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ANÁLISIS

Semana de tensión en Kosovo: qué está pasando y por qué vuelve a estallar

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La OTAN ha anunciado que reforzará su presencia en Kosovo tras los disturbios registrados en los últimos días. A comienzos de esta semana, los enfrentamientos dejaron heridos 30 soldados de la OTAN y 50 manifestantes serbios que rechazaban la autoridad de alcaldes de etnia albanesa elegidos en unos comicios boicoteados por los serbios en varios municipios del norte kosovar. Belgrado, por su parte, aumentó el nivel de alerta del Ejército al máximo para desplegar unidades en la zona limítrofe con Kosovo.

La tensión y la violencia que se han desatado ponen de manifiesto que ninguno de los esfuerzos diplomáticos, militares y políticos realizados durante los últimos 30 años por todos los actores implicados ha logrado cerrar la herida. Una herida generada por la guerra de 1998-1999 entre las fuerzas de la República Federal de Yugoslavia, reducida ya entonces a Serbia y Montenegro, y el Ejército de Liberación de Kosovo –con apoyo de la OTAN y de las fuerzas de Albania–, y de la que nació la independencia de Kosovo, en 2008.

Qué ha pasado

Hoy como ayer sigue siendo bien visible la fractura interna un territorio de apenas 10.000 kilómetros cuadrados y cerca de dos millones de habitantes, con una mayoría albanokosovar que trata de imponer su peso demográfico en todos sus rincones y una minoría serbokosovar que se siente marginada en términos generales, pero que se muestra dispuesta a hacerse notar en las zonas del norte, más próximas a Serbia.

Es ahí, en apenas cuatro municipios en los que estos últimos son mayoría, donde se ha gestado la actual crisis. Las malas relaciones intercomunitarias llevaron el pasado noviembre a la dimisión en bloque de todos los cargos electos y funcionarios serbokosovares de todas las instancias públicas, como respuesta a la decisión de Pristina de imponer matriculas kosovares (no serbias) a todos los vehículos de esa región fronteriza.

Como consecuencia, se puso en marcha un nuevo proceso electoral que desembocó, el pasado 23 de abril, en unas elecciones locales boicoteadas totalmente por la mayoritaria comunidad serbokosovar, de tal manera que los nuevos alcaldes (albanokosovares) en esos cuatro municipios apenas han contado con los votos del 3,4% de los potenciales votantes. Y ahora, cuando dichos alcaldes han querido tomar posesión de sus cargos, han tenido que ser protegidos por la Policía (también albanokosovar) ante la protesta violenta de quienes consideran que son unas autoridades ilegitimas.

Un fallo colectivo

Por el camino han fallado todos. En primer lugar, los propios actores políticos kosovares, que no han logrado cerrar las brechas existentes entre ambas comunidades y propiciar una convivencia pacífica que permita superar las barreras identitarias ancladas en un nacionalismo a ultranza tan anacrónico como xenófobo. A eso se suma Serbia, que se resiste a reconocer a Kosovo como Estado independiente y que alimenta sin disimulo el sentimiento victimista y revanchista de una minoría serbokosovar que sigue soñando con el regreso a la patria eterna.

Pero en la misma línea cabe identificar tanto a la ONU, inoperante desde hace tiempo, a la OTAN y a la Unión Europea. Es cierto que la Alianza Atlántica fue un actor relevante para inclinar la balanza a favor de Pristina en la guerra con Belgrado, y también lo es que no se le puede reclamar a una organización militar que resuelva problemas de naturaleza política, con claves identitarias, históricas y sociales para las que no está equipada.

Pero también es una realidad que, desde la entrada en funcionamiento de la KFOR (Fuerza Internacional de Seguridad para Kosovo, 1999), ha recibido numerosas críticas, sea por lo que algunos (con Rusia a la cabeza) consideran un claro sesgo a favor de los albanokosovares o por su incapacidad para prevenir los recurrentes estallidos violentos en la frontera. A eso se añade que estos días tampoco ha sido capaz de frenar la violencia e incluso ha recibido ataques directos de los manifestantes violentos, hasta el punto de que se haya decidido el envío de 700 efectivos más que se suman a los alrededor de 3.800 allí desplegados.

¿Y la UE?

La UE tampoco sale bien parada de lo ocurrido. Es un hecho que su principal baza –la integración tanto de Serbia como de Kosovo en la familia comunitaria– no ha sido hasta ahora suficientemente atractiva para desactivar la carga negativa de las emociones en juego e implicar a los actores políticos kosovares en una misma dirección. En el horizonte lejano, sigue estando la idea de que los Balcanes acabarán formando parte de la Unión, pero de momento todavía hay cinco países miembros que ni siquiera reconocen su existencia como Estado –Chipre, Eslovaquia, España, Grecia y Rumanía–, lo que hace inviable dicho objetivo a corto plazo.

Pero es que, además, fue la UE la que logró en 2013 el Acuerdo de Bruselas, por el que Serbia y Kosovo se comprometieron, entre otras cosas, a crear una Asociación/Comunidad de municipios de mayoría serbia en Kosovo, algo que nunca se ha establecido y que habría servido para evitar que se haya llegado hasta el punto actual.

Una señal positiva

La única señal positiva de todo ello es que, rompiendo el guion habitual por el que Rusia siempre se sitúa tras Belgrado y EEUU y la Unión Europea tras Pristina, en esta ocasión, como acaba de quedar de manifiesto en la tensa reunión de Josep Borrell, acompañado por Olaf Scholz y Emmanuel Macron, con la presidenta kosovar, Vjosa Osmani, y su homólogo serbio, Aleksandar Vucic, Bruselas ha demandado a la primera la repetición de las fallidas elecciones y al segundo que cambie su postura obstruccionista, llamando activamente a la participación de los serbokosovares en dichos comicios.

Y así –entre errores, dejaciones de responsabilidad y conspiraciones– se sigue jugando con la inestabilidad de Kosovo. Pero a nadie, en el contexto de la guerra en Ucrania, debería interesarle que vaya a más.

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Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH)