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Opinión - ¿Y ahora qué? Por Marco Schwartz

Viva la vida

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El último cuadro que pintó Frida Kahlo se titula Viva la vida. Es una naturaleza muerta que celebra la existencia a través del esplendor de unas sandías abiertas. Verdes y rojas, jugosas, carnosas, apetecibles. Al contemplarlas en el cuadro, puedes oír el chasquido de su piel lisa y dura, paladear el sabor negro y crujiente de sus pepitas, sentir cómo se escurre en tu boca un agua dulce y fresca. Es un cuadro que me trae recuerdos de amor apasionado y al que desde hace años vuelvo, de cuando en cuando, para recuperar el lema que es su título: viva la vida. Estuve ante él en el Museo Frida Kahlo de Coyoacán, en México, y sentí las mismas ganas de morder y saborear que me había producido siempre. Hasta hace unos meses, veía en las sandías, fruta de verano, la cara de un hombre muy bello, el hombre amado a quien traje de aquel museo de Coyoacán una postal (¿o me la trajo él a mí?) que reproduce ese cuadro y que nos ha acompañado durante años por estanterías y mudanzas.

Sin embargo, durante el pasado verano vi en las sandías la cara de otro hombre, un hombre congestionado, tumefacto, casi derrotado, una foto de alguien que ni siquiera se parece al que está en otras fotos de sí mismo. Se llamaba Eleazar Blandón y murió aniquilado por la explotación laboral, por la desigualdad social, por la indiferencia general. Lo llamaron golpe de calor pero fue un golpe de esclavitud. Con su nombre bíblico, que no sirvió para dotarlo de la protección imposible de Dios, el nicaragüense Eleazar trabajaba como temporero en los campos de Murcia. En la foto que envió a su hermana Anna, de pocos días antes de ser asesinado por todo lo que esa foto esconde, se ven tras él unas hileras de grandes cajas amarillas. Contienen muchas sandías. No hay una sola sombra en esa perspectiva. Un llano en llamas, se diría. Montañas peladas a lo lejos y un camión blanco, acaso el que llevó por última vez con vida a un hombre que tenía nombre de príncipe semita. En primer plano, ese hombre, Eleazar. Parece un refugiado, un huido de la guerra. Es un trabajador. Cobraba 4 euros por recoger -de sol a sol, en pleno agosto- esa vida que vive en las sandías. Dicen que era tan maltratado por un capataz como si lo contara Juan Rulfo (recuperado en su eterna vigencia por Mario Gas, Pablo Derqui y Vicky Peña en un montaje de teatro alucinante y brutal como la obra del mexicano, como la malograda biografía del jornalero en Puerto Lumbreras que había nacido en la verde y brumosa Jinotega, conocida como 'Ciudad de hombres y mujeres eternos'). Poco más se supo de ese hombre: que su cuerpo humillado fue repatriado, que sus hermanas buscan justicia, que su madre espera que el sacrificio de su hijo suponga en España una revolución.

Por esas mismas fechas del verano de la muerte, supimos que otro hombre, Juan Carlos de Borbón, huía de la justicia española. No en una caja de pino incrustada en la bodega gélida de un avión cualquiera, sino en la mullida cabina de un jet privado que lo condujo hacia la impunidad del reino sátrapa de los Emiratos Árabes. No he dejado de pensar desde entonces en las dos caras de la moneda de España que representan el hombre Eleazar y el hombre Borbón. La dos caras de una moneda única: la de la injusticia. Aunque no sabemos dónde se esconde Borbón, sí hemos tenido en estos meses muchas noticias suyas. Cuentas millonarias en Suiza y en la isla de Jersey, testaferros de alcurnia, presuntas donaciones en Bahamas, despechadas amantes de la misma calaña, tarjetas de crédito opacas utilizadas por varios miembros de la regia familia, caballos para la nieta y el blanqueo, cacerías, disparos, corrupción, maletines repletos de billetes regalados, prostitutas que esperan a los gatilleros a la orilla de un río kazajo, ríos de whisky, cadáveres de animales introducidos en el avión que los traería a España con su verdugo para ocupar, probablemente, las paredes del pabellón de caza construido en Zarzuela con tres millones y medio de euros procedentes de mi trabajo, del tuyo, del de Eleazar, para que el escopetero se deleitara en la contemplación de sus víctimas. Podría haberlo escrito Juan Rulfo.

Nada de lo que cuentan estas noticias es algo que no supiéramos. Era vox populi desde hace décadas que Juan Carlos de Borbón había heredado de Franco un trono en España que fue su plataforma para hacer una inmensa fortuna. Era vox populi que muchos grandes negocios no se cerraban en España sin que cobrara su mordida el del rifle en Botswana. Era vox populi que cazaba y que cobraba, el campechano. Juan Carlos de Borbón es un viva la vida: la suya a costa de otras. Pero eso no ha importado a esos deportistas españoles que hicieron público en octubre un vídeo de adhesión a su persona por haber pasado su vida entre hoyos y regatas. Tampoco a toda esa gente (muy vox con mayúsculas también) que participó en otro vídeo en octubre clamando “¡Viva el Rey!”. El mismo rey que ayudó a su padre a llegar a Abu Dabi huyendo de la justicia.

Quienes apoyan a este Borbón y al otro y a la infanta de los toros y a la abuela de la tarjeta black y a la nieta del caballo blanqueado aducen que hay quienes quieren acabar con las instituciones, desintegrar España. Esconden que en 1976 Adolfo Suárez evitó hacer un referéndum sobre el modelo de la jefatura del Estado porque sabía que ganaría la república. Esconden que el CIS no pregunta en 2020 sobre lo mismo porque sabe que ganaría la república. Secuestran la libertad de una nación para elegir su destino, o aducen que no es el momento: un intervencionismo político muy poco liberal. Querer hacer creer que nuestra sociedad no está preparada para sobrevivir sin la falaz protección de una jefatura vitalicia, hereditaria e inimputable, es una infantilización insultante. Y qué rubor produce el argumento de que una familia manchada por la corrupción nos representa en el mundo: el mapa en el que nos pone la familia Borbón es el de los paraísos fiscales, el de los cotos y los cosos de la violencia y la sangre, el de las turbias influencias, el de las esposas que se someten a la humillación por no perder privilegios inmerecidos, el de las hijas que siempre tienen trabajos donde nadie muere por golpe de calor, el del clasismo, la desigualdad y la injusticia.

He querido imaginar que circulara otro vídeo desde el que todas aquellas personas clamaran “Viva Eleazar Blandón”. No le devolveríamos su vida agostada, no volvería su cuerpo abandonado a tener otra oportunidad, no podríamos traer de vuelta al avión que se lo llevó, pero daríamos la vuelta a la moneda y trazaríamos el mapa de un paisaje que defender, ordenaríamos un territorio que no nos avergonzara en su crueldad, reconoceríamos el rostro de quien hace posible que la boca se nos llene de sandía para que podamos decir: Viva la vida. No la vida de los viva la vida. La vida de la solidaridad y del amor.