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Gaza, la izquierda y la tentación del grito

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Yo también pienso que lo que está sucediendo en Gaza es un genocidio insoportable. No hay otra palabra. Insoportable por el dolor, por la injusticia, por la hipocresía del mundo y por esa sensación amarga de que asistimos, una vez más, a la repetición de una tragedia que la humanidad ya había prometido no volver a tolerar. Cada imagen que llega desde allí nos golpea con la misma mezcla de rabia e impotencia: niños cubiertos de polvo, hospitales en ruinas, madres que abrazan cuerpos inertes… y un silencio internacional que, aunque se disfrace de diplomacia, suena demasiado a resignación.

Y, sin embargo, conviene recordar de dónde viene todo esto. Porque este horror no nació ayer, ni siquiera nació el horrendo 7 de octubre en que Hamás secuestró y asesinó a miles de personas inocentes. Lo que hoy vivimos tiene raíces que se hunden en decisiones tomadas hace más de ochenta años, cuando las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial -con Estados Unidos y el Reino Unido al frente-, impusieron una solución “salomónica” a un problema que ni entendían ni les afectaba directamente al elegir Palestina, una tierra ya habitada, para saldar su deuda moral con el pueblo judío. Y lo hicieron, como tantas veces en la historia, a costa de otros.

Y de aquellos polvos, estos lodos. Lo que nació como un gesto de reparación se convirtió con el tiempo, en una herida abierta que nunca ha dejado de sangrar. Y lo peor es que la comunidad internacional, incluida Europa, ha preferido siempre mirar hacia otro lado mientras Israel avanzaba en su colonización violenta, confiando en que los acuerdos, las resoluciones y los llamamientos a la paz bastaran para contener el fuego. Pero el fuego sigue ahí, devorando vidas cada día, mientras las potencias -unas por interés y otras por miedo-, miden cada palabra para no molestar a Israel.

Creo que este diagnóstico podrá ser compartido casi por cualquiera que no esté bajo la influencia ideológica de Ayuso, Tellado, Abascal y sus secuaces, pero en este drama hay algo que me indigna profundamente y es la facilidad que tienen algunos sectores de la llamada “izquierda divina” -esa que parece hablar siempre desde un púlpito moral inmaculado- para utilizar el sufrimiento palestino como herramienta de desgaste político. Me refiero, sin rodeos, a Podemos y, en particular, a su líder más estridente, Ione Belarra.

Cada vez que la escucho acusar al Gobierno de España de complicidad con el sionismo o de falta de valentía ante Israel, me recorre una mezcla de enfado y tristeza. Enfado, porque no se puede ser tan frívolo ante un drama de tal magnitud. Y tristeza, porque demuestra hasta qué punto una parte de la izquierda ha decidido instalarse en la caricatura, en el grito vacío y en la épica de Twitter. Porque creo que no se puede pedir a un Gobierno responsable que actúe como si España fuera una potencia militar, ni que ponga en riesgo vidas o intereses estratégicos por un gesto simbólico. Lo último ha sido la crítica por la decisión de no acompañar a una flotilla que pretendía romper el bloqueo de Gaza. Según Podemos, la fragata española enviada al Mediterráneo debía haber continuado su ruta “como muestra de solidaridad”. ¿De verdad creen que un buque de la Armada española debía desafiar al ejército israelí en nombre de la “coherencia política”? ¿Qué pretendían, exactamente? ¿Un enfrentamiento armado?

La política exterior no se construye con impulsos ni con consignas de pancarta. No consiste en gritar más fuerte que los demás, sino en saber moverse en un terreno minado sin perder el rumbo. Y eso, aunque les pese a algunos, es lo que el presidente Sánchez está haciendo, mantener una posición firme y digna -reconociendo al Estado palestino, denunciando los crímenes de guerra, defendiendo en Europa una postura que incomoda a los poderosos-, sin caer en el aventurerismo ni en la teatralidad histriónica de algunas.

Hay una diferencia enorme entre la diplomacia con principios y la demagogia de salón. La primera busca resultados; la segunda busca aplausos. La primera construye; la segunda incendia. Y lo paradójico es que, mientras Podemos se envuelve en la bandera de la pureza moral, termina sirviendo de muleta a la derecha que dice combatir. Porque no hay mayor regalo para PP y Vox que una izquierda fragmentada, ensimismada y permanentemente en guerra consigo misma.

Y es que la política, especialmente la internacional, no puede abordarse desde el sentimentalismo. La compasión es imprescindible, pero no suficiente. Se necesita inteligencia, sentido de Estado, capacidad para anticipar consecuencias y España, guste o no, no es una potencia global. Su fuerza está en su influencia diplomática, en su prestigio dentro de la Unión Europea y en su capacidad de tejer alianzas. Perder eso por el gusto de parecer más “valiente” sería de una irresponsabilidad colosal. Además, no deja de ser curioso que quienes reclaman una actitud “más contundente” con Israel sean los mismos que, en otros contextos, defienden el pacifismo absoluto. Les molesta una fragata que acompaña a una flotilla humanitaria, pero aplaudirían con la orejas -supongo-, si esa misma fragata decidiera desobedecer órdenes y enfrentarse a un país con capacidad nuclear. Es una contradicción monumental. La incoherencia elevada a virtud.

