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Opinión - Valentía en tiempos de guerras. Por Rosa María Artal

Buscarse la vida para volver de Rusia tras un erasmus cancelado: dos autobuses, dos aviones y cruzar una frontera a pie

Hasta las 14.30 del pasado miércoles, Gorka Anton tenía pensado quedarse en Rusia. Este estudiante Erasmus, en San Petersburgo desde comienzos de febrero, contaba que daba clase “normalmente” y que no notaba complicaciones en la vida cotidiana tras la invasión del ejército a Ucrania: “Todo funciona, hasta las tarjetas de crédito, por mucho que hayan dicho lo del Swift”. Su intención era quedarse a la espera de acontecimientos.

Pero poco antes de las tres de la tarde, un email de su Universidad le trastocó todos sus planes. La Universidad de Barcelona, en la que estudia, le explicaba que han roto relaciones con la de San Petersburgo y que se tiene que volver a Barcelona a seguir con el curso académico. El rectorado explicaba después que había adoptado esta decisión tras reunirse con varias universidades europeas y pactar entre todas “dejar en suspenso las colaboraciones existentes con las instituciones rusas como protesta y medida de presión”.

En San Petersburgo, Gorka pasó por casi todo el arco de emociones con el correo de la UB. Primero, mal: “Les parece bien posicionarse en contra de la guerra, pero las únicas consecuencias reales son que ahora los estudiantes de intercambio no podremos continuar con nuestros estudios y tendremos que reengancharnos a un curso en marcha”, explicaba enfadado. Más tarde, digerida la situación, lo veía de otra manera: “Ya tengo billetes para un autobús hacia Tallín (Estonia). Aquí se habla de instaurar la ley marcial, así que quizá [volver] sea lo mejor”, escribía. Su plan es coger el autobús el viernes, cruzar la frontera a pie y volver a Barcelona en avión. No cree que tenga problemas, aunque relata que otros compañeros que emprendieron esta ruta hace unos días les contaron que se habían topado con controles militares por el camino.

Evitar las manifestaciones

En una situación parecida está Maria Font López, estudiante en San Petersburgo como Gorka. En los primeros días que siguieron a la invasión de Ucrania, esta joven vio cómo se quedaba prácticamente sola en la residencia donde está viviendo y también en algunas de las clases que sigue en la universidad, a las que iban básicamente extranjeros. Los franceses y americanos salieron muy al principio, recuerda. También los británicos. Muchos de ellos, en viajes organizados por sus universidades.

Gorka y Maria no han tenido tanta suerte. La UB ha pedido –exigido casi– a sus estudiantes en Rusia que vuelvan porque se tienen que reincorporar a sus cursos en Barcelona, pero no les facilita cómo hacerlo. La Universidad explica que está en contacto con los estudiantes y que les recomienda que contacten con la embajada para que les ayuden a encontrar la mejor ruta de vuelta a casa. Hasta ahí. Los dos se han buscado la vida por su cuenta y pedirán cuentas al centro cuando vuelvan.

En el caso de Maria, había acabado sucumbiendo a la presión familiar para volver. Su ruta será la misma que la de Gorka, un día después: San Petersburgo-Ivangorod en autobús, cruzar la frontera a pie y en Narva, ya del lado estonio, otro autobús hasta Tallín, donde cogerá un avión a Varsovia, en Polonia, y otro a Barcelona. Serán 24 horas de viaje si todo sale bien. Hasta donde sabe, el mayor problema con el paso fronterizo es la espera para la revisión del pasaporte.

Ella se habría quedado. “En San Petersburgo todo es normal”, cuenta por teléfono. Las clases de la Universidad seguían –online, como antes de la invasión, por la pandemia– y todo funciona, incluido internet sin censuras... casi siempre. “A veces hay que usar una VPN”, explica en alusión a las redes virtuales que enmascaran dónde está uno y que se utilizan con fines de privacidad, pero también para eludir la censura de algunos países. El único cambio que había detectado en la ciudad son las manifestaciones esporádicas contra la guerra, que les recomendaron evitar a toda costa. Como extranjeros, podrían verse en problemas, cuentan tanto ella como Gorka.

Maria relata que prácticamente nadie vio venir la invasión, tampoco los propios rusos con los que ella se relaciona. “Yo veía un ambiente normal. Hay conflicto con Ucrania, sí, pero ese conflicto está ahí desde 2014”, recuerda, “no tenía por qué desembocar ahora en una guerra”.

David Alonso Soto puede dar fe de que nadie esperaba la invasión. Estudiante de arquitectura de la Universidad Rey Juan Carlos, aterrizó en Rostov del Don literalmente dos horas antes de que Rusia lanzara la primera bomba en Ucrania. Su avión pisó tierra a las 6 am y a las 8 am empezó el bombardeo y cerraron el aeropuerto. Rostov del Don es la última gran ciudad rusa antes de la frontera con Ucrania.

Aún así, la situación es de normalidad en la ciudad. “Empezamos las clases ayer sin problema”, contaba este jueves. “Aquí, básicamente, no se habla del tema, me entero de cosas por lo que llega desde España”. Sí menciona David una circunstancia que también relatan Gorka y Maria, que cuando se habla de la invasión es porque muchos rusos tienen familia o conocidos en Ucrania y están preocupados. En el pequeño universo que les ha dado tiempo a crear en sus breves estancias, la población rusa les cuenta que no apoyan la guerra, el mismo pensamiento que hay al norte del país, en San Petersburgo.

Como a Gorka y Maria, las manifestaciones contra la guerra son el principal indicador en el país de que algo pasa, aunque David tiene pensado un plan por si tiene que salir de Rusia, que pasa por ir a Turquía para volver desde allí a España. El plan C sería coger un taxi hasta Georgia (“aquí son baratos, y además con la caída del rublo todo nos resulta todavía más barato”, cuenta). En cualquier caso son, al menos de momento, planes por precaución. De momento, no tiene pensado volverse motu proprio ni su Universidad le va a forzar. La URJC no ha roto con los centros rusos y en principio tiene pensado completar su semestre.

“No tenemos sensación de que haya que actuar rápidamente”

La Universidad española está haciendo recuento porque nadie parece saber cuánta gente había en Ucrania. “Detectamos que había una lectora de español de la Universidad de Cádiz que regresó con los repatriados hacia España”, informó ayer el ministro, Joan Subirats, que según fuentes del Servicio Español para la Internacionalización de la Educación (Sepie) era la única española en las universidades del país. Preguntado por los erasmus en Polonia, país fronterizo con el Ucrania, señalo que “no tenemos sensación de que tengamos que actuar rápidamente, no creo que haya ningún problema para mantener la seguridad”.

Antes, el Sepie, que gestiona el programa Erasmus en España, recordó también que todas las personas que estuvieran en Ucrania (las principales universidades españolas no tenían ningún estudiante allí este curso) o Rusia pueden “solicitar la aplicación de la cláusula de fuerza mayor”, por la que se les permite “cancelar, aplazar o trasladas actividades previstas en ambos países de la manera más flexible, sin perjuicio del respecto al marco legal aplicable”, explicaba la agencia.

Mientras, la Universidad entra lentamente en la guerra “como institución comprometida con la cultura de la paz, el progreso social y humano basado en los derechos humanos (para) contribuir en la medida de lo posible a la finalización del conflicto”, según se leía en el email con el que la UB justificaba su ruptura con los campus rusos. Por la mañana, en un movimiento paralelo a esta reunión entre campus europeos, la Conferencia de Rectores de Universidades Españolas (Crue) había enviado un comunicado junto a las asociaciones científicas Cosce y Facme en el que estos tres organismos “recomiendan que si existiera cooperación científica española con instituciones estatales de Rusia se congelen con efecto inmediato hasta nuevo aviso”. La recomendación es científica, lo académico queda al margen. Desde la Crue desconocían a media tarde el efecto que había tenido su llamamiento entre las universidades españolas.

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