¿Se ve algo en la poesía?

Cuando era un chaval sólo íbamos a películas en las que se viera algo. Si no se veía nada, ¿para qué ir al cine? Aunque sólo fuera una teta y de lejos. Con eso nos conformábamos.

La pregunta obligada, si te recomendaban una película, siempre era la misma: pero ¿se ve algo o no?

La poesía pierde casi tantos espectadores como el cine español por la misma razón: nunca se ve nada.

Se tiene la sensación de que en la poesía se usa el cuerpo lo menos posible, nunca se suda, nadie se acatarra y los únicos fluidos que se intercambian son las abundantes y cristalinas lágrimas (a menudo a excesiva temperatura, ardientes). En un poema, como en ciertas empresas, no admiten embarazadas. Así que entonces, de follar, mejor ni hablamos, ¿no?

En mi opinión de “lector silvestre”, esto no es del todo cierto. Haber hay cuerpos, lo difícil es encontrarlos: saber mirar.

A veces, de hecho, se ve demasiado.

Es conocido el caso, por ejemplo, del petómano (que no pedófilo) Octavio Paz y aquel poema tan enternecedor de su libro Salamandra:

AGUA Y VIENTO

Agua extendida centelleas

bajo un relámpago lascivo

mi pensamiento azul y negro

Caminas por el bosque de mi sangre

árboles con olor a semen

árboles blancos árboles negros

Habitas un rubí

instante incandescente

gota de fuego

engastada en la noche

Cuerpo sin límites

en una alcoba diminuta

El mar te levanta hasta el grito más blanco

la yedra del gemido clava sus uñas en mi nuca

el mar te desgarra y te arranca los ojos

torre de arena que se desmorona

tus pedos estallan y se desvanecen

gallos negros

cantan tu muerte y tu resurrección

Sobre el bosque carbonizado

Pasa el sol con un hacha

No se puede negar que se ve bastante, es un señor polvo, con semen, arañazos en la nuca, gemidos, y en el momento del éxtasis, ojos en blanco (o arrancados por el mar), gritos y… ¡atiza!: a ella se le escapan de pronto unos sonoros pedos que causan admiración en su amante (o quizá provocan esa “torre de arena que se desmorona”, todo se viene abajo).

No pocos han celebrado las ventosidades que al parecer estallan sin previo aviso en el clímax del coito, de Joyce a Lawrence o Breton, para no hablar de Quevedo. Sin embargo, cuando Octavio Paz envió su romántico poema a la revista Sur (a quién se le ocurre, por otra parte), Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares lo leyeron tapándose la nariz. Así cuenta Bioy, en su libro de recuerdos de Borges, el diálogo que mantuvieron:

“Octavio Paz envió a Sur un poema de amor con el verso ‘tus pedos estallan y se desvanecen’.

BORGES: Se verá a sí mismo como un conquistador de nuevas regiones para la poesía… Qué regiones.

BIOY: Menos mal que se desvanecen“.

Sí, menos mal, como dice Bioy, porque en lo tocante a pedos, la permanencia es una virtud poco apreciada por la mayoría.

No sé si a causa de los comentarios de Borges y Bioy, más tarde Octavio Paz corrigió el poema, en el que cambió una sola palabra.

Así es cómo aparece en la edición definitiva de Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores:

“tus quejas estallan y se desvanecen”.

A mí me parece un disparate cambiar pedos por quejas, entre otras cosas porque las quejas nunca se desvanecen. Sobre todo las quejas que se desencadenan en momentos así: ni abriendo todas las ventanas se olvidan.

No todos los poetas, empero, son tan ruidosos como el flatulento Octavio Paz. A veces hay que saber leer con malicia y, para ver algo, hay que poner atención y mala intención.

Han sido muchos quienes me han enseñado a ver algo en la poesía. Tuve el privilegio de tratar en Nueva York y en Madrid a Elias Rivers, maestro de hispanistas, al que conseguí sorprender en una ocasión, cuando le hablé de la primera égloga de Garcilaso. Creo que se puso un poco pálido.

El poeta se propone cantar “el dulce lamentar de dos pastores”, unos tales Salicio y Nemoroso.

Como al parecer es costumbre de los pastores, Salicio, al amanecer, se sienta cabe un arroyo a quejarse de su amada, Galatea, a la que interpela “como si no estuviera de allí ausente”.

“¡Oh más dura que mármol a mis quejas!”, comienza, y sigue con una carretada de estrofas que, al parecer, no tienen otro propósito que hacerse llorar a sí mismo, pues todas acaban con el verso: “Salid sin duelo, lágrimas, corriendo”.

Ni tras once estrofas seguidas consigue el tal Salicio provocarse lágrimas, así que decide callarse y entonces por fin: “soltó de llanto una profunda vena”.

El otro pastor, Nemoroso, no quiere ser menos y también se arranca a cantar a su amada, “Elisa, vida mía”, que tampoco le quiere ya, pero en este caso por distinta razón. En concreto, porque está muerta.

Entre Nemoroso y la difunta Elisa no cabe duda de que hubo más tomate que entre el timorato Salicio y la liviana Galatea, porque lo que Nemoroso echa de menos va siempre en la misma dirección:

Acuérdome, durