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Cuerpo de embarazada sin embrión: historia de dos abortos

Ilustración de Paula Bonet.

Paula Bonet

Contemplo un óleo que parece trabajado sólo en una pequeña superficie en la parte superior-derecha de la tela. La luz baña una figura arrodillada que se dirige al cielo mientras el resto de la escena está invadida por la oscuridad. Analizando los matices de la zona en sombra me doy cuenta de que ese es el lugar en el que he vivido siempre, y que antes de intentar salir a la luz necesito entender qué sucede en esas construcciones que las mujeres hemos levantado en las tinieblas. 

Somos más de la mitad de la población pero nuestra representación es irrisoria. Recibimos un trato desigual. Somos el objeto y no el sujeto, y además somos sospechosas de cada uno de nuestros actos. Levantaremos sospechas incluso al denunciar una agresión sexual porque la cultura de la violación está tan arraigada que se ha invisibilizado y convivimos con ella en esas tinieblas que nos son tan familiares.

Hace más de quince años y durante mucho tiempo me creí una privilegiada al sentir que formaba parte de un círculo artístico formado mayoritariamente por hombres. Poetas y pintores mucho mayores que yo que cuando invitaban a autores de fuera de la ciudad a dar charlas no dudaban en llamarme para que asistiera a sus cenas o a tomar copas más tarde. Siempre me pedían que fuera con mis amigas. En aquella época yo sentía que formaba parte de algo importante, que iba a crecer intelectualmente a mayor velocidad, no sospechaba sobre lo obvio de mi piel tersa y mi fácil capacidad de asombro.

Como soy mujer se supone que hablo de cosas de mujeres, que dibujo para mujeres, y que mi público, por lógica, debería ser sólo de mujeres. Pero apenas sé nada sobre mi género, hace muy poco que he empezado a conocer esta amalgama de carne, piel, órganos y tendones que me conforma (bien, sabía de dietas, cremas, y referentes físicos imposibles a los que tenía que parecerme). Se silencia todo aquello que afecta a nuestros cuerpos, que sólo despiertan interés y tienen presencia pública mientras son jóvenes y deseables. Conocer, por ejemplo, lo complejo de nuestros ciclos hormonales también es humano y universal. Saber cómo funcionan aquellos órganos que los hombres no tienen es necesario para entendernos.

Hasta que no pensé en quedarme embarazada no supe que el óvulo que mi cuerpo desprende cada mes sólo es fértil durante un tiempo vertiginosamente limitado. Debería haber necesitado acceder a esa información hace veinte años. Habría ahorrado en disgustos y en condones.

Todo lo que gira alrededor de nosotras o bien no importa o bien es un tabú: que el pensamiento humano se haya formado a través de la experiencia masculina tiene como consecuencia directa una sociedad que cojea.

Hace diez meses tuve un aborto espontáneo y apenas he podido hablar de ello a pesar de vivir en un entorno abierto, dialogante y comprensivo. En la segunda revisión supimos que no había latido. Que el poco espacio que ocupaba aquel ratón que estaba gestando y al que ya le había escrito un cuento, comprado decenas de libros e imaginado mil veces tumbado a mi lado en la cama había menguado y debía haber muerto un par de semanas antes.

Ayunas, legrado, reposo, silencio y un cuerpo que se ensancha y vuelve a su sitio a una velocidad abrumadora. A la cabeza le cuesta más. La obsesión por la idea de volver a quedarme preñada me inmovilizó. Empecé a leer libros y artículos sobre la maternidad tardía. Casi todos escritos por mujeres que pasan de los cuarenta, que se sienten timadas por cómo los acontecimientos han hecho que gestionaran sus tiempos y que luchan en mil batallas para conseguir ser madres. A mí todavía me quedaban cuatro años para alcanzar la cifra pero cuando las leía sentía que mi cuerpo era como el de ellas, que también mis óvulos eran pasas marchitas, que mis temores eran los mismos, que mi vida era la suya. Y mientras analizaba mis reglas y calculaba mis días fértiles, nació mi segundo sobrino y se me murió el último abuelo.

Diario. Marzo 2017. Tardo más de lo habitual en reaccionar y siento como si tuviera que protegerme de todo encerrada en un cuerpo de embarazada que no contiene embrión.

Diario. Julio 2017. Los veranos de mi infancia los pasaba aislada del mundo en la casita de campo de mis abuelos. Todo era amarillo y lento. Los días se alargaban y las noches eran húmedas a pesar del calor. Una mañana de agosto mi madre llegó tocándose la tripa y me dijo que en febrero tendría una hermana que no tardó en convertirse en la niña de mis ojos. Elegí el nombre del bebé y ese bebé está a punto de parir a su segundo hijo.

Diario. Agosto 2017. Ya no lloro cuando veo los vientres duros de mis amigas y hermana preñada.

Diario. Diciembre 2017. Viajo a Sevilla a hablar de La sed. La última vez que cogí un avión con ese destino estaba embarazada y una mínima turbulencia disparaba una alarma. Me había convertido en una madre osa que solo quería velar por la protección del ratón milimétrico que estaba gestando en su útero. Y velé. Y tanto que velé. El estado de alerta era aterrador. Las siestas larguísimas, la dieta estricta, el aguarrás bien lejos. Pero al ratón se le paró el corazón y se quedó allí dentro quieto, mudo. Como si no quisiera molestar. Estoy segura de que aquel ratón era una ratona.

Otro aborto

Hace tres meses volví a quedarme embarazada. Esta vez sí. De nuevo su cara, fantasear con una infancia entre botes de pintura, libros, guitarras y teclados, pensar si se dejará llevar por lo que nos apasiona o si le importará una mierda saber quién fue Ligeti. El lunes pasado tuve otro aborto espontáneo. Y después de las ayunas, el legrado y el reposo supe que lo que tenía que ver con el silencio no tenía por qué ser una imposición, aquello dependía de mí.

A las mujeres nos falta información y se nos señala como culpables incluso en situaciones como esta. A lo largo del último año he oído demasiadas veces que seguramente lo debí perder porque soy un culo inquieto, porque no paro, porque en un mes había estado en Sevilla, Madrid, Londres y Barcelona inhalando aguarrás, saliendo a cenar y caminando demasiado. Seguro que había comido algo que no debía, que no había descansado lo suficiente. Aquello me debió pasar por egoísta, por no pensar en mi hija.

Cuando supe que estaba embarazada de nuevo lo anulé todo. Nunca había dejado colgado a nadie y menos dos semanas antes de ningún acto. Después llegaron unas náuseas, mareos y vómitos muy intensos que habrían hecho que los anulara de todos modos, pero no quiero centrarme en esto sino en la decisión previa que me hizo tomar el contexto. Me volví loca con la alimentación, con la limpieza del frigorífico y de la cocina, con las horas de sueño, con los posibles esfuerzos que no debía hacer, con la ventilación de mi taller de grabado.

Seguramente nada de esto ha provocado mi segunda pérdida. Quizás el problema no está en mi cuerpo. O sí. No lo sé, porque hasta que el lunes pasado hice un post en redes intentando normalizar lo que me había sucedido, intentando nombrarme y nombrarnos, no supe las dimensiones reales del asunto. No sabía que a un porcentaje elevadísimo de mujeres les ha sucedido lo mismo que a mí por lo menos una vez en la vida, ni que muchas otras han tenido que pasar por cinco abortos antes de parir a su hijo debido al protocolo médico, tampoco sabía lo común que es tener que parir un feto muerto de seis meses de gestación (no puedo llegar a imaginar lo doloroso de la situación y las consecuencias desgarradoras que la experiencia supone). Desde que hice públicas mis pérdidas son muchos los profesionales de profesiones que desconocía los que me han brindado su ayuda.

Mientras leía obras escritas por hombres, mientras intentaba formar parte de grupos artísticos de hombres, mientras contemplaba lienzos pintados por hombres y leía libros de técnicas y procedimientos pictóricos que se dirigían a mí como un hombre-pintor me estaba olvidando de mí y de la mitad de la población del planeta. Nosotras también hemos escrito, pintado y pensado, y nuestro trabajo también ha tenido como consecuencia avances científicos de capital importancia. Las mujeres no somos un colectivo. También somos seres humanos. También tenemos voz. También queremos contar el relato.

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