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Pau Rodríguez

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Si a Miquel y a Marta, dos veinteañeros barceloneses, les hubiesen preguntado hace tiempo qué imagen tenían de la escalada, hubiesen respondido algo así como una expedición de aventureros ascendiendo por una larga pared de piedra en medio del monte. “Sobre todo una actividad de riesgo, peligrosa, difícil”. Ambos coinciden en esa idea mientras se toman un descanso encima de la colchoneta, antes de volver a trepar por los coloridos relieves del rocódromo Sharma Climbing, ubicado en una nave industrial del barrio del Poblenou, en la capital catalana. 

La escalada, en pleno boom en España, remite hoy a muchos otros imaginarios. Es Alberto Ginés reptando hacia el oro olímpico de Tokyo en 6,42 segundos. Es el célebre Adam Ondra desafiando la gravedad en las rocas de Margalef, en Tarragona, avanzando en improbables movimientos que acumulan cientos de miles de visitas en Youtube. Pero también –y sobre todo– es la multitud de gente que se ha abonado a los rocódromos para practicar ejercicio y los que llenan el monte los fines de semana en busca de nuevas rutas. 

La escalada está viviendo una auténtica revolución y los pocos datos disponibles apuntan a que gana adeptos a carretadas. Solo en Catalunya, en diez años los rocódromos se han multiplicado de dos o tres a más de treinta, según la Federación de Entidades Excursionistas (FEEC). En este mismo período, los guías de escalada que se titulan en el Institut de la Pobla de Segur, en Lleida, se han triplicado. En tan solo cinco años, la empresa barcelonesa Gecko Walls ha instalado cerca de 400 pequeños rocódromos en escuelas, institutos y plazas de pueblos.

Las licencias federativas para deportes de montaña y escalada –que incluyen alpinismo, barranquismo o senderismo, entre otros– han pasado de 139.325 en 2010 a  248.983 en 2020, un aumento del 78%.

Las consecuencias de este éxito, que algunos ven como una moda y otros como un cambio de hábitos –parecido al trekking o a la bici–, trascienden lo deportivo. Tiene impacto sobre la salud, la economía y el medio ambiente.

Sobre lo primero, ninguno de los escaladores consultados tiene dudas: es una buena noticia. “Este deporte es muy completo: se adapta a todos los niveles, se enseña fácilmente a los pequeños, puede ser individual o colectivo, exige ser riguroso con el control de tu cuerpo, te ejercita y te permite estar en contacto con el medio ambiente”, enumera Mariona Orfila, profesora durante la última década en el Institut la Pobla de Segur (Lleida), referente en España para estudios reglados sobre deportes de montaña.

En lo económico, la escalada se ha convertido en un pujante negocio que da trabajo a miles de personas. En España, las tres principales empresas de rocódromos son Indorwall, Climbat y Sharma Climbing, y entre todas ellas –que funcionan con distintos modelos– disponen de 20 salas. Luego están los equipadores de estas instalaciones, los guías de montaña, las marcas de ropa y de material... En países donde esta práctica está mucho más arraigada, como en Estados Unidos –en nuestro país no hay datos– se estima que solamente el sector de la escalada indoor está valorado en 1.000 millones de dólares. 

Pero el gran reto que afronta la escalada tiene que ver con el medio ambiente. Históricamente, y también hoy, el escalador ha sido respetuoso con el entorno, pero la masificación de algunos sectores les ha obligado a hacerse una pregunta. ¿Habrá roca para todos?

La respuesta corta es que sí. “Existen infinitas piedras escalables y vías abiertas en ellas”, expresa Quim Hernández, veterano escalador y responsable de esta disciplina en la FEEC. Se parece más en este sentido a la bici de montaña, que cuenta con incontables caminos y pistas por los que rodar, que al alpinismo, que hace años que da severas muestras de colapso en algunos picos.

Pero la respuesta larga, sin embargo, es algo más compleja. En España hay sectores mundialmente conocidos para la escalada, muchos de ellos en parques naturales, y ello ha obligado a regular accesos para evitar un exceso de coches y de residuos. En Margalef, en el Parque Natural de la Sierra de Montsant, un estudio estimó que había recibido en 2019 unos 9.000 escaladores –25 al día de media– más de los que puede soportar por su capacidad.

