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Agustín, el poeta cuántico

por Carlos González Peón

Esto es un poema. Me refiero a lo que viene a continuación. Este texto, en su totalidad, es un poema. Disfrútenlo, será breve. No están frente a un ejercicio metaliterario, no se apuren; no es un verso prosado, esto; no es una prosa versificada, esto; no es nada de eso, esto; si acaso es algo, será un postpoema, será postpoesía. Yo lo sé, Agustín lo sabe; me lo han dicho los sulfitos del vino con el que quiero regar los versos que siguen.

Agustín Fernández Mallo, nuestro héroe de la semana, es el tipo que hace años escribió un libro experimental al que puso el nombre de bote de crema de cacao y del que salió una generación de escritores (Los Nocillos) de los que se ha hablado en exceso si tenemos en cuenta sus méritos. Cuando me levanto quisquilloso pienso que quizá solo quería, el bueno e inocente, el físico polifónico Agustín, hacer un remake de aquellos botes de sopa Campbell’s que otro antes que él dibujó. No hace tanto que volvió a repetir la experiencia de meter la pata hasta el fondo versionando unos textos de Borges. Otra vez el remake como idea original. No le salieron del todo rana los experimentos, viendo el lodazal resultante de aquellos barrizales. Y doy con esto a Mallo por presentado.

Dice un proverbio tailandés que siempre que a alguien le llama la atención algo que hace Agustín una musa muere ahogada en sus propios vómitos. Por culpa de los críticos Manuel Rico (Babelia) y de Túa Blesa (El Cultural) han podido morir, en las últimas semanas, legiones de musas. Parece que se hayan propuesto aniquilar, estos dos, en su dislate devocionario, a toda cuanta ninfa se le cruce al gallego por delante. Objetivo: salvar los postversos de Agustín o, citando libremente a Blesa: su “panglosa” a reventar de “variedades del habla y sistemas semióticos”.

Tanto para uno como para otro, Agustín es la vanguardia personificada, si obviamos ciertas reservas del primero. Agustín revitaliza, dicen, “el fragmentarismo de las mejores páginas de Rimbaud” que, como todo el mundo sabe, es a lo que aspira todo poeta. Permitan que lo dude. En todo caso lo que hará este chico será sentar a Rimbaud en sus rodillas, encontrarlo amargo e injuriarlo sólo por el placer de llamar la atención y ver si lo suyo es tan anormal como parece.

Al ser lego en la materia ignoro si Agustín es un gran poeta o un simple vendedor ambulante de humo con talento para los juegos malabares, pero si a estos señores, tan postversados ellos en el arte del glosar, les parece que enlazar “pantallazos, enlaces, links, widgets, reflexiones fugaces, impresiones, imágenes gráficas, fórmulas científicas, destellos de memoria cultural o referencias a la muerte”… (en referencia a Antibiótico, Visor, 2012), si creen estos señores, decía, que todo esto junto, emplastado cual collage, es poesía moderna, vanguardista, futurista; si creen que este echarse el verso por montera da razón de la grandeza de Agustín, entonces habrá que darles la razón a ellos también y reconocer que tanta paja mental pueda ser un acto de sentido común.

Pero es Agustín, en su ensayo Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma (Anagrama, 2009), quien establece las normas de “estricta maleabilidad” sobre las que construirá sus artefactos, por llamarlos de alguna manera. La primera y única regla es que no hay reglas, ergo todo vale, es decir, bien está lo que acaba en punto y final. Partiendo de semejante premisa poco más puede hacer la crítica que darle en todo la razón y aceptar que la función delta de Dirac pueda ser un autorretrato aceptable, además de un verso libre. (Joan Fontaine Odisea, AFM, pág. 67). Quizá por eso Blesa nos recuerde que “poner en relación esto con aquello son puntos esenciales en su poética”, que es exactamente la misma técnica que utiliza mi madre para hacer el bizcocho de yogourt.

En un intento desesperado por acercar al pueblo llano la postpoesía de Agustín, los críticos disparan dardos mortales de necesidad cargados de agudezas intelectualoides como, por ejemplo, destacar que en la “noción de rizoma de Deleuze y Guattari se encuentra el antecedente que justifica el carácter de discontinuidad de su escritura”, que es un poco lo mismo que no decir absolutamente nada, o peor, querer pasarse de listo. Si para leer a Mallo hace falta tener nociones de física cuántica no es de extrañar que tenga el pobre hombre que ir por el mundo adelante haciéndole los coros al otro Fernández, el de la Porta.

De las críticas voluntaria y forzadamente ininteligibles de esos dos señores, me divierte especialmente la idea, aportada por Manuel Rico, de que la escritura de Mallo es una geografía de impresiones, “un macluhanianismo poético en el que el medio es el mensaje” y lo esencial está en comprobar que el universo entero cabe en un solo átomo de poemario sideral de este pequeño genio de las cifras y las letras.

Moraleja: que los que no sepan escribir se pasen a la poesía, que lo mismo que hay siempre un roto para un descosido, hay un crítico locuaz dispuesto a darle a uno la razón.

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