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La ciudad de los 15 minutos es un pueblo con servicios

La localidad zaragozana de Cubel

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El bar de mis abuelos en Mazaricos no era solo un bar. Era, además, —lo era y todavía lo es— un estanco, una administración de loterías, un quiosco. Fue también locutorio, droguería… Recuerdo que se vendían despertadores, carteras… El buzón de Correos colgaba al lado de la puerta. ¡Ah! Y mi abuelo arreglaba relojes de pulsera. A esa acumulación de servicios, habrá quien la llame monopolio, yo la identifico con la supervivencia.

El bar de mis abuelos ocupa un lugar estratégico en el ayuntamiento de 3.700 habitantes que es Mazaricos: un cruce de caminos, hoy reconvertido —como casi todo en este país— en una rotonda. A ese lugar estratégico para un millar de personas, no llegaba —a veces todavía no lo hace— la señal de algunos canales de televisión, fallaba la cobertura de los teléfonos, se marchaba la luz si hacía demasiado viento. No hablo de alta montaña, sino de pobreza de recursos, de abandono administrativo. Hace poco, vi en el telediario que, en uno de los tramos donde el camino de Santiago atraviesa el ayuntamiento, apenas hay wifi: los peregrinos piden la clave, intentan pagar con tarjeta… Y salía un señor mayor en la pantalla explicando todo esto y diciendo que no con la cabeza mientras ponía el pulgar hacia abajo. Ellos se preocupaban por los peregrinos, yo pensaba en el tormento de cualquier adolescente.

En una región que decrece en número de habitantes y donde pronto habrá parroquias con más eólicos que personas —no estoy en contra de los eólico, sino a favor de la convivencia—, parece claro que una de las claves del problema son los servicios. Imagino que sucede lo mismo en el resto de esa España que se vacía. Ese lugar donde los pueblos —ya no digamos las aldeas— son mayoría infrarrepresentada: en los medios de comunicación nacionales, en le discurso políticos, en la cultura… ¿Dónde están los lugares de tamaño medio? ¿Dónde está la auténtica mayoría de la población? Pensaba hace poco que la famosa ciudad de los 15 minutos no es más que un pueblo con servicios. Un lugar al que se le permita crear comunidad, economía independiente, y que no caiga en la órbita de una ciudad turística con el centro lleno de apartamentos vacíos que la acabe usando como dormitorio.

Constato entre mis amigos el pánico a vivir en un pueblo. No necesariamente el pueblo donde crecimos, sino en cualquier otro. Existe un miedo atroz a los lugares de entre 15.000 y 30.000 habitantes. La idea de que allí uno se estanca, de que todo se sabe, de que todos se conocen… Hubo una época, no obstante, en la que parecía una buena opción si uno buscaba hacerse propietario o pagar menos alquiler. En la sociedad en la que vivimos, las casas vacías son sinónimos de un determinados estatus social. Vivimos bajo la voluntad de bancos y propietarios y, no pudiendo convertirnos en los primeros, ansiamos poder ser de los segundos. Es una falsa redención.

El caso es que ahora el punto es otro. Los pueblos también se están volviendo caros. Se desintegra el comercio local y los precios suben. El modelo es el siguiente: o clonamos el esquema de las ciudades o desaparecemos. Y a nadie le importa esta barbaridad. Como si todos viviésemos en Coruña, en Madrid, en Alicante… Para que la ciudad de los 15 minutos sea un pueblo con servicios, habrá que garantizar cierto equilibrio, cierta autonomía. Algo hoy en día inexistente. Habrá que acabar con un repertorio de referentes que insiste en convencernos de que los pueblos son pantanos. Un lugar sin demasiadas miras, un lugar donde procrear, un espacio vacacional, una localización para residencias con encanto.

Y habrá que asegurarse también de que los pueblos no se dejen cortar a la medida de lo que se piensa de ellos. Sabemos que los prejuicios son más eficaces que cualquier planificación, que se infiltran hasta la médula. Desde fuera pueden llegar los medios, pero no el discurso. La ciudad de los 15 minutos no tiene que ser necesariamente una ciudad. Tejer una red sostenible, lograr un equilibrio, pasa por descentralizar, por creer en los cruces de caminos.

El bar de mis abuelos sigue abierto, ahora lo regentan mis tíos. Delante de su puerta aparcan a diario decenas de coches, líneas perpendiculares. El año pasado el ayuntamiento recuperó a su matrona para el centro de salud después de una década. Quizás con la matrona lleguen niños. Quizás yo pierda el miedo y regrese. O quizás deje de poder pagar el piso en el que vivo y me canse de ser un esclavo. ¿A alguien se le ha acabado la pila del reloj? Conozco a alguien que te la cambia casi gratis.

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