El rocódromo, un fenómeno social

Antes de las 17.00 h de un día de principios de septiembre, una cincuentena de escaladores se distribuyen por los 1.400 metros cuadrados del rocódromo Sharma Climbing de la calle Marroc, Barcelona. A lo largo del día pasarán por las instalaciones unas 300 personas. La sala abrió en 2015, de la mano de Chris Sharma, escalador de talla internacional afincado en la ciudad.

Su mujer, Jimena Alarcón, CEO de la empresa, describe la evolución de estos locales en el último decenio: “Antes las salas eran oscuras, sucias, pequeñas, pensadas para escaladores fanáticos que las usaban para entrenar cuando no podían estar en la roca. Hoy en cambio están pensados para alguien que nunca ha escalado, además de un lugar en el que hacer vida y socializar”. 

El Sharma de Barcelona no son solo sus paredes de madera, con sus cientos de presas –los agarres– por los que trepan tanto expertos como novatos, cada uno por sus itinerarios marcados con distintos colores. Esa parte la ocupa casi en su totalidad la disciplina que se conoce como boulder, un tipo de escalada en bloques de máximo ocho metros –aquí son cinco– que permiten subir sin arneses ni cuerdas. La caída es corta y sobre colchoneta. Luego se vuelve a intentar. Y cada semana cambian de sitio las presas para generar nuevos retos a los usuarios.

Pero el rocódromo es ahora mucho más que eso. La sala de Sharma cuenta también con tienda, duchas, taquillas, cafetería, una sala de tecnificación, otra de yoga y una de fitness. Esta última es clave para hacer la competencia a los gimnasios. Tienen clases para niños y formación para adultos. El abono cuesta 65 euros al mes (en otros oscila entre 40 y 60). “La gente antes iba al gimnasio del DiR, se pegaba la paliza durante una hora y luego se volvía para casa. Ahora en los rocódromos comerciales haces escalada, puedes hacer algo de máquinas y además conoces a gente”, resume Quim Hernández.

Chloe y Aksel, de 24 y 25 años, respectivamente, dan fe de ello mientras toman algo en la cafetería. Se han conocido aquí. Ella es francesa y dice que se desplaza mucho por estudios. “Allí donde voy, lo primero que hago es buscar un rocódromo, porque me permite conocer a gente”. Él, que lleva dos años en la práctica, opina lo mismo. “A mí lo que me interesa sobre todo es la parte social. Entreno y me divierto. Aquí encontré mi compañero de piso”, dice. 

La mayoría de escaladores que llenan la nave industrial lo hacen en pequeños grupos y, aunque el ascenso es individual, se suelen comentar unos a otros las posturas. El de abajo guía al de arriba.

Una particularidad de Chloe y Aksel, que se repite mucho entre los aficionados al rocódromo, es que no son asiduos a la montaña. La escalada en interior y en exterior no son necesariamente vasos comunicantes. “La mayoría ni asoman la cabeza por lo que es la escalada clásica en roca”, constata Alarcón. 

Esta es una semana estresante y decisiva para ella, Chris y todo el equipo de Sharma, en total un centenar de empleados. El día 12 de septiembre van a celebrar la apertura de su esperado local en Gavà, cerca de Barcelona, un salto que tuvieron que aplazar por culpa de la pandemia. Se trata de la sala indoor más grande de España, que ha requerido una inversión de tres millones de euros. Un macrorocódromo de 4.300 metros cuadrados de muros escalables de hasta 20 metros de altura. 

Un negocio al alza

“Es obvio que el negocio va bien”, valora la máxima responsable de Sharma Climbing, que con el de Gavà contará con tres rocódromos en activo en España. En su caso siguen siendo una empresa de tamaño reducido en manos de unos pocos socios, pero no se cierran las puertas a cambiar de modelo.

Indorwall y Climbat funcionan con franquicias. La primera tiene once. La segunda, siete (dos en Francia). Todas ellas tienen su origen en escaladores que se lanzaron en su día al negocio de este deporte indoor. Lo mismo que ocurre con el importante ecosistema de pequeñas empresas que se dedican al sector.

En cuanto a Climbat, que lleva el mítico rocódromo barcelonés de la Foixarda, hoy es una filial del grupo Abeo, una multinacional francesa que cotiza en la Bolsa de París y que tiene presencia en 60 países con más de 1.000 empleados. Este holding del deporte y el ocio tiene en su cartera también a Entre-Prises, firma dedicada a la instalación de rocódromos –no a su gestión– y que ha montado más de 6.000 por todo el mundo. Es el mayor gigante de las equipaciones junto a Walltopia, una multinacional búlgara que precisamente hizo el diseño y construcción de la sala de Sharma. 

