Tres años del secuestro policial del 'Mandela de Laos'

El líder social más influyente de Laos desapareció el 15 de diciembre de 2012. Las imágenes de las cámaras de tráfico revelan que fue la propia policía laosiana quien le secuestró en pleno centro de la capital. eldiario.es ha entrevistado en Vientiane a su esposa Ng Shui-Meng que, pese al terror impuesto por las autoridades comunistas, sigue luchando para conocer el paradero de Sombath Somphone.

La mujer, de aspecto frágil, irradia una tristeza infinita. Nada más entrar en una semivacía cafetería de Vientiane, se dedica a buscar el rincón más alejado de miradas y oídos indiscretos. Solo cuando se siente segura, aflora en ella la fuerza y la determinación que le han permitido seguir adelante durante estos durísimos tres años: “Nací en Singapur. Sombath y yo nos conocimos mientras estudiábamos en Estados Unidos, en Hawai. Él fue, probablemente, el único laosiano que regresó a su país. El resto de estudiantes se quedaron para siempre en Norteamérica, pero él quería trabajar por Laos. Era de una familia muy humilde y quería ayudar a sus vecinos a salir de la pobreza, a desarrollarse, a involucrarles en la preocupación por el medio ambiente”.

Esa decisión de volver a casa marcó para siempre sus vidas. Sombath Somphone aprovechó su extensa formación académica para trabajar, codo con codo, con los más humildes. Sus idas y venidas a Hawai le llevaron a una situación paradójica: el régimen comunista de Laos sospechaba que era un agente de la CIA mientras que en Estados Unidos le tachaban de marxista.

Ignorando a unos y a otros, Sombath siguió adelante con su misión: en 1996 creó la ONG PADETC, centró su trabajo en las comunidades más desfavorecidas y en las discriminadas minorías étnicas, puso en práctica planes de desarrollo, de educación, de explotación agrícola… y siempre priorizando la sostenibilidad. Más recientemente abrió una granja orgánica en la que impartía cursos de agricultura ecológica e inauguró una tienda de recuerdos para turistas cuyos beneficios revertían directamente en los artesanos. Esta titánica labor le llevó, en 2005, a ser galardonado con el Ramon Magsaysay, un prestigioso premio considerado el Nobel de Asia.

Así, poco a poco, sin quererlo ni buscarlo, Sombath se fue convirtiendo en un importante referente para muchos de sus compatriotas: “No era un líder político –recuerda su esposa–. Él siempre evitaba el enfrentamiento con las autoridades. ¿Por qué le consideraban un peligro? No tengo respuesta a esa pregunta. El Gobierno insiste en que no tiene nada que ver con su desaparición. Yo creo que, quizás, a algunas personas no les gustaba lo que hacía y lo que era: un activista para la sociedad civil que inspiraba a más y más gente joven. Esa es mi sospecha; siendo un líder respetado quizás algunos grupos se sintieron amenazados. No lo sé, pero es mi sospecha”. Salvando todas las distancias geográficas, políticas y personales, Sombath se estaba erigiendo en el 'Nelson Mandela de Laos' y eso inquietó profundamente a los jerarcas del régimen.

Un crimen de Estado imperfecto

A mediados de octubre de 2012, Sombath intervino en el Asia-Europe People’s Forum que ese año se celebraba en Vientiane. Pese a que su ponencia no contuvo ninguna crítica explícita a las autoridades, la gran audiencia que concitó y la enorme repercusión de sus palabras debieron alarmar definitivamente a la cúpula comunista. Solo seis semanas después le hicieron pagar por su atrevimiento.

“Nunca podré olvidar ese 15 de diciembre –nos cuenta Shui-Meng–. Nos dirigíamos a casa para cenar. Yo conducía mi coche y él iba en el suyo detrás de mí. Todo el tiempo le iba viendo por el retrovisor, hasta que pasé el puesto de la policía y ya no le vi más. Pensé que se habría detenido en un semáforo o habría parado a comprar algo… pero no vino a cenar. Llamé a su móvil; estaba apagado. Telefoneé a sus amigos; ninguno le había visto. A eso de las nueve de la noche fui a buscarle porque pensé que podía haber tenido un accidente. Al día siguiente denuncié su desaparición”.

De no ser por una torpeza de los secuestradores, Shui-Meng jamás habría conocido la verdad. En la comisaría central de la ciudad, los agentes de policía le permitieron amablemente acceder a las imágenes de las cámaras de tráfico y grabarlas con su teléfono móvil: “Vi lo último que esperaba ver. Me quedé en estado de shock al contemplar cómo le daban el alto en el puesto de control de la policía. Después se veía cómo le hacían bajar del coche y, minutos más tarde, cómo le subían a una camioneta blanca y se lo llevaban”.

