De qué hablamos cuando hablamos de conspiración: el estilo paranoide en la política americana

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No fue el primero en fijarse en el poder político de las narraciones conspirativas —el honor le corresponde a Karl Popper— pero sí pionero en advertir de que no solo florecían en las dictaduras, como le preocupaba al pensador austríaco, sino que también proliferaban como mala hierba en democracia. Con El estilo paranoide en la política americana, el historiador Richard Hofstadter dejó escrito, en 1964, uno de los textos más importantes para entender el peligro que representan determinadas ideas extremas basadas en lo que la exasesora de Trump Kellyanne Conway bautizó como «hechos alternativos». Quizás el problema no es tanto la creencia —los ufólogos son casi más inocuos que pesados, y a conspiranoicos no les gana nadie— como la actitud —ese ‘estilo’ al que alude el título—y el efecto divisor que tiene: mientras más alejada de la realidad esté una hipótesis, más difícil es encontrar un punto de encuentro con los demás. Y cuando el diálogo es imposible, los rivales o adversarios se tornan en enemigos.

El estilo paranoide… es la puesta sobre el papel de un viejo texto que leyó por primera vez en 1959 en la BBC y actualizó tras el asesinato de John F. Kennedy. La versión más conocida, la que publicó Harper's Magazine en 1964, alude brevemente al magnicidio, pero su tema central es el caldo de cultivo que ha llevado al Partido Republicano a designar como candidato electoral al senador por Arizona Barry Goldwater. Por eso, sin otros ensayos como La revolución pseudo-conservadora (1954) o Goldwater y las políticas pseudo-conservadoras (1965) —se suelen publicar juntos— es difícil llegar al fondo del pensamiento del autor.

Es innegable que Goldwater contaba con el apoyo del sector más ultra de su partido (sobre todo por su visceral anticomunismo, su defensa del uso de las armas nucleares y la radicalidad de su política fiscal), pero en materia de derechos civiles fue un decidido luchador contra la segregación racial. Por añadir contexto, el mismo año que Hofstadter publicó su libro —aunque sus apologistas parecen haberlo olvidado—, tienen lugar los hechos que Alan Parker retrató en Arde Mississipi (1988), ocurridos en un estado en el que el gobernador era el demócrata Ross Barnett, un racista pata negra (nunca mejor dicho). Y no era el único de este pelaje en su partido. Matices como este son necesarios para poder juzgar El estilo paranoide… sin dejarse llevar por los tópicos.

El ensayo es un pequeño repaso histórico a las creencias más extremas que se habían dado hasta la fecha en Estados Unidos: cuando un miedo empezaba a remitir (por ejemplo, a la masonería o los jesuitas) otro tomaba su lugar (los Illuminati o la Reserva Federal). Al redactar el texto, el ‘coco’ de guardia eran los comunistas que acechaban en cada esquina, hasta el punto que los seguidores de Goldwater creían que el mismísimo Eisenhower estaba al servicio de Moscú o que a JFK lo habían eliminado los servicios secretos rusos por la lentitud en convertir a Estados Unidos en una república socialista.

Miedo a todo

Todos estos episodios históricos de pánico moral que Hofstadter señalaba tenían muchos puntos en común, solo cambiaban los matices; era siempre el mismo mal con distintas caras. A esos coleccionistas de miedos, no sin razón, les acusaba el ensayista de ser incapaces de ver la historia de otra manera que no fuera la conspiranoica, de vivir eternamente en «una especie de drama en el que unos pocos malvados, pero con inmenso poder engañan, explotan y traicionan a un público crédulo, mientras solo un pequeño grupo de pensadores de ultraderecha avisa y protesta sobre lo que está ocurriendo». Para el autor, los que piensan así son falsos conservadores porque no proponen conservar nada, sino que vive idealizando un pasado que nunca fue, a base de destruir el presente. Una frase que era verdad en 1964 y lo sigue siendo en 2024 aplicada al movimiento MAGA.

Sin negar que el término «estilo paranoide» solo podía interpretarse en sentido negativo, el autor decía usarlo solo como metáfora o etiqueta —igual un especialista en arte usaría el término ‘barroco’, precisaba—. Su idea era que un paranoico sufría una enfermedad que le hacía sentirse el blanco de una persecución, mientras que el conspiranoico pensaba que el objetivo de la trama era su país o su forma de vida. Así, se autoconvencía —y eso lo hacía más peligroso— de que su lucha era desinteresada, y, por tanto, más justa. Unos rasgos que pueden apreciarse hoy en día en las redes sociales de esos que se llaman ‘despiertos’ y que explican tanto el elevado concepto que tienen de sí mismos como su capacidad casi inagotable de dar la turra con la existencia de unas amenazas que solo ellos son capaces de ver.

Si hay un matiz que hay que hacerle a Hofstadter, y que no siempre se tiene en cuenta, es su papel como poster boy de lo que se conoció como ‘historiadores del consenso’. El término identificaba una corriente de pensamiento que creía que la historia de un país —y la cohesión de una sociedad— necesitaba unos acuerdos mínimos entre distintas visiones que constituyeran un punto de partida común, una base compartida a partir de la cual florecieran diferentes interpretaciones del resto de acontecimientos. La idea no era nueva —tampoco necesariamente mala— pero llevaba en sí una peligrosa semilla: ¿se podía cuestionar ese consenso? Si interpretamos las conspiranoias políticas como una especie de herejía civil, el argumento de dónde poner el límite es muy interesante. Cuestión otra, y muy relacionada, es quién fija ese consenso.

El problema de la ‘herejía’ es complejo de resolver porque es innegable que existe como tope de algunos debates, es la línea que no hay que traspasar. Como ejemplo, y sin salir de España, todavía no se ha podido sustituir el relato mitológico de la Transición modélica por otro más realista. Pero también es evidente que hay ideas que nunca se podrán negociar. Si se hace, como ocurre en las redes sociales con la ciencia, el resultado es la negación de cambio climático, el miedo patológico a las vacunas, el terraplanismo o creer que el agua no hidrata. La capacidad de alumbrar dislates del universo conspiranoico no conoce fronteras.

Trump contra el consenso de Hofstadter

Pero la necesidad de ese pasado compartido, de ese consenso necesario, explica muy bien la diferencia entre las polémicas elecciones de 2000, en las que George W. Bush batió a Al Gore por la mínima. La tensión que existía entonces entre Republicanos y Demócratas parece hoy peccata minuta, pero que el presidente de EEUU lo impusiera una polémica sentencia del Tribunal Supremo y no las urnas se vivió en todo el mundo como algo inaudito en un país que presume de la mejor democracia del mundo. A las hemerotecas me remito. Pero la polémica se acabó el día que Gore aceptó la derrota. Pese a las diferencias, ambos partidos aún compartían un punto de vista sobre el país que evitó males mayores.

Con la llegada de Trump las cosas cambiaron. Seguro que Hofstadter se hubiera dado cuenta de que las cosas acabarían mal cuando en los mítines del entonces aspirante republicano empezaron a aparecer tipos mostrando una extraña ‘Q’ —el signo de identidad del movimiento QAnon, una banda de lunáticos que llegó al mundo para hacer que la Milicia de Michigan parecieran tipos razonables—. Nacida en las redes sociales, esa especie de secta difundía un curioso evangelio apocalíptico en el que un grupo de liberales satánicos que bebían sangre de niño eran los que de verdad movían los hilos del país desde el deep state (el estado profundo). Para ellos, Trump era casi un mesías, el elegido por dios para guiar al pueblo mientras se desataba la ‘Tormenta’ o se liberaba a un misterioso Kraken que marcaría el comienzo de una nueva América. En definitiva, un batiburrillo ideológico, en el que había tanto de escatología bíblica como de película de ciencia ficción de serie Z.

Con estos mimbres, resultó imposible encontrar una base común entre republicanos y demócratas, que permitiera el acuerdo. La consecuencia lógica fue el asalto al Congreso de enero de 2021 para impedir un robo electoral que solo existía en la imaginación de Trump y los suyos. En las elecciones del próximo noviembre, el problema volverá a resurgir.