La industria de la escalada, como todo deporte que se convierte en multitudinario en el mundo, mueve importantes cifras de negocio y ha despertado el interés grupos inversores, quizás no todavía en España. Walltopia recibió recientemente una inyección de los fondos CEE Equity Partners y BlackPeak Capital. En Estados Unidos, donde la escalada está muy extendida y la practican 7,7 millones de personas, tres de las mayores firmas de rocódromos (Earth Treks, Planet Granite y Movement Climbing) se fusionaron en los últimos años, con la ayuda del fondo Tengram Capital Partners, para dar lugar al holding El Cap

Según el informe sobre escalada que hace cada tres años The American Alpine Club, en Estados Unidos hay 478 rocódromos que generan unos ingresos anuales de 870 millones en su conjunto. El año 2018 se vendió en norteamérica material por valor de 169 millones de dólares, un 25% del total solamente en pies de gato (los zapatos especiales para agarrarse a la roca).

Las cifras son voluminosas. De acuerdo con este estudio, en 2017 la escalada contribuyó en 12.000 millones a la economía americana, aunque el 87% es atribuible a los viajes. Por comparar, otro gigante del deporte exterior como la bici se situaba en 2019 en 65.000 millones de dólares y subiendo, según Fortune Business Insights

El monte y las regulaciones que vendrán

En el trasfondo de este auge, y sobre todo en la saturación de algunos espacios naturales, se esconde un fenómeno que resulta imperceptible a ojos de quien no conoce la escalada. Su despegue ha sido indisociable de su deportivización –apuntan todas las fuentes–, que ha vivido su culminación con su entrada en los Juegos Olímpicos. Hace cuarenta años, pero también hace veinte, quien llegaba a la escalada lo hacía casi seguro desde el alpinismo y el montañismo. Ahora ya no. 

A diferencia de la escalada clásica o de vía larga, que consiste en subir extensas paredes durante horas, la escalada deportiva, más parecida a la de rocódromo, no tiene como objetivo coronar ninguna aguja, ni acceder a ningún sitio, sino completar desafíos relativamente cerca del suelo. A nivel técnico, puede conllevar mucha más dificultad, puesto que los más expertos escogen inclinaciones durísimas, pero a la vez es mucho más accesible. “La escalada deportiva se hace en pared corta y esto se suele encontrar a pocos minutos de donde dejas el coche. No requiere cargar con 15 kilos de mochila durante horas”, describe el escalador Xavier Bo.

Margalef es una de las mecas mundiales de la escalada deportiva que hay en Catalunya, junto con Siurana u Oliana. El paisaje del Parque Natural de la Sierra de Montsant está plagado de cuevas, simas y barrancos que favorecen esta actividad que atrae cada año a más de 60.00 personas.

Al empezar a detectar la masificación, los gestores del parque encargaron un estudio al Institut Nacional d’Educació Física de Catalunya (INEFC). Estos indexaron todas las vías de la zona, en total 1.514, y calcularon su capacidad de carga. Para hacerlo, tuvieron en cuenta distintas variables –desde el clima o la dificultad de cada itinerario hasta las plazas de parking– y llegaron a la conclusión de que en 2019 escalaron en la zona 9.000 personas más de las que el parque puede asumir. 

Esto hizo que los responsables del Parque encargaran otro estudio de afluencias, esta vez en la zona de Siurana, al tiempo que comenzaron a preparar una regulación. Se plantean reordenar los flujos de escaladores, para que no vayan todos a los mismos sitios, así como aumentar la señalización, instalar un sistema de control de aforos o aumentar en determinados puntos las plazas de párking. 

Se trata de regulaciones que están proliferando en toda España. No nacen ahora, pero quizás la novedad es que cada vez vienen más motivadas por la saturación, mientras que antes las que se elaboraban –que no eran pocas– tenían que ver sobre todo con la protección de cierta flora o fauna. En especial la nidificación de aves rapaces. “El ecosistema rocoso en determinados puntos puede ser muy débil, sobre todo la flora rocosa que sobrevive con poca agua y sin tierra. Si el escalador la arranca o manipula para avanzar, esa especie se ve afectada”, razona Orfila. 

