidad, pero esas alas nunca salen más allá del puro lenguaje que nos habita, hasta hacer posible que acontezca casi todo menos lo que ya sabemos imposible. Nada por ti mismo puede conseguir que te eleves a un palmo del suelo manteniéndote a esa altura sin caer, al contrario, el peso de nuestras prótesis, y el denso cieno de nuestra edad nos afirma aún más sobre la tierra. Siempre fue más fácil caminar sobre las aguas.

Pasados algunos años el mejor viaje estaba por venir. Después de una larga caminata bajo el sol por la tierra natal sentí que al fin había llegado a uno de esos viejos páramos a la orilla de un río. Había visto a lo largo de mi vida sacar del agua a muchos ahogados, siempre en películas americanas. Solo una vez fue real, tenía ocho o nueve años, un día de julio de mucho calor, a unos kilómetros antes de que el Tiétar se entregue al Tajo, en un paraje llamado El Sifón de Dios. Ese momento gana a todos los momentos. El viejo instante aún no se ha revelado, la luz fuerte de aquel día cegó todos los fotogramas. Todavía no se ha podido revelar la revelación. Por eso aprendí a bucear.

Hoteles donde se va a morir, el mar, un balcón al mar. La imagen es precisa, pacientes o huéspedes entrando por una puerta, un escenario en el que solo baila el aire con los pinos. Apenas hay palabras, solo un silencio roto por los golpes del mar. La marea sube y baja, la vida y la muerte representan la misma oscilación, se ajustan mecánicamente a la ley que nos atrae y nos repele. Parece un guion para una película en la que apenas hay diálogos -eran imprecisos, un coloquio banal entre el que ya no consigue defenderse del mundo y el mundo- representado en alguien que aparece y desaparece de la imagen. Ese es el espacio en el que entra la poesía.

Ella domina las escenas con la misma imprecisión que la realidad. Todo es real, incluso lo que no lo es. La muerte parece estar jugando a no ser, el espacio del mar se rebela impreciso, de hecho, casi nunca se ve, solo se oye esa respiración branquial y azul. El enfermo o el huésped está siempre frente a mí, y yo, por supuesto, le doy la espalda al mar. Me interesan sus ojos ya vacíos, fijos en el sol, la luz no parece hacerle daño, tanta claridad es un erizo clavado en su frente, el aire o brisa mueve ligeramente sus cabellos blancos. Un erizo con púas de oro.