Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Viaje a Oslo
Hay un momento en que el ruido de dentro se vuelve indistinguible del de fuera. Las ambiciones, los agravios, las listas de tareas, las opiniones ajenas y las propias; todo se convierte en un zumbido denso, un motor que nunca se apaga. Se vive dentro de ese ruido. Se acostumbra una a su vibración, hasta que un día el cuerpo, que es más sabio que la voluntad, dice basta. Y pide silencio. No el silencio de la ausencia, sino el de la presencia. El silencio de las cosas que simplemente son.
El viaje a Oslo no fue una elección, fue una rendición. Una huida no hacia un lugar, sino desde un estado. No se buscaba ver nada nuevo, buscaba ver todo nuevo, dejar de ver lo de siempre con los mismos ojos cansados. El trayecto en tren fue un largo ejercicio de vaciado, de soltar lastre mental a cada kilómetro de llanura monótona que se sucedía tras el cristal: las conversaciones que nunca ocurrieron pero que se ensayan sin fin, las culpas de ayer y las ansiedades por un mañana que aún no existe. El objetivo era simple y radical: llegar, por fin, despojada de intenciones, sin la obligación de sentir, de fotografiar, de entender. Sin más plan que el de respirar un aire distinto.
Y el aire de Oslo es distinto. Es un aire que parece tener memoria de fiordo y de bosque, un aire que no exige nada. La ciudad misma es una anfitriona discreta. No avasalla con una belleza monumental, no grita su historia en cada esquina. Invita, simplemente, a caminar. Y caminar por Oslo es aprender una forma de paz. Es sentir el ritmo de unos pasos que no tienen prisa, el de una gente que no necesita levantar la voz. Es una ciudad que ofrece el regalo de un anonimato que no es soledad. Es notar cómo la luz del norte, incluso en sus días más grises, tiene una cualidad de plata que no deslumbra, sino que revela, que parece limpiar la mirada.
El verdadero destino, sin embargo, era el agua. Ese momento de llegar a la orilla del fiordo, donde la ciudad se detiene y empieza otra cosa. Un tiempo más antiguo. El sonido era el del agua lamiendo la orilla y el grito lejano de una gaviota. El frío de la piedra subía lentamente, anclando el cuerpo al único instante real.
Y ya.
No hubo una epifanía grandilocuente. No hubo respuestas a ninguna pregunta. Al contrario. No había preguntas. El zumbido interior había cesado. El motor se había apagado. El silencio exterior, el del agua y la piedra, por fin se había sincronizado con un silencio recién descubierto dentro del pecho.
Fue una revelación modesta, casi secreta. Se nos enseña a construir la felicidad, a ganarla, a merecerla, a perseguirla como si fuera una meta en una carrera interminable. Pero la paz, la verdadera, no se construye; se la deja ser. No se conquista; se regresa a ella. La felicidad, o eso que se le parece, quizá no sea una conquista, ni un destino al que se llega. Quizá sea solo un permiso. El permiso que una se da para dejar de luchar, para soltar las armas contra el mundo y contra una misma, y sentarse a la orilla de la propia vida a observar, simplemente, cómo el agua se mueve. El viaje no había sido para conocer Oslo. Había sido para conocer ese silencio. Para recordar que existe. Y que siempre ha estado ahí, esperando, debajo de todo el ruido.
Resulta extraño, a veces, pensar en lo lejos que tiene que irse una para encontrarse con algo que, en teoría, siempre ha llevado dentro. Pero este relato no es una defensa de la distancia ni la huida, ese es otro tema. Oslo es solo un nombre, el código personal de ese momento, para ese lugar de tregua donde el alma puede por fin quitarse la armadura. Cada cual tiene el suyo, y casi nunca requiere un billete de avión. Para algunas, ese fiordo de calma es el sonido de una aguja de punto en el silencio de la tarde; para otras, el olor a tierra mojada en un jardín recién regado. Para otros puede ser una sonata de Bach, el ronroneo de un gato o el simple acto de amasar pan, de sentir la vida latiendo y transformándose entre las manos. Es cualquier portal que nos devuelva a nosotros mismos.
Y sí, quizá todo esto no sea más que una forma elaborada de hablar de la huida. Se huye, es cierto. Pero hay una diferencia fundamental entre huir de la vida y huir del ruido que nos impide vivirla. No es una fuga cobarde del mundo, sino un movimiento estratégico de repliegue para poder volver a él. Es volar, pero no para escapar, o quizá si, sino para tomar altura y perspectiva, para poder ver de nuevo el mapa completo y no solo el laberinto asfixiante de nuestras propias pisadas. A veces, la única forma de volver a casa es dar un largo rodeo. A veces, hay que volar muy lejos para rescatar el alma de la tiranía de una misma y, al fin, poder regresar para habitar el propio cuerpo en paz.