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Comer ensalada hasta el fallo

“Come ensalada hasta el fallo”, me dice mi monitor, haciendo un juego de palabras con el fallo muscular. En el gimnasio, levantar un peso hasta el fallo es llegar a ese punto de agotamiento en el que ya no puedes hacer una repetición más, aunque te pongan delante lo que te queda por pagar de la hipoteca.

La receta es sencilla: comer ensalada hasta que no quepa más lechuga. “Después, come comida”, remata el entrenador con una sonrisa.

La implicación de que la ensalada no es comida es un chiste solo a medias. Las verduras de hoja son principalmente agua y celulosa. Tienen cantidades mínimas de calorías, y prácticamente cero proteínas y grasas. Para igualar las calorías de un solo donut necesitas tres kilos de lechuga, unas nueve cabezas.

Las hojas verdes alimentan poco, pero tienen una gran cantidad de fibra insoluble en forma de celulosa. Esta es la fibra que no se digiere y sale igual que entra; sirve como el lubricante que hace más fácil el, ejem, tránsito.

Así que primero hay que comer verde, y mucho. Después, las proteínas y las grasas, y solo al final los carbohidratos.

Ahora bien, cualquier nutricionista serio te diría que el orden da igual, que los nutrientes son los que son, y que todos terminan juntos en la digestión. Lo cual es cierto, pero comer ensalada primero no es cuestión de alimentación, sino de hackear a tu cerebro.

La conexión barriga-cerebro

Casi todas las dietas de adelgazamiento funcionan, en el sentido de que casi todas hacen perder peso. Y casi todas fallan, porque los kilos vuelven. Diversas fuentes indican que un 80% de quienes hacen dieta vuelven a su peso al cabo de unos años. Sin embargo, hay que mirar un poco más cerca.

En un estudio se separó a mujeres obesas en varios grupos. Unas recibían una dieta baja en calorías, mientras que a otras se le proporcionó además terapia conductual. El grupo que recibió terapia perdió mucho más peso con la dieta, y un año más tarde, lo conservaba mejor. No se trata, pues, solo de calorías. Hay una conexión entre el sobrepeso y el cerebro.

Uno de los mayores obstáculos de las dietas es la gestión del apetito y la fuerza de voluntad. Cada vez que tienes que decir que no a un pastel, una tableta de chocolate o una porción de pizza, estás usando tu fuerza de voluntad. Parece que es un recurso limitado, que al final se agota. En un experimento, las personas que tenían que forzarse a comer rábanos en lugar de chocolatinas tenían luego menos aguante a la hora de hacer rompecabezas.

Ahí estás tú, con tu fuerza de voluntad, y en frente, el apetito. Pero no hablamos de un hambre cualquiera, sino unas ganas irrefrenables de comida basura. ¿Cómo funciona esto? Si en las cavernas no había golosinas, ¿por qué hemos evolucionado para que nos pirren los caramelos y los doritos?

Los juegos del hambre

Tener hambre es bastante fácil. Cuando el estómago está vacío, produce una hormona llamada grelina, la hormona del hambre. Esta hormona viaja por el torrente sanguíneo hasta el hipotálamo, la parte del cerebro que nos hace sentir hambre. Estamos hechos para la supervivencia, así que no hay que darle más vueltas: barriga vacía, hay que comer.

Pero ¿cuándo dejar de comer? ¿Cuando el estómago está lleno? Parece que el mecanismo es más complejo. Al contrario que nosotros, nuestros antepasados no sabían cuándo iba a llegar la siguiente comida, así que merecería la pena comer de más y almacenar energía por si acaso.

En 1995 se realizó un experimento en el que se consiguieron ratones obesos modificando genéticamente la producción de una hormona llamada leptina. Los ratones a quienes se les suministraba leptina perdían peso, mientras que otros ratones mutantes que no podían producir leptina se ponían rápidamente como vacas.

La leptina es la hormona de la saciedad, y es la opuesta a la grelina. Sin ella, no sabríamos cuándo parar de comer. No la segrega el estómago, sino las células de grasa.

Cuando comemos, primero se hincha el estómago, enviando una señal al cerebro, pero esa señal no es suficiente. Llega un momento en que el cuerpo empieza a almacenar grasa. Al almacenar grasa, las células del tejido adiposo segregan leptina, que llega al hipotálamo y nos impulsa a decir al camarero que ya no nos cabe el postre.

