No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.
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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.
No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.
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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.
Antes los otros estaban allí y sentías su presencia, compartíais emociones, las sentías flotando en oscuridad de la sala. Ya no. Hoy el cine se ha convertido en un vicio solitario, además de una droga que te venden cada vez más cortada. A solas, uno ríe menos y además tiende a sentirse imbécil. Puede que, en cambio, uno llore más, más libremente, cada cual sabrá. A veces, a solas frente al televisor, uno se imagina también que es el último hombre en la tierra, piensas que, en ese momento, solo tú en todo el planeta está viendo esa película de estraperlo. También cuando escuchas una de las viejas grabaciones que atesoras o estás leyendo un libro que en ese momento no figura en el top ten. No solo de cine va la cosa, aunque en esta época nada es tan revelador como ese fenómeno multidisciplinar y popular. Nos han hecho creer que lo tenemos todo a nuestra disposición, pero dependemos más que nunca de criterios ajenos, los de los comerciantes del sector, que ignoran el grueso de los productos culturales y nos embuten aquellos de los que se han apropiado. Mientras tanto, la actualidad secuestra nuestra atención con un revoltijo de desgracias ciertas, amenazas latentes y mezquindades elevadas a la categoría de urgencia trascendente. Algo parecido a lo que le pasaba a Bertolt Brecht. A él, la actualidad le impedía hacer rimas. «En mí disputan / El deleite ante el manzano en flor / Y el horror ante el discurso del pintor de brocha gorda / Pero solo lo segundo / Me empuja a escribir», dijo en Malos tiempos para la lírica (1939).
Nadie se entusiasma ya ante los manzanos en flor. De hecho, pocos saben cómo es la flor del manzano sin valerse de Internet. Y no está muy claro qué es lo que sería capaz hoy de conmovernos en su lugar. Al arte, ese que conocieron otros tiempos, apenas se le ve ni se le oye, ni como expresión lírica ni como acicate revolucionario. Todo es entretenimiento, distracción, escapismo, obviedad, nada que nos muestre o nos deje entrever realidades que la realidad esconde, bien a través de la lírica o del compromiso, cada opción con sus trampas. Y el caso es que es muy difícil vivir sin la vida alternativa que nos presta el arte. Es así tanto para el más tosco de los seres pensantes como para el más lúcido o el más sofisticado, para el que se cuelga en casa una reproducción de Balthus como para el que se rodea de figuras de Lladró. Y la necesidad que tenemos de esa experiencia iluminadora es, precisamente, lo que deja a muchos a merced de los embaucadores del ramo y les hace caer en las redes de la industria de la desinformación, que se esfuerza por incorporar los dispositivos artísticos a su arsenal. En este contexto, quien más quien menos acaba entregándose al vicio de buscar productos decentes escarbando en veneros ya conocidos. No hurgamos en el pasado por nostalgia. Buscamos lo que el presente no nos da y sabemos o creemos recordar dónde estaba. Y hociqueando un poco, con algunas dificultades, acabamos encontrando obras honestas que chorrean verdad.
Se supone que el tiempo se encarga de apartar la morralla y lo hace, pero con ella arrastra también al olvido, interesadamente o por desidia, alguna que otra maravilla incómoda que está a la espera de ser rescatada. Tropezar con alguna de esas rarezas es un placer añadido a nuestra tarea arqueológica, pero la prioridad no es la de encontrar primicias. Ese es uno de los males de los tiempos que corren, el desdén por lo antiguo y la devoción por lo nuevo, que impide el goce tranquilo y la reflexión sosegada. El ansia por lo actual permite que nos coloquen materia averiada con algún revoque más o menos aparente, y nos convierte en eternos neófitos inexpertos. Por el contrario, revisar lo que creemos conocer es bueno por muchos motivos. Nadie nos mete prisa, y es volviendo a mirar, releyendo o volviendo a escuchar, como pasamos de sujetos pasivos a sujetos activos y nos vamos haciendo progresivamente competentes para entender y desentrañar el menú cultural que nos ofrecen. En esa segunda vez, el «qué» no nos llama la atención tanto como lo hizo la primera, no nos interesa ya. Conocemos el argumento, los giros de guion, los golpes de efecto o el desenlace, y lo que pasa y la expectativa de lo que va a pasar ya no eclipsan el «cómo». Empieza a hacerse visible el andamiaje, el modo en que se ha contado la historia y las intenciones de quienes la han contado. Lo que en apariencia se cuenta es, las más de las veces, un impedimento para llegar al meollo de la obra. Eso el artista tramposo lo sabe y camufla su incompetencia o mala fe con retórica, con el recurso a la anécdota y una panoplia de martingalas narrativas, despliega los efectismos que estimulan la curiosidad primaria del espectador y lo ciegan ante la falta de sustancia o la naturaleza ponzoñosa de lo que consume.
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