Hace más de una década, en 2008, vio la luz una de las primeras regulaciones en Catalunya que tenía que ver tanto con la protección de zonas delicadas como con la masificación. Fue en la montaña de Montserrat, destino preferente de los escaladores barceloneses por su cercanía a la ciudad y sus numerosas agujas. Un total de 3.645 de vías fueron inventariadas en la icónica sierra catalana. Nadie se había parado a contarlas hasta entonces. El Patronato de la montaña decretó primero una moratoria en la apertura de itinerarios y finalmente reguló el acceso en el 8,65% y lo prohibió directamente en el 1,1%. Pero se siguió permitiendo en el 90% restante. 

“Antes éramos muy pocos, nos conocíamos todos y el campo de juego era muy vasto. Ahora tenemos que regularlo”, opina Mariona Orfila. Lo mismo cree Xavier Bo, que argumenta además que si no se hace bien y a tiempo, el peligro es que los políticos de turno acaben directamente prohibiéndolo.

Ambos explican que la mayoría de países donde este es un deporte popular han avanzado en este sentido. En el Parque Natural de Yosemite, en Estados Unidos, tienen una pormenorizada normativa que obliga a los escaladores a cargar con sus heces hasta los puntos de depósito y les pide que se pregunten si es necesario abrir una nueva vía cada vez que quieran hacerlo (“¿esa ruta merece el daño que va a causar?”, les interpela el texto). 

Royal Robbins, pionero escalador norteamericano, dejó escrito sobre la normativa de Yosemite: “Somos muchos, y seremos muchos más [...] Si queremos preservar la belleza de este deporte, sus sutilezas, sus retos, debemos reconsiderar nuestro modelo de escalar; y si no vamos a mutilar ni a destruir las vías, debemos acabar con el uso indiscriminado de pitones y anclajes”. Eso lo dijo en 1977. 

Xavier Bo creó con varios colegas la asociación Roca Nua a raíz del debate que se generó en torno a la masificación de Montserrat. Su entidad promueve una escalada que no deje rastro sobre la roca. Los anclajes que usan nunca son fijos. El primero que sube es el que asegura la vía y los últimos, los que la limpian. “Somos una asociación ecologista y, tal como dice nuestro nombre [Roca desnuda, en castellano], defendemos dejar la roca tal como estaba. Para escalar no hay que adaptar la pared a nuestras necesidades”, argumenta.

“Si haces unos cuantos agujeros, no pasa nada. Pero si haces millones, entonces sí”, explica, y recuerda que esos clavos van supurando óxido con el tiempo. El inconveniente es que ese tipo de escalada requiere de una mayor formación y es un poco más arriesgada.

Deporte de niños y el oro de Ginés

Al día siguiente de que Alberto Ginés ganase el oro olímpico, tan solo un día después, en el Sharma Climbing ya aparecieron familias interesadas en la escalada. “Vinieron sobre todo porque sus hijos lo habían visto en la tele y querían probar. Te lo prometo”, asegura Miguel, el manager de la sala barcelonesa. 

Pocos dudaban hace unos años de que la inclusión de la escalada como deporte olímpico acabaría dando el empuje definitivo a esta práctica, pero la medalla de Ginés, ese joven y simpático extremeño, lo ha convertido en una especie de verdad compartida por todo el mundo. Especialmente en lo que respecta al interés que creen va a despertar entre los más pequeños. 

No será algo nuevo. Todas las salas de rocódromos tienen su sección de escuela infantil y estas coloridas paredes repletas de presas de agarre han proliferado en los últimos años también por las plazas de los pueblos, junto a toboganes y columpios, e incluso en las escuelas. Lo sabe bien Toni Zamora, fundador en 2016 de la empresa Gecko Walls, que ha instalado más de 300 en centros educativos. 

“Al principio no se fiaban, ni las escuelas ni los ayuntamientos lo veían muy claro, sobre todo por la responsabilidad que se podía derivar de alguna caída”, explica Zamora. Los murales que ellos montan son de poco más de dos metros y con un pavimento de seguridad. En su caso, aprovecharon la oleada de transformaciones de patios que se vive en Catalunya –más naturalización y menos pistas de fútbol– para convencer a la comunidad educativa de su producto.

“Las ganas de trepar son innatas en los niños”, observa. “Esto no es ni mucho menos una moda”, dice. “Cuando la gente comenzó a practicar pádel dijeron que durarían cuatro días y todavía se abren salas. Lo mismo con la bici”, argumenta. El tiempo –y las futuras regulaciones– lo dirán.