Hace años que Zygmunt Bauman (Poznan, 1925-Leeds, 2017) es conocido en todo el mundo por introducir el concepto de “modernidad líquida” (2000), la metáfora de una época marcada por la precariedad de los vínculos humanos en todas las esferas (de ahí han derivado el amor líquido, la sociedad líquida o el trabajo líquido), lo que se traduce en una fragilidad, una falta de solidez, que hace encarar el futuro con miedo y angustia. El término identifica de forma tan clara un problema social global que se popularizó en el último cuarto de siglo, lo que, unido a la buena salud del autor, que le permitió viajar y conceder entrevistas, hizo de él uno de los pensadores más influyentes de este tiempo.
Sin embargo, del hombre que hay detrás del célebre sociólogo y filósofo se sabe menos. Lo importante son las ideas, lo que cada uno aporta a la humanidad; pero nada se puede explicar por completo sin conocer el camino vital que ha llevado hasta ahí. La socióloga e investigadora polaca Izabela Wagner (Wolów, 1964) se dedicó durante años a esa tarea, de la mano del propio Bauman, que la designó su biógrafa oficial. Trabajaron juntos en el estudio de él, que la introdujo en su entorno familiar. De ese acceso privilegiado surgió Bauman. Una biografía (2020; Paidós, 2022, trad. Albino Santos Mosquera), el trabajo más exhaustivo hasta la fecha que se ha escrito sobre él. Bauman murió antes de que se publicara, pero, dadas las circunstancias, puede considerarse un retrato autorizado.
El niño refugiado
La identidad podría definirse como una confluencia entre el concepto que uno tiene de sí mismo y la imagen que tienen los demás de él. Suele ser una apreciación subjetiva y no exenta de tensiones; de hecho, ambas descripciones rara vez coinciden. En el caso de Bauman, ese contraste resultó primordial desde su infancia: “Había una tensión entre su autoidentificación (como polaco) y el estatus que le imponían mayoritariamente los que lo rodeaban (judío). Y la suya fue una experiencia muy común en Polonia. Bauman tuvo otros muchos roles: estudiante, soldado, oficial, profesor, académico, padre, emigrante e inmigrante. Pero el estatus que siempre dominó fue su origen etnocultural”.
Zygmunt Bauman nació el 19 de noviembre de 1925 en la Polonia de entreguerras. Hijo de judíos no practicantes, sufrió acoso escolar por el creciente antisemitismo: “De niño, Bauman vio que no lo podían aceptar como primero de su clase (a pesar de que sacaba las mejores notas) por ser judío”. Tampoco lo querían en las competiciones deportivas, y no por su falta de forma física, sino por la identidad judía. La lectura, como en tantos niños marginados o solitarios, se convirtió en su refugio: “Él leía –con una intensidad que se diría incluso compulsiva– de aquel modo que su padre le había mostrado como ejemplo: como una huida de una vida que dolía demasiado”.
En 1939, con la invasión de Polonia por parte de los nazis que inició la Segunda Guerra Mundial, la familia huyó a la Unión Soviética, donde la realidad había cambiado mucho desde la Revolución de Octubre. En el exilio las cosas tampoco fueron sencillas para él, que seguía cuestionándose sobre las implicaciones de atribuir identidades, o etiquetas, a los demás: “Pertenecer no significa sino dividir y establecer dobles criterios. Y cuando los criterios dividen, se acaba la moral. Al trazar la línea que nos separa de ”ellos“, borramos la que distingue el bien del mal”.
Padeció, además, un hambre atroz que, en plena edad de crecimiento, lo marcó de por vida: “Soñaba con la vida de dicha que me aguardaría al final de la guerra y me la imaginaba con forma de enorme panadería abierta a todas horas”, dijo. En aquel periodo, dadas las particularidades que el comunismo había establecido en la Unión Soviética en cuanto al derecho al trabajo de las mujeres, quien a menudo sostenía el hogar de los Bauman no era el padre, sino la madre, que sacaba partido a su habilidad para cocinar con tenacidad e ingenio: “Y se aplicaba a sí misma la regla siguiente: para hacer buena comida, se necesitan muy buenos ingredientes o pasarse el día entero en la cocina. No podíamos permitirnos productos de mucha calidad, pero ella sabía cómo crear exquisiteces de la nada. ¡Era increíble!”, recuerda el sociólogo.
