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Los ‘couacs’ de Hollande

Foto: AFP

Dídac Gutiérrez

En francés, cuando un ministro o alguien supuestamente afín al gobierno contradice la línea oficial, se dice que ha hecho un ‘couac’. Como un pato. La cronología de la presidencia de Hollande se puede analizar como un seguido de couacs. El último, ha acarreado la dimisión en bloque del gobierno. Tres días después que el presidente publicara una larguísima entrevista en Le Monde, detallando su ‘plan de combate’ para la rentrée, su ministro de economía, Arnaud Montebourg, y el de Educación, Benoit Hamon, lo desautorizaban en público en dos columnas mordaces. Un sabotaje en toda regla y el incumplimiento de la primera regla – la de la claridad –impuesta por Manuel Valls a sus ministros cuando pasó a liderar el gobierno el pasado mes de abril. Cogió la Constitución, y les leyó el artículo 21: ‘el primer ministro dirige la acción del gobierno’.

El inicio del gobierno Valls se remonta al 2 de abril de este año, cuando Hollande ponía al frente de su gobierno a su entonces ministro del Interior. Un personaje a contracorriente y el mejor valorado del gobierno, con cuotas de popularidad por encima del 70% mientras que el presidente y su entonces primer ministro, Jean-Marc Ayrault, recogían récords de impopularidad de más del 80%. Nunca antes un presidente francés ha sobrellevado, durante tantos meses, niveles de aprobación así de bajos.

Valls encarna el plus de voluntarismo que la sociedad francesa exige del presidente. Frente al Hollande ambivalente, prudente y permisivo, un primer ministro tajante, provocador y combativo – y con políticas bastante más conservadoras-. Un primer ministro atentísimo a la comunicación política, frente a un presidente algo despectivo con esa faceta política. Un primer ministro que se decantaba por colgar una foto de Clemenceau en su despacho, la figura histórica del socialismo francés que consiguió adueñarse al final de la primera guerra mundial de conceptos tan controvertidos como la autoridad y el patriotismo. Pero por encima de todo, un primer ministro que supuestamente iba a conseguir amaestrar a un equipo gubernamental que durante dos años había hecho de la división pública, su día a día.

En particular, la figura de Arnaud Montebourg. Un político que para entenderlo hay que mirar atrás, hasta su buen resultado en las primarias socialistas de 2011 donde se enfrentaron él (tercero), Hollande (primero), Martine Aubry (segunda), Ségolène Royal (cuarta) y Valls (quinto). Un político que hizo de una visión híper-crítica con la mundialización y la Unión Europea - la ‘des-mundialización’ - su leitmotiv. Un ministro al frente de la recuperación productiva y después de la cartera de economía, marcado por dossiers que han polarizado la opinión pública. Por ejemplo, el clash que le enfrentó en diciembre 2012 a los dueños de una de las siderúrgicas más importantes en Francia cuando anunciaron que cerraban una de sus fábricas en Lorraine, o cuando publicó, junto a Hollande y Valls, las 34 prioridades para re-industrializar Francia. Un ministro que lucha para que la industria represente 20% del PIB francés: ‘en 2025 el modelo industrial francés, como lo hizo Ford y Toyota, será un modelo mundial’, dejó escrito a mitad de 2013. Su última gran ley, aprobada en mayo, consistía en ampliar los sectores donde el Estado deberá dar su visto bueno cuando una compañía estratégica francesa esté siendo desmantelada y/o adquirida por capital extranjero. El decreto otorga al estado la potestad de autorizar según que inversiones en sectores como el agua, la sanidad, la energía, los transportes y las telecomunicaciones.

Tal vez la mejor manera de entender la personalidad y la visión política de Montebourg sea la de visualizar, de nuevo, la portada de El Parisien, en la que el entonces ministro aparece vestido con la tradicional ‘marinière’ francesa, vanagloriando la venta y compra de productos ‘made in France’. Una portada que se prestó a la ridiculización en algunos círculos, pero que sin embargo ilustra la disyuntiva profunda que esconde la dimisión en bloque de este gobierno.

Una disyuntiva que sigue persiguiendo al socialismo francés desde que en 2005 la campaña para la Constitución Europea fracturara de forma violenta y brutal el bando progresista galo. ¿Debe el PS apuntalar, integrar y aceptar la globalización como un marco irremplazable? La pregunta no es baladí. Supone enfrentarse a uno de los pilares del pensamiento progresista. Si las dinámicas que afectan la vida de los ciudadanos escapan a los controles tradicionales del estado-nación, la teoría política que pretenda defender una distribución más justa de los frutos producidos colectivamente en nuestras sociedades se enfrenta a un desafío de envergadura.

Temiendo reabrir de nuevo esta pregunta, que en el caso francés se vive como una auténtica guerra fratricida, Hollande ha querido, desde el primer día, ser el presidente de los matices, el de la reunificación y el ‘rassemblement’. El Presidente que devolvería la política al estanco del apaciguamiento, frente a la estrategia de polarización con la que Sarkozy apantalló la res publica. En su gobierno cabrían todos. ‘Moi, Président’, les dijo un Hollande incisivo a los televidentes durante la campaña, ‘seré un presidente normal’.

Hoy, el balance es doblemente duro. Ni su presidencia ha logrado sanar la herida de la división, ni tampoco ha sabido gestionar el corral de patos en el que se ha convertido el gobierno de la República. Con Valls a la cabeza de un nuevo gobierno que se anunciará el martes, la escisión ideológica saltará a la palestra. Aprovechar el espacio sombrío entre los edificios para seguir avanzando será más difícil. Hollande se convierte poco a poco en el primer presidente que asuma ser socialdemócrata en Francia. Como lo hicieron Blair y Schröder a su manera. Visto lo visto, tal vez sea su única oportunidad que tenga para capitalizar sobre sus reformas, y al mismo tiempo, puede que le aleje definitivamente de un posible segundo mandato. Tal vez sea esa la disyuntiva de un presidente normal.

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