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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

La abuela

Ángela Labordeta

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No voy a hablar ni de Rajoy ni de Iglesias ni de Sánchez ni de Rivera. No. Porque finalmente cada uno en su papel y en su histrionismo han destruido la esperanza y la política. Mi madre, que tiene ya casi setenta y ocho años y que ha sido socialista por encima de todo, me decía el otro día en un susurro callado y efímero: “No creo en ninguno de ellos. Estoy harta”. Y su puño se cerró abatido sobre la mesa de una cocina en otoño ante la mirada cómplice de sus nietas y la respuesta sin respuesta de su hija.

Así que hoy voy a hablar de cosas importantes y que tienen que ver con la soledad en la que construimos el mundo y nos construimos como personas. Dicen que la soledad nos puede conducir dulcemente, como una sirena, un cebo o una esfinge hacia su irrevocable abismo y también hay quien afirma que actúa como un narcótico y es el éxtasis de la creación, como lo fue para Montaigne o el mismo Camus. Mi abuela, una de las cosas más importantes que me ha pasado en la vida, me decía “la soledad es tu mundo para ti” y me lo decía porque me veía avanzar en silencio, recogerme en un rincón de la habitación y mientras posaba mis manos sobre un lienzo en blanco elevaba los ojos hasta la lámpara del techo y pensaba que si eso era la vida me gustaba, porque me gustaba en mi soledad y en mi silencio y, como decía mi abuela, la soledad era mi mundo para mí.

Mi abuela, sin embargo, nunca estaba en silencio, le gustaba hablar, sobre todo le gustaba hablar por teléfono, un teléfono fijo de color oscuro que había sobre la mesa del pasillo. La abuela hablaba con los amigos de mi padre, hablaba con sus amigas y hasta hablaba con mis amigas. Hablaba de cosas importantes, siempre la recuerdo hablando de cosas importantes y que tenían que ver con lo cotidiano de una casa de niñas que crecían imbatibles hacia la libertad y la vida. Pero los años fueron pasando y el vendaval de risas y pasión que cosió mi vida en su dedal se fue apagando y las cosas importantes se fueron olvidando y la noche se fue imponiendo y mi soledad ya no era mía, era también de ella, que no entendía porque su soledad eran tan negra y nos arrastraba a las dos. Ya no había consuelo, solo olvido y traición.

Y un día murió y la noticia llegó con la resaca de las últimas cervezas. Le faltaban solo unos días para cumplir cien años y yo escribí sobre un papel: “la abuela ha muerto” y abandoné aquella habitación de hotel y supe que alguien horas o días después leería ese frase en ese papel y pensaría: ¿cuándo ha muerto? ¿dónde? ¿abuela? ¿de quién?. Lo dejé escrito, porque lo que se escribe duele menos, y cerré la puerta de aquella habitación ya sin resaca, pero inmersa en una extraña soledad que era tan consentida como la vida y en la que decidí instalarme para no olvidar. Para no olvidarte, mi amada soledad de días estériles y noches de hoguera y fuego.

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