El militante comunista
Como muchos intelectuales que conocieron los albores del comunismo, Bauman tuvo su etapa de defender con fervor esos principios. En el exilio se alistó al ejército polaco, que estaba bajo control soviético. De aquella época, además de la escritura de cartas, le quedó el hábito de levantarse pronto, que como soldado le permitía disfrutar de una ducha individual, y que luego mantuvo para estudiar: “Levantarse antes significaba ganar una hora ‘privada’ para uno mismo, una hora que se le robaba a un día que pertenecía a la organización. Bauman conservó esa costumbre para el resto de su vida; solía dedicar esas primeras horas a escribir y a leer”.
La lectura siguió siendo una constante en su vida. Se interesó por “los autores proscritos y de obras prohibidas”, algo que definió su educación más allá de la formación reglada: “Las noches eran para los libros. Los absorbía sin digerirlos; […] necesitaban su tiempo para sedimentar. Paro vaya si sedimentaban. Lenta pero inexorablemente, empecé a percibir a mi alrededor cosas que antes no veía ni aunque las mirara directamente a la cara”. Como dice la autora, esta diligencia en el estudio “fue una actividad excepcional, casi imposible, en un lugar y en un momento como aquellos”.
Su compromiso con el comunismo lo llevó a colaborar con la inteligencia militar desde 1945 hasta 1948, donde se encargó de redactar panfletos políticos, algo de lo que años más tarde se arrepintió. En cuanto pudo, regresó a Polonia, donde se alistó al Partido Comunista, aunque en 1968 tuvo que volver a huir por la nueva política antisemita del gobierno. En su juventud, Bauman cultivó el espíritu crítico y forjó una independencia de pensamiento, una necesidad de hacerse preguntas, que sentó las bases de sus futuras teorías. “Imagínese que usted volviera a tener dieciocho años. Obviamente, pensaría en chicas, sin duda, pero, en su tiempo libre, ¿en qué más pensaría usted?”, evoca el autor, “¡Exacto! En cómo es el mundo y en qué podría hacer para que fuera diferente”.
El académico indómito
Tras poner el cuerpo para tratar de transformar el mundo, Bauman le dio lo mejor de su mente. Comenzó a trabajar como profesor en Polonia, en la Universidad de Varsovia. Después de 1968, pasó por Israel, Canadá y Estados Unidos, para al fin instalarse, en 1971, en el Reino Unido, donde impartió clases en la Universidad de Leeds. De aquel ambiente, a Bauman le maravillaba el intercambio intelectual entre los investigadores: “Nunca volvió a ocurrirme algo así en la vida […]. [Estar] simplemente en un equipo de personas que debatíamos entre nosotras y en el que todos los trabajos eran objeto del interés de todo el equipo. Nadie estaba solo allí, nadie trabajaba aislado”.
Bauman no tardó en ascender, en parte por su brillantez y su perseverancia, en parte por encontrarse “en el momento y el lugar oportunos”. El exilio a Occidente, a pesar de los problemas de adaptación que supuso en un principio, por la falta de dominio del inglés y por los retos para subsistir de todo académico joven (“La falta de dinero, la soledad y la presión de las expectativas”), le abrió las puertas a un entorno privilegiado, en el que pudo desarrollar su filosofía sin autocensurarse, retroalimentándose de las aportaciones de los colegas: “El trabajo suministra la energía que impulsa a los académicos jóvenes, que se sienten afortunados de formar parte de una universidad de prestigio. Bauman pasó la mayor parte de ese año en la biblioteca”.
Consideraba la libertad, la independencia y el debate una parte innegociable en toda universidad: “Las condiciones óptimas para el desarrollo de la filosofía y la sociología científicas solo podrán darse cuando […] convivan varios tipos de filosofía y varios tipos de sociología representativos de diversas escuelas científicas”. A diferencia de otros intelectuales, que le aconsejaron que callara durante la era estalinista, Bauman, que por entonces ya era crítico con el régimen, no se achantó. Y le salió bien la jugada: sus artículos despertaron interés, su carrera fue en ascenso. Se convirtió en catedrático.
El compañero de vida
Quizá porque la vida doméstica de los grandes intelectuales o científicos se suele omitir en sus biografías, es llamativa (y encomiable) la atención que le presta Izabela Wagner. Bauman se casó dos veces: en su juventud, con la escritora Janina Lewinson, fallecida en 2009, también judía polaca, que sobrevivió al gueto de Varsovia y con la que tuvo a sus tres hijas; y, ya en 2015, con Aleksandra JasiÅska-Kania, socióloga e investigadora como él. Su primera esposa, además de escribir libros y artículos –en castellano pueden leerse sus memorias, Más allá de estos muros: huyendo del gueto de Varsovia (Kailas, 2007, trad. Patricia Fontán Palomar)–, trabajó en la industria del cine como guionista, traductora y documentalista.
Muchos hombres han despuntado en su profesión gracias al sacrificio de una mujer en la sombra que se encargaba del hogar mientras ellos se dedicaban a lo suyo, cuando no les echaban una mano directamente en sus proyectos. El éxito académico implicaba una renuncia en la vida privada: “Todo su tiempo estaba centrado en el trabajo, sin niños a los que atender, ni comidas que cocinar, ni limpieza, ni horas de docencia”, cuenta la autora, que añade: “Bauman siempre se las había arreglado durmiendo poco y, en aquel año en Londres, pudo dedicar dieciocho horas diarias a la investigación”.
Todo esto, por supuesto, tiene un coste, solo que Janina no se resignó a ser (solo) ama de casa: “Cada uno de los dos miembros del matrimonio Bauman tenía un sueño, pero no coincidía con el del otro”. La otra cara de la moneda de las esposas a la sombra de los genios son las mujeres intelectuales o científicas a su vez que cultivaron una carrera en paralelo o incluso en colaboración con la de sus maridos, con el apoyo de estos en un tiempo en el que no todos los hombres aceptaban de buen grado que las mujeres salieran del hogar. Sus avatares estuvieron marcados por los traslados de él –al huir de Polonia, Janina tuvo que dejar atrás el cine–, pero no renunció a la necesidad de realizarse y, ya en el Reino Unido, se centró en la escritura. Su testimonio del Holocausto se considera de gran valor.
Como en el estudio, Bauman argumentaba que en las relaciones había que mantener la mente despierta, ser capaz de adaptarse: “[El amor] se abstiene de prometer un camino fácil a la felicidad y el significado. […] Es algo que siempre necesita hacerse de nuevo y rehacerse día a día, hora a hora; [hay que] resucitarlo constantemente, reafirmarlo, atenderlo y preocuparse por él”. En sus ensayos, señaló el cambio de paradigma que se había producido en los vínculos afectivos con la modernidad: “Se necesitan práctica y entrenamiento diarios: conversar, explicar, arreglar lo que esté mal, disculparse y perdonar. Así se construyen la confianza y el entendimiento”. Sobre el “amor líquido”, escribió que “la rápida sucesión de parejas, como si de objetos de consumo se trataran, imposibilita la mejora de las relaciones, que se vuelven así inseguras e inestables”.
En cuanto a las segundas nupcias, “Bauman volvió a alejarse de lo convencional. En nuestras sociedades, las relaciones que comienzan a una edad tan avanzada tienden a suscitar suspicacias y comentarios cínicos. Su unión [con Aleksandra] también motivó cotilleos, pero a Bauman no le importó: como siempre, él hacía lo que quería”. Y él lo que quería era vivir: “Unos meses después de la muerte de Janina, les dijo a sus hijas: ‘Ahora, la cuestión es elegir: o me muero u opto por la vida’. Eligió vivir”. Siendo los dos ya maduros – Aleksandra había nacido en 1932–, supieron amoldarse el uno al otro: “Costaba creer que el milagro de enamorarse pudiera sucederles a personas de ochenta y pico años, pero ambos nos sentíamos como si volviéramos a ser adolescentes de dieciséis”, dijo ella.
El jubilado renacido
“Me jubilé, y entonces empezó la vida de verdad”. No es que Bauman anduviera escaso de reconocimiento –la autora se explaya en cómo la guía de sus maestros primero y la colaboración con sus colegas después lo ayudó a desarrollar una carrera deslumbrante–, pero carecía, como la mayoría de académicos, de influencia más allá de la universidad. Eso cambió por completo en su vejez, a partir de la publicación de Modernidad líquida (2000), el ensayo en el que define un concepto que captó a la perfección l’air du temps del milenio que se avecinaba: el carácter cambiante e inestable de las relaciones de todo tipo (amor, trabajo, sociedad), con la consiguiente inseguridad material y emocional. La incertidumbre, la aceleración y la naturaleza efímera de los vínculos potencian la deriva consumista e hiperproductiva del capitalismo tardío.
Bauman tiene el honor de haber entrado en las aulas como material de estudio en vida, y no solo eso, sino que alcanzó al público general, sus libros se comentaban en la prensa y él mismo participaba en conferencias y encuentros. No solo lo avalaba el acierto de sus teorías, sino –y esto es más importante de lo que podría parecer– su claridad expositiva, su capacidad para expresarlas, tanto por escrito como en voz alta, en un registro ameno, accesible hasta para los menos doctos. En los últimos años, ya débil, sus libros tomaron la forma del diálogo, para que así pudieran ser redactados por su interlocutor: “Tal vez subestimamos el esfuerzo intelectual y también físico que supone escribir un libro, y que, por brillante que sea la mente en cuestión, hay una soledad que no cesa de aumentar con la edad y que es la soledad de ser mayor que todos los que te rodean”.
Su brillantez intelectual, su estilo claro y la proximidad de los temas que abordó –desde las relaciones afectivas a las redes sociales, siempre con el foco puesto en las víctimas del sistema– lo convirtieron en una figura respetada y querida alrededor del mundo. En sus últimas entrevistas, se mostró preocupado por la pérdida de capacidad de atención –una cualidad fundamental para él– como consecuencia de la sobreabundancia de información en la cultura digital, además del por el futuro descorazonador de los jóvenes: “Es la primera vez que la generación más joven tiene las mejores expectativas (buena educación, idiomas) y ningún futuro. La juventud está cerca de acabar en la cuneta, corre el riesgo de ser redundante”, dijo en una entrevista para El País en 2012.
Han pasado ocho años desde su muerte, pero da la sensación de que su diagnóstico del estado actual de Occidente podría ser de ayer: “Era la voz de un intelectual anciano cuyas experiencias de guerras, huidas, discriminaciones y persecuciones lo habían vuelto particularmente consciente de los procesos que conducen a los conflictos armados y a las dictaduras”. Supo identificar las causas del malestar contemporáneo, desde los peligros del capitalismo desaforado a las nuevas amenazas que traería la progresiva digitalización, que en su momento se vendía como un progreso. La memoria histórica resultó esencial; conectar con el pasado es otra pieza clave de su filosofía.
Una mirada pesimista, compleja, lúcida, que enseña a ver mejor, a no dejarse manipular. Eso, unido a su trayectoria –su curiosidad insaciable, su inconformismo, su capacidad de trabajo, su condición de expatriado que comenzó de cero en numerosas ocasiones y se mantuvo fiel a sus principios–, debería ser un estímulo para continuar su ejemplo. Al fin y al cabo, cuando él era pequeño, tampoco nadie habría adivinado que se convertiría en un faro para tantas generaciones. ¿La clave? “Bauman trató de construir un mundo mejor. En ninguna de las diferentes fases de su vida adulta se limitó a ser un observador pasivo de la sociedad; siempre fue un activista que vivió conforme a sus ideales”.