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Las mujeres ricas que no hacían nada

Peggy Guggenheim en Venecia. David Seymour

Lucía Lijtmaer

“Si le salieran todas las pollas del cuerpo que le han entrado, parecería un puercoespín”. Así definió Truman Capote a Peggy Guggenheim en Plegarias Atendidas, su famoso roman à clef inacabado que quiso retratar a la alta sociedad estadounidense de los años cincuenta y sesenta.

Lo cierto es que el apetito sexual de la heredera Guggenheim fue conocido y reconocido: Laurence Vail, John Holms, Garman, Max Ernst, Jackson Pollock, Samuel Beckett... Si hubo un hombre -o mujer- cuyo talento haya pasado a la historia en la primera mitad del siglo XX, ahí estuvo Peggy, de alguna manera u otra.

Pero Peggy Guggenheim ha trascendido por algo más que el cotilleo internacional sofisticado. Guggenheim fue una de las principales promotoras y coleccionistas de arte del siglo pasado, y, a fuerza de ojo y voracidad, hizo de su vida y un momento económico especial, un verdadero museo. Francine Prose lo cuenta en la biografía sobre los mejores años de la mecenas: Peggy Guggenheim. El escándalo de la modernidad, publicada por Turner.

Calder, Giacometti, Brancusi, Klee, Leger, Man Ray forman parte de la enorme lista de sus adquisiciones artísticas, siempre con una vocación: fundar una institución que destilara el desenfrenado tiempo que vivió. Guggenheim sobrevive ahora como nombre-museo en Italia, como pieza indisoluble de lo que implicó ser mecenas en la Europa de entreguerras, dónde el dinero arropaba la excentricidad de una más de esas mujeres que parecían no hacer nada y modificaban la atmósfera de una habitación con su presencia.

No es casualidad que Capote incluya a Guggenheim en Plegarias Atendidas. No es la única excéntrica aristócrata en un libro plagado de cisnes. La metáfora es suya: no hay mayor perfección estética que un cisne, independientemente de lo que haga, incluso si no hace nada. Con “la pureza de un pisapapeles de cristal”, como añadía, los cisnes del escritor plagaron fantasías de aristocracia en novelas y cotilleos a finales de los años sesenta. Bautizadas en la época como “las mujeres que almuerzan” -entendiéndolo como su única actividad diaria, finalidad, destino social y, en ocasiones, motivo de emparejamiento con algún magnate-, los cisnes eran un ramillete concreto: Gloria Vanderbilt, Babe Paley, Slim Keith, Lee Radziwill y Mona Williams.

De todas, Williams es la que tiene mayor calado en su obra: es la protagonista de Plegarias atendidas bajo el nombre de Kate McCloud. Mona Williams, más adelante Mona von Bismarck fue otra de las ricas y bellas “it girls” que, congeladas en el tiempo, fueron retrato de una época.

Todas fueron “alguien” de una manera poco trascendente, pero tuvieron su importancia. Williams aparece retratada como una belleza gélida de ojos claros y es recordada por su jardín, lleno de nenúfares y glicinas, que bajaban en cascadas de colores emulando un arcoiris. Slim Keith fue la portadora del estilo en el que se basó su primer marido Howard Hawks para crear el personaje de Lauren Bacall que enamoró a Bogart. Gloria Vanderbilt robó maridos y fue la inspiración para Desayuno con diamantes, Lee Radziwill fue hermana de Jackie Kennedy y musa de Studio 54 y Babe Paley redefinió el ideal del estilo en revistas de moda.

La diletante que lo hizo todo

Durante décadas fue mal entendida como un cisne con vocación literaria. En el otro extremo del continente operó Victoria Ocampo. Seductora, bella, histérica y feroz, la mayor de las hermanas Ocampo, herederas de una de las mayores fortunas argentinas del siglo XX, Victoria estaba destinada a ser una más de esas mujeres bien casadas que entretienen a los invitados de apellido patricio entre el club de hípica y los viajes a París. Pero Victoria convirtió una pasión -la literatura- en su inmortalidad.

A Ocampo no se la conoce por su obra literaria, sino por su voluntad autobiográfica. Darse: autobiografía y testimonios, recopilada por Carlos Pardo, trasciende lo ya conocido de la aristócrata -sus diarios, correspondencia y fundación de la vital revista literaria Sur- para adentrarse en la verdadera importancia de la autora. De este libro emerge una comprometida activista que participó desde su juventud en las primeras manifestaciones de los movimientos feministas, intelectuales y antifascistas argentinos, y que fundó en 1936 la Unión Argentina de Mujeres. Admiradora -y posible amante- de Rabindranath Tagore, traductora de Albert Camus, Graham Greene, Dylan Thomas, coeditora junto a Ortega y Gasset, defensora de Virginia Woof, mecenas de García Lorca, la única periodista latinoamericana en los juicios de Núremberg y, por encima de todo, la ferviente escritora de sus Testimonios, que aúnan verdaderamente la condición de vida y obra en unos relatos que forman un retrato del siglo XX sin parangón.

Fumadora, atea, oligarca y feminista, Victoria Ocampo quedó para el exterior como el reverso diletante de su hermana Silvina, novelista y cuentista reclamada para la posteridad por Jorge Luis Borges, entre otros. Pero los cisnes, ya se sabe, siempre vuelven con un último canto a reclamar su espacio.

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