Tras meses de investigación y revelaciones periodísticas, uno creía conocer ya toda la miseria humana que permitió que un fenómeno natural como la dana se convirtiera, pese a las alertas, en una catástrofe para los valencianos, con un resultado de 230 muertos y miles de damnificados. Pero la publicación por elDiario.es de los whatsapps que se cruzó la consellera Salomé Pradas con el president Carlos Mazón y su jefe de gabinete, José Manuel Cuenca, en los momentos más dramáticos de la inundación demuestran que la bajeza del equipo que tenía la responsabilidad de minimizar las consecuencias de la dana carecía de límites.
Pradas tenía en su poder un acta notarial con esos mensajes. Se lo había aconsejado su defensa por si las cosas se le torcían en el proceso penal. La consellera era el eslabón más débil de la cadena de mando y, como suele suceder en política, lo normal era que sus superiores la dejaran tirada como un trapo. Al ver que la amarga tradición se cumplía en su caso, comenzó a largar ante la jueza. Su último movimiento ha sido entregarle el acta con los whatsapps. Y lo que estos reflejan es que Mazón y Cuenca fueron algo mucho peor que negligentes frente a la tragedia: fueron despreciativos con la suerte de sus conciudadanos, incluso cuando ya se encontraban con el agua al cuello.
Recluido desde el mediodía en un reservado del restaurante El Ventorro con la periodista Maribel Vilaplana, el presidente de la Generalitat contestó con unos lacónicos “Bieeeennnn” y “Cojonudo” cuando la consellera le describió la gravedad de la situación y le informó de las tareas de rescate que estaban realizando. Por lo visto, Mazón no mostró el menor interés por conocer más detalles sobre el drama que estaba padeciendo su comunidad.
En cuanto al jefe del gabinete, el intercambio de mensajes demuestra que Pradas mantuvo un contacto permanente con él desde el comienzo de la reunión de emergencia del Centro de Coordinación Operativa Integrada (Cecopi). Lo que más llama la atención de estos whatsapps es la obstinación de Cuenca para que la consellera renunciara a su pretensión de decretar el confinamiento en toda la provincia de Valencia. A las 19.54 horas le escribe: “Salo. De confinar nada, por favor. Calma”. “Está la cosas (sic) muy mal”, le advierte su interlocutora. A lo que él replica: “Ya mujer”. Y añade: “Confinar una provincia es una barbaridad, una cosa es zonificar”. En otro momento, cuando Pradas insiste en el confinamiento, él le responde que para tomar una medida de esa naturaleza el Gobierno central debe previamente declarar el estado de alarma. La consellera le recuerda que la comunidad puede aprobar el confinamiento mediante la ley de emergencias. “Quítate eso de la cabeza por favor”, zanja el jefe del gabinete de Mazón, que a juzgar por el contenido de los mensajes no se implica demasiado en una situación que a esas horas ya ha adquirido sus dimensiones más escalofriantes.
El presidente del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, y el propio Mazón tienen el cuajo de afirmar que las responsabilidades políticas del caso ya se han sustanciado con la dimisión del president. Qué más cabe esperar de un partido que considera la mentira una virtud. Mazón no dimitió: se fue un año después de la catástrofe cuando su empeño desvergonzado por aferrarse al cargo ya no pudo hacer frente a la creciente ola de indignación de sus conciudadanos. Y en cualquier caso no se fue del todo: con el beneplácito de Feijóo ha pasado a ser portavoz de una comisión del Parlament, con un extra de 600 euros al mes, lo que le permitirá seguir aforado mientras se define su situación penal. Esas son las responsabilidades políticas según los cánones éticos del PP.
Que el nuevo presidente de la Generalitat valenciana, Juanfran Pérez Llorca, esté escenificando ahora una ruptura con la ‘era Mazón’ no es suficiente. Si el PP pretende prestarse como una organización resolutiva en la asunción de responsabilidades políticas, lo primero que debe hacer su líder máximo es pedir perdón por haber apoyado durante todo este tiempo a Mazón y, como mínimo, desmontar la jugarreta de mantenerlo escondido en una comisión parlamentaria de segundo orden a costa de los contribuyentes. Todo lo demás son palabras, palabras, palabras, como en el monólogo hamletiano. Y mucho cinismo. Tras la lectura de los whatsapps, la conclusión que puede extraerse es que lo ocurrido en Valencia aquel aciago 29 de octubre de 2024 fue mucho más que una negligencia de proporciones colosales: fue una exhibición de desprecio hacia unos seres humanos a los que había la obligación de proteger.