Por desgracia, la leptina nos falla muy a menudo. Hay un retraso de unos 20 minutos entre el momento en que estamos saciados y el momento en que nos damos cuenta de que hemos comido bastante. Durante ese tiempo seguimos comiendo, porque no nos damos cuenta de que ya estamos llenos. Seguro que te ha ocurrido en más de un banquete de boda.

La leptina también falla en las personas obesas. Como tienen mucha grasa, producen mucha leptina. En teoría, deberían sentirse saciadas todo el tiempo, pero es al revés: la abundancia de leptina hace que el cerebro deje de hacer caso a la señal de saciedad. A todos los efectos, es como si no tuvieran leptina. El fenómeno que se llama resistencia a la leptina y se cree que es el mecanismo que hay detrás de la obesidad. El cerebro piensa que hay que comer más, en lugar de menos, y además reduce el gasto energético en reposo, es decir, nos hace más perezosos.

Para colmo, después de hacer una dieta de hambre y perder peso, las hormonas del apetito se vuelven locas. Un año después de la dieta los niveles de leptina son anormalmente bajos, y los de grelina demasiado altos. El resultado es que las personas que han perdido peso después de hacer dieta tienen un apetito fuera de lo normal.

Por último, hay alimentos que sabotean la leptina. La comida con azúcar, grasa y sal, que en los estudios se denomina “altamente sabrosa” (highly palatable), actúa directamente sobre la dopamina, el neurotransmisor del placer, y los mecanismos de recompensa del cerebro, igual que la cocaína o la heroína. Azúcar (o harina), grasa y sal es la receta de casi todo lo que hay empaquetado en tu supermercado, desde los aperitivos salados hasta la pizza, pasando por los bollos y las salsas.

El azúcar tiene mucho que ver con despistar al apetito. La mitad del azúcar en la comida se digiere como fructosa, y la fructosa hace descender los niveles de leptina e insulina. El resultado es que cuando comes azúcares, también tardas más en darte cuenta de que estás saciado.

Controla tu apetito

El profesor Raubenheimer de la Universidad de Sidney ha colaborado a esclarecer todo esto con su hipótesis del “equilibrio de las proteínas” . Según sus estudios, nuestro cuerpo necesita una cantidad mínima de proteínas al día, y estamos programados para comer hasta que consigamos esa cantidad.

Pero la comida de hoy en día es más alta en carbohidratos y grasa y relativamente baja en proteínas. Con 100 gramos de carne conseguimos 25g de proteína, pero con 100 gramos de patatas de bolsa solo tendremos 7g, por lo que tendemos a comer más para que las señales de saciedad se disparen. Las personas que comen menos proteínas tienden a comer más cantidad.

Aquí es donde entra la ensalada. En un estudio en Japón se comprobó que personas diabéticas que comían verduras antes de los carbohidratos densos tenían picos de glucosa en sangre menos pronunciados. Menos subidas de glucosa, menos subidas de insulina, menos acumulación de grasa.

En experimentos con personas que se alimentaban libremente, comer la ensalada primero aumentó el consumo de verdura en un 23%, y redujo el consumo total de calorías en un 11%.

La fibra de las verduras tiene un doble efecto. Por un lado, hincha el estómago, proporcionando la primera señal de saciedad. Por otro, estamos haciendo tiempo para que la leptina, que siempre llega con retraso, haga su trabajo. Por último, es un mecanismo de seguridad. Es casi imposible comer demasiada verdura, porque antes sientes que vas a reventar.

Después de la ensalada, a comer proteínas. Comer proteínas antes que los carbohidratos densos tiene efectos en el apetito, ya que son saciantes. También nos aseguramos nuestra ración de proteínas, antes de llenarnos con pan o pasta, que contienen mucha energía, pero pocos nutrientes.

Otra estrategia para gestionar el apetito es tomar líquidos. Olvídate de esas historias que dicen que hay que evitar el agua en las comidas. Beber agua y otros líquidos no afecta a la digestión, aumenta la saciedad, y puede aumentar tu metabolismo, es decir, la cantidad de energía que quemas en reposo.

Por último, algo que todos sabemos. Comer más lentamente y masticar bien los alimentos da tiempo a la leptina a hacer su trabajo y que podamos sentirnos saciados antes.

Lo peor que puedes hacer es empezar la comida comiéndote todo el pan de la cesta.

¿En qué se basa todo esto?