¿Por qué siempre hay una mula y un buey en los pesebres?

Las figuras del pesebre llenan cada diciembre los salones y rincones de muchas casas. Las manos que las colocan buscan que no falte ningún detalle, desde los pastores hasta los animales que rodean al Niño. Entre todos ellos, la mula y el buey ocupan siempre un lugar fijo junto al pesebre porque se consideran parte inseparable de la representación. Su calor y su silencio completan la escena y transmiten la sensación de abrigo y quietud que caracteriza a esta tradición navideña, con ello se mantiene vivo un gesto que une generaciones y conserva la esencia del nacimiento.

El trabajo diario quedó reflejado en dos figuras animales

El buey y la mula se han convertido en elementos esenciales del belén cristiano porque expresan de forma tangible el mensaje de humildad del nacimiento de Jesús. Al situarse en un establo y no en un palacio, la escena remarca que la salvación se presenta en un entorno sencillo, próximo a la gente trabajadora y alejado de cualquier lujo.

Estos animales de carga, símbolo de esfuerzo en el día a día, representan además que toda la creación, incluso la más modesta, reconoce y acoge al Niño, y así su presencia recuerda cada año que la fe cristiana se origina en la pobreza y en la sencillez.

Ambos animales evocan también la vida de esfuerzo de las personas comunes. El buey, paciente y fuerte, arando la tierra, y la mula, resistente y terca, llevando peso de un lugar a otro, reflejan la dignidad del trabajo que sostiene la vida diaria. Su figura en el belén recuerda que Dios se identifica con los trabajadores y con quienes mantienen la existencia mediante el esfuerzo. De ese modo, el pesebre adquiere un valor moral que trasciende la mera decoración navideña.

Los textos antiguos y el arte fijaron una imagen que llegó hasta hoy

El origen histórico de esta tradición puede rastrearse en los evangelios apócrifos, especialmente en el Evangelio de la infancia de Santiago, donde se describe el nacimiento en una cueva y se menciona expresamente a un buey y una mula junto al Niño. Estos textos, difundidos en los primeros siglos del cristianismo, influyeron en los artistas y predicadores de la época, que incorporaron estas figuras a la representación de la Natividad, con ello se formó un modelo visual que el tiempo consolidó.

A partir del siglo III, teólogos y Padres de la Iglesia como Orígenes reforzaron esa interpretación al incluir a la mula y al buey en sus comentarios sobre el nacimiento. Con el paso de los siglos, mosaicos bizantinos, frescos medievales y obras de pintores como Giotto o El Greco fijaron esta iconografía, siempre con ambos animales muy próximos al pesebre, y así la tradición del belén doméstico heredó esas imágenes cuando se popularizó desde san Francisco de Asís en el siglo XIII.

El trasfondo bíblico de su presencia se apoya en el profeta Isaías, que menciona que el buey conoce a su dueño y el asno el pesebre de su señor, mientras el pueblo no reconoce a su Dios. Esa frase se convirtió en fundamento simbólico para representar a los dos animales como los únicos que perciben el misterio del nacimiento y lo aceptan, porque en ellos se ve la obediencia y la pureza de la naturaleza frente a la indiferencia humana.

Finalmente, la mula y el buey permanecen en cada belén como emblemas de humildad y trabajo. De esta manera, aunque muchas personas no conozcan todos los significados que acumulan, siguen colocándolos junto al Niño, cada uno a un lado, para darle sentido de calidez.