Era evidente que los militares y/o policías que habían hecho desaparecer a Sombath no se percataron de la presencia de la cámara y, por ello, no solo no destruyeron la grabación sino que ni siquiera alertaron a sus compañeros de la importancia de esas imágenes. Shui-Meng abandonó la comisaría convencida de que su marido se encontraría en esos momentos arrestado y que, muy pronto, recuperaría la libertad; pero los días pasaron y las autoridades se negaban a facilitarle información.

Solo la presión de algunos gobiernos extranjeros y de las organizaciones internacionales de derechos humanos empujaron al régimen a dar, finalmente, una explicación oficial: “Dijeron y dicen que no saben nada de él y que no tuvieron nada que ver en su desaparición. Mantienen la versión de que alguien le secuestró por razones personales o por un conflicto de negocios”. Desde entonces las autoridades se han negado a facilitar una copia de las imágenes originales de las cámaras de tráfico y han restado validez a la grabación que realizó Shui-Meng con su móvil.

Phil Robertson, vicedirector para Asia de Human Rights Watch (HRW) nos transmite su conclusión: “No cabe duda de que el Gobierno de Laos sabe lo que ocurrió. Su 'investigación' es una vergüenza diseñada para ganar tiempo con la esperanza de que la gente se olvide de Sombath”. HRW ha difundido este lunes en Bangkok una grabación inédita de otra cámara de seguridad que ahonda en la responsabilidad policial en el secuestro.

Una represión constante pero sin estridencias

La desaparición forzada de Sombath no es un caso aislado en Laos. Un defensor de los derechos civiles que prefiere, por miedo, guardar el anonimato describe gráficamente la estrategia del gobierno comunista: “Aplican una represión selectiva que resulta muy eficaz. No hay muchas desapariciones; se limitan a eliminar a las personas clave. Siguen el mismo criterio a la hora de detener y encarcelar: cogen a uno en una provincia, a dos en otro lugar… No son muchos pero sí los suficientes para que la gente tenga pánico”.

El director para Asia de la Federación Internacional para los Derechos Humanos (FIDH), Andra Giorgetta, nos concreta los datos: “Al menos hay otras 13 víctimas de desapariciones forzosas, entre ellos tres destacados líderes estudiantiles que permanecen en paradero desconocido desde 1999. En todos los casos las autoridades se han negado a reconocer su detención o han ocultado la suerte y el paradero de los desaparecidos”. El rosario de presos políticos es más numeroso y lo será aún más después de la aprobación de una durísima ley que persigue la libertad de expresión en internet.

“Desde la desaparición de Sombath –apunta su esposa– la gente tiene todavía más miedo. Mucho personal de PADETC ha abandonado. Los pocos que siguen, intentan trabajar en asuntos 'seguros' como la sanidad o la educación pero huyen de los temas 'sensibles' como la propiedad de la tierra, los recursos hídricos o el medio ambiente”.

Aunque ella no lo apunte, quizás por una lógica cautela, aquí está sin duda una de las claves del caso. Sombath y su organización habían pisado el talón de Aquiles de un régimen profundamente corrupto que discrimina a las minorías étnicas, desprecia a los campesinos y cuyos altos cargos se enriquecen a costa de expoliar y malvender los recursos naturales de la nación. Cada nueva concesión a empresas extranjeras para construir una presa o explotar una mina conlleva la incautación por la fuerza de tierras y la destrucción inmisericorde del medio ambiente.

Uno de los últimos ejemplos del comportamiento mafioso de los gobernantes lo encontramos el pasado junio: más de 500 familias fueron amenazadas con la cárcel si no aceptaban la mísera compensación económica que les ofrecían por sus tierras. Phil Robertson (HRW) describe la situación actual: “Hay una atmósfera de profundo terror en Laos. La gente teme hablar demasiado porque saben que ellos pueden ser los siguientes en desaparecer”.

Todos estos abusos se cometen con total impunidad y ante la indiferencia de la mayor parte de las naciones democráticas que prefieren no molestar a China y Vietnam, los dos gigantes económicos que amparan al régimen laosiano y que tampoco son, precisamente, un ejemplo de respeto a las libertades individuales. Solo las organizaciones internacionales de derechos humanos y las propias víctimas siguen clamando en este tropical desierto: “No me rendiré. Seguiré pidiendo respuestas”, afirma Shui-Meng. “Él es mi marido y no abandonaré hasta que sepa lo que le ocurrió a Sombath. Tengo la esperanza de que sigue con vida. Creo que eso es lo que me permite continuar. Es la razón para levantarme cada día, para continuar buscando respuestas. No puedo rendirme y no lo haré. Todavía tengo esperanza”.