Malas, venenosas, diamandas

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Veo Veneno de los Javis mientras leo Las Malas de la escritora argentina Camila Sosa Villada. Y no puedo dejar de pensar qué habrá sido de Vanessa, a la que una noche helada y travestida, hace muchos años, acompañé a putear en el Bois de Boulogne de París como la periodista mirona que soy. Ni en nuestra muertita, Pedro Lemebel, adoradora de maricones y de pobres, pero no de pobres maricones. Y en mi Nayare, que otra vez se quedó sin casa porque travesti. Porque solo de visibilidad no se vive en el cismundo. No dejo de imaginar toda la bondad que hay detrás de la aparente maldad, de la miel detrás del veneno de algunas, y en toda la tristeza detrás de la purpurina.

Esto va de parques. España descubrió a La Veneno en el Parque del Oeste de Madrid, rodeada de su familia elegida, ahí donde más tarde se echaron a volar algunas de sus cenizas. Camila Sosa llegó un día al parque Sarmiento de la ciudad de Córdoba, Argentina, y frente a la estatua de Dante, en uno de los círculos del infierno, fue adoptada por sus madres travestis amorosas. “No sé dónde estaría si no hubiera llegado a ese parque guiada solamente por la afinidad con los árboles que crecen sin la ayuda de nadie”. Esa hermosa frase de Camila define también a su prima española, La Veneno. Árboles solitarios que se hermanan y se vuelven pequeños bosques que las abrazan en la oscuridad con sus tetas sin leche. Nada, ni siquiera el feminismo, abraza tanto y tan fuerte. En ellas, sirenas con tiburones, “convergen las dos facetas del mundo trans que más repelen y aterran a la buena sociedad: la furia travesti y la fiesta de ser travesti” escribe Juan Forn sobre las memorias de Sosa. La Veneno ha obrado el milagro, ha hecho a medio mundo entrar a bailar en la furia y en la fiesta trava. Y Camila lo ha escrito. En realidad, ha desafiado con creces la maldición que decía que la encontrarían muerta en una zanja.

Leo sobre los parques y plazas y calles, también escondidos detrás del follaje y de la hipocrecía oficial del hemisferio norte, por los que transita Frau Diamanda/Héctor Acuña, travesti en Barcelona en su libro Escenas catalanas. La travesti sudaka “chamana, mestiza, racializada, migrante, marginal e infecta” se dedica a “sexualizar espacios hostiles” a través de una escritura tan fugaz y relampagueante como un encuentro casual, como el torpedo del crussing, toda hiperbólica, saturada y corrosiva en su fricción con la bosta de la heterosexualidad sistémica, tumbándose hombres blancos como muros, para que se respete su “derecho a la voluptuosidad”. “Las travestis ya no estaremos ocultas bajo el escudo de la noche o de los callejones; estaremos ahí, en tu día a día, in your face contaminándolo todo”, anuncia la Frau.

¿Será que ya nos han “contaminado”? ¿Será que van a sexualizarnos de una vez por todas? Todas ellas han convertido la violencia que iba a destrozarlas, esos golpes de los que habla Camila que el mundo les propina en la oscuridad de un parque después del sexo, en legado; y su enseñanza es que si el mundo no te espera, si te rechaza, si no ha reservado un papel para ti en una serie, en un programa de televisión, ni una casa, ni una familia, ni un amor, te los inventas y punto. 

La Veneno no sobrevivió a esa lucha pero sí su fantasía, por eso ahora su nombre cuelga en un enorme cartel de la Gran Vía y dos millones y medio de personas la han visto en la tele. Camila, en tanto, le dio toda la vuelta al dolor (no dejen de ver su charla TED) y a las palabras. Las travestis también ríen al último y mejor.

Camila, claro, está viendo la serie y tuiteando sobre ella: “Los Javis hicieron algo que nunca se había hecho. Dejar a las travestis brillar en la pantalla. Y ahora todas como locas. Lloro sin parar”. Me gustaría tuitear cada frase del libro de Camila y cada frase de La Veneno como si cantaran juntas. Yo también lloro con ellas, por ellas, exputas putísimas, genias endiabladas y por esas niñas secretas que fueron y por las que las miran en la tele y se dicen para sus adentros “Yo quiero ser así”.