Lo que hay detrás de esa postura no es tanto una defensa del pueblo palestino -que, por supuesto, merece toda la solidaridad del mundo-, como una especie de narcisismo político; una necesidad constante de diferenciarse, de marcar territorio, de recordarle al Gobierno que ellos son “la izquierda auténtica”. Pero la autenticidad en política, no se mide por los adjetivos, si no por los resultados. Y los resultados de esa estrategia son evidentes: división, descrédito y, al final, retroceso.

Y lo preocupante es que esa misma tentación de “ser más de izquierdas que nadie” también la vivimos a veces, en lugares más próximos. Es lo que sucedió, por ejemplo, en el último pleno del Parlamento de La Rioja mientras debatíamos una proposición no de ley del PSOE sobre Gaza que los diputados de Izquierda Unida decidieron enmendar con un texto alternativo cargado de retórica y de gestos simbólicos que, más que matizar, reescribía por completo el texto original sin importarles incluso entrar en contradicción con los postulados que defendían en otras ocasiones. Un texto alternativo con el que no solo desvirtuaban el sentido de la propuesta, sino que acabó desviando el debate hacia un terreno estéril, dando argumentos a la derecha y desdibujando el mensaje de fondo. Y lo digo con respeto, porque sé que sus motivaciones eran sinceras, pero la consecuencia fue justo la contraria de lo que todos deseábamos

No dudo de la buena intención -nadie tiene el monopolio de la solidaridad-, pero hay momentos en los que la insistencia en marcar diferencias solo consigue desunir. Y cuando el objetivo debería ser proyectar una posición clara y unida contra el horror, terminamos discutiendo entre nosotros sobre quién es más “coherente” o más “fiel” a la causa. Ese es el terreno en el que la derecha se frota las manos: el de una izquierda que convierte cada debate en un concurso de pureza ideológica. 

A veces tengo la sensación de que, en ciertos sectores, hay una especie de alergia a la responsabilidad. Como si gobernar, negociar o pactar fueran verbos sospechosos. Pero la política real, la que cambia las cosas, no se hace desde el pedestal de la pureza, sino desde el barro de las decisiones difíciles. Y en eso, el Gobierno de España, con sus aciertos y errores, está cumpliendo una función que merece todo el respeto: defender la causa palestina sin poner en riesgo la estabilidad del país, ni la coherencia de su política exterior, ni la unidad de la izquierda democrática.

Pedro Sánchez, con todos los matices que se le puedan hacer, está demostrando que se puede defender una causa justa como la palestina sin romper puentes, sin perder aliados, sin convertir la política exterior en un espectáculo de indignación permanente. Y eso, en estos tiempos, no es poca cosa. La diplomacia no es tibieza. Es el arte de decir lo que hay que decir en el momento y el lugar precisos, sin que las palabras estallen en las manos. Y lo que España está haciendo en este conflicto -liderar el reconocimiento del Estado palestino, exigir responsabilidades a Israel, impulsar una postura común en la UE-, es mucho más valiente que algunos de esos discursos inflamados que se lanzan desde un plató o una tribuna. Porque la valentía real no se mide por el volumen, sino por la consecuencia.

Tanto Podemos como algunos otros que siguen esa lógica confunden la rabia con la política. Confunden la denuncia con la acción. Y lo que es peor, confunden la coherencia con la intransigencia. Como si todo lo que no suene a ruptura fuera rendición. Como si la moderación fuera sinónimo de cobardía. Pero no lo es. En tiempos de ruido, ser razonable es casi un acto de rebeldía.

Y mientras tanto, la tragedia continúa. Gaza sigue ardiendo. Y el pueblo palestino, atrapado entre el fanatismo de Hamás y el castigo indiscriminado del ejército israelí, sigue pagando el precio. Ese es el centro del problema, no los tuits incendiarios ni las acusaciones gratuitas entre aliados. Lo que hace falta es una acción internacional coordinada, una presión sostenida sobre Israel, una apuesta firme por la paz. Lo otro, el postureo y el eslogan, solo alimenta la sensación de impotencia.

Al final, lo que uno echa de menos en la izquierda -y no solo en la española-, es una cierta madurez emocional. Una capacidad para sostener la indignación sin convertirla en histeria; para transformar la rabia en estrategia. Para entender que la ética sin eficacia acaba siendo mero testimonio. Y el testimonio, por noble que sea, no detiene las bombas.

Por eso, sí: lo de Gaza es un genocidio. Y duele, ya lo creo que duele, pero el modo de enfrentarlo no puede ser una sucesión de gestos vacíos. La verdadera solidaridad no consiste en exigir lo imposible, sino en construir lo necesario. Y eso requiere cabeza fría, no garganta caliente. Y, para eso, España necesita una izquierda adulta. Una izquierda que critique sin destruir, que acompañe sin anular, que entienda que el adversario no está siempre al otro lado del escaño, sino a veces en los extremos de uno mismo. 

Porque si no aprendemos esa lección, la historia volverá a repetirse: la izquierda dividida, el populismo crecido y la derecha, esa derecha que nunca descansa, recogiendo los frutos. Y entonces, cuando el ruido haya pasado y solo quede el silencio, alguien recordará que hubo un tiempo en que la diplomacia era vista como cobardía y la temeridad como virtud.

Ojalá no tengamos que lamentarlo otra vez.