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Así es la localidad alemana donde atacan a refugiados: “Pensaba que había dejado atrás la guerra”

Refugiados parados al lado de un vehículo de la policía antes de una visita de la canciller alemana Angela Merkel al alojamiento de refugiados en Heidenau, Alemania, 26 de agosto de 2015/ Foto: Arno Burgi - AP

Fabian Köhler

Heidenau (Alemania) —

Es difícil encontrar en Heidenau personas que demuestren que no todos aquí son así. Que no son como el millar de neonazis que este fin de semana recibieron a refugiados con cohetes, botellas de vidrio y piedras. Es muy fácil caer en los clichés del alemán del este pueblerino y racista. El hombre que está sentado ahí con la gorra roja y la cerveza en la mano no lo pone nada fácil: dice que él sí tiene algo en contra de los refugiados porque “no trabajan”. Y, a continuación, sin percibir contradicción alguna en lo que dice, asegura que “nos quitan el trabajo”. Una cosa sí tiene clara: que se va a quedar ahí sentado mirando “hasta que todos los extranjeros se vayan”.

Heidenau es una localidad que se ha hecho tristemente famosa por su violento recibimiento a unos 300 refugiados enviados a instalarse en una nave industrial, sin la más mínima intimidad o comodidad, en camas plegables, con baños y duchas compartidos. La localidad se encuentra a un cuarto de hora en autopista desde Dresde. Para situarse, esta última ciudad es famosa en Alemania por ser la capital del grupo anti-inmigración cuyos miembros se autodenominan “patriotas europeos”, el movimiento Pegida.

Durante los dos días que cientos de neonazis atacaron a los policías que protegían a los refugiados alojados en la nave, y a pesar de contar con 33 heridos entre sus propias filas, la policía no detuvo mas que a una persona: un periodista. Cuando el tercer día la policía se decidió a sacar un cañón de agua, lo apuntaron en dirección a los antifascistas. Y ello además el día exacto en que se cumplían 23 años del pogromo en Rostock-Lichtenhagen en el que un tumulto de neonazis y vecinos atacaron un asilo para inmigrantes vietnamitas incendiándolo con las personas dentro. Por suerte, pura suerte, no hubo fallecidos.

“Cuando llegamos con el autobús me puse a rezar y pedir que no nos parásemos aquí”, cuenta Mahmud. Dos meses antes se había marchado de Alepo. “Pensaba que había dejado atrás la guerra”. Una frase que resulta exagerada en boca de un refugiado de guerra, pero que al mismo tiempo desvela la dramática realidad de quienes llegan buscando asilo a Alemania.

Una existencia llena de incertidumbres y miedos. En tres semanas nacerá su hijo, explica Ahmad, un joven sirio de veintitantos. “Pero ni siquiera sé, si mi mujer aún vive”, explica. Y pregunta si no hay otra forma de traer a su mujer a Alemania. Ahmad está con otro refugiado en frente del stand donde venden las salchichas frente al supermercado. Al instante se forma un corrillo en torno a él: una mujer con un carrito, un joven con la cabeza rapada, dos parejas de jubilados. “Nosotros no tenemos nada en contra de los refugiados...”, “pero nosotros, los alemanes...”, “porqué tienen que traerlos precisamente aquí...”, “a nosotros no nos regalan nada...”, “quién sabe la que van a formar los refugiados aquí en el pueblo...”.

“Casi nadie vino a ayudarnos”

En un pueblo de alemanes “decentes”. Como aquellos a los que el vicecanciller Sigmar Gabriel, del partido socialdemócrata (SPD), apelaba el lunes en el discurso que dio al visitar el lugar. Uno de ellos podría haber sido Misbah, si no fuera porque es iraní. Misbah ha sido él mismo refugiado. Junto a su mujer fue uno de los pocos habitantes de la ciudad que opusieron resistencia directa al millar de neonazis la tarde del viernes cuando comenzaron los disturbios. “La policía nos decía que no podían protegernos”. En Heidenau “casi nadie vino a ayudarnos”.

Precisamente habla de decencia el que fuera el ministro que llevó las exportaciones alemanas de armas a un nivel récord. Habla de decencia y de solidaridad con los refugiados. De Alemania como un país “compasivo”. Suena igual que si el ministro del interior Thomas de Maizière denominase la impasividad de la policía en Heidenau como “toda la severidad del estado de derecho”. Que es lo que precisamente dijo. Alemanes decentes que se despertaron estadística y estrictamente hablando cada día de 2015 con la noticia de un nuevo albergue para refugiados en llamas.

Es casi de noche cuando el alcalde de Heidenau Jürgen Opitz, de la unión cristianodemócrata (CDU) sale de la iglesia y viene a visitar a los refugiados. Dos docenas de policías y el mismo número de activistas aún están apostados frente a la entrada. Pasa un coche y alguien grita desde su interior: “Alemania para los alemanes”. El alcalde tiene que enfrentarse una vez mas a una buena parte de sus gobernados. Para él su pueblo son las personas que estaban ahora hace un ratito en la iglesia rezando por los refugiados. Allí, a un kilómetro y medio de distancia, en un lugar donde las personas no solo van a echar gasolina como aquí. Lejos de la autopista y las vallas de la policía. Lejos de los refugiados.

Esta noche, un grupo de refugiados afganos han formado un símbolo de la paz con velitas en el suelo en frente de la nave. Sami de Aleppo asegura que “en Turquía, en Líbano, en Iraq, las personas nos han dado la bienvenida, ¿porqué no podéis hacerlo vosotros alemanes también?”

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Traducción: Carmela Negrete

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