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La ciencia divertida

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Vuelvo a hojear aquellos libritos de física recreativa de Yakov Perelman, de exuberante carácter narrativo, cuajados de didácticas imágenes y editados en impecable castellano por la muy soviética editorial Mir de Moscú, y me asalta un particular sentimiento de pérdida. Sospecho que los experimentos básicos que allí se describen, ilustrados con ejemplos sacados de la vida cotidiana de principios del siglo XX, en los que se nos invitaba a jugar con tiras de papel, monedas, cucharas, alfileres o paraguas ya no emocionan a nadie. Imagino lo ingenuos y pueriles que deben de parecer a ojos de una generación que ha crecido rodeada de alta tecnología y se considera cientificista, aunque uno la percibe más bien como incauta y fantasiosa.

Desde que nos dedicamos a investigar lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, no utilizamos ya nuestros sentidos ni el lenguaje natural para descubrir y describir el mundo, sino, mayormente, esa especie de bastón de ciego que son las matemáticas. Nuestros cálculos nos permiten saber que existe una materia oscura, pero no nos posibilitan tocarla, hacen plausible la existencia de otros universos, pero no nos proporcionan el acceso a ellos. Nuestros sentidos, de ser las herramientas de nuestro conocimiento, han pasado a ser lo que lo limita, lo que nos impide ir más allá. Nuestro empeño actual está, precisamente, en romper los barrotes de esa jaula. Y es difícil no pensar en que nuestras expectativas conducen a la decepción. Por definición, en la práctica nunca podremos ir más allá de nuestros límites perceptivos, y lo que tendremos delante será un conjunto cada vez más inextricable de abstracciones.

Tal vez no sea casualidad que, a la vez que parece aumentar nuestro conocimiento sobre cómo funciona el mundo, estemos perdiendo el control sobre él. Utilizamos a diario sofisticados artilugios que surgen de ese conocimiento abstracto cuyo mecanismo intrínseco desconocemos. Sabemos dónde están los botones y las palancas, pero no sabemos cómo hacen lo que hacen. No lo saben ni siquiera buena parte de los que los construyen y los programan. Ya no son herramientas en el sentido original de la palabra, extensiones de nuestro organismo. No aumentan nuestras habilidades, las sustituyen. Los ordenadores y los coches autónomos —la palabra es bien explícita— no forman parte de nosotros, no nos sirven para acercarnos al mundo, al menos no como lo hacía la azada, la máquina de vapor o la estilográfica; más bien nos alejan de él. Ya no los manejamos nosotros, nos ponemos en sus manos. En nuestra vida cotidiana no nos servimos tanto de nuestros sentidos, nuestros instintos o nuestra inteligencia, como de un montón de misteriosos algoritmos almacenados en unos cacharros falsamente amables, íntimamente hostiles.

Antes la ciencia nos maravillaba. Ahora nos deja impasibles, salvo por las aplicaciones prácticas a que da lugar, que la suplantan y pierden su poder de seducción a la carrera, como cualquier otro objeto de consumo. La ciencia y sus venales derivados tecnológicos están cada vez más lejos de nuestras capacidades connaturales, y nos exigen poner en juego una fe que está en las antípodas de aquellas sensaciones iniciáticas. Nuestro conocimiento nos es cada vez más extraño, ya no nos procura aquella alegría asociada al descubrimiento de realidades visibles y palpables. La realidad que «descubre» la ciencia de un tiempo a esta parte es inquietantemente opaca, no nos divierte y no nos hace sentir más competentes, sino seres cada vez más torpes y limitados que van tirando bajo la sospecha abrumadora de que ya no son dueños de lo que ellos mismos han creado.

Vuelvo a hojear aquellos libritos de física recreativa de Yakov Perelman, de exuberante carácter narrativo, cuajados de didácticas imágenes y editados en impecable castellano por la muy soviética editorial Mir de Moscú, y me asalta un particular sentimiento de pérdida. Sospecho que los experimentos básicos que allí se describen, ilustrados con ejemplos sacados de la vida cotidiana de principios del siglo XX, en los que se nos invitaba a jugar con tiras de papel, monedas, cucharas, alfileres o paraguas ya no emocionan a nadie. Imagino lo ingenuos y pueriles que deben de parecer a ojos de una generación que ha crecido rodeada de alta tecnología y se considera cientificista, aunque uno la percibe más bien como incauta y fantasiosa.

Desde que nos dedicamos a investigar lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, no utilizamos ya nuestros sentidos ni el lenguaje natural para descubrir y describir el mundo, sino, mayormente, esa especie de bastón de ciego que son las matemáticas. Nuestros cálculos nos permiten saber que existe una materia oscura, pero no nos posibilitan tocarla, hacen plausible la existencia de otros universos, pero no nos proporcionan el acceso a ellos. Nuestros sentidos, de ser las herramientas de nuestro conocimiento, han pasado a ser lo que lo limita, lo que nos impide ir más allá. Nuestro empeño actual está, precisamente, en romper los barrotes de esa jaula. Y es difícil no pensar en que nuestras expectativas conducen a la decepción. Por definición, en la práctica nunca podremos ir más allá de nuestros límites perceptivos, y lo que tendremos delante será un conjunto cada vez más inextricable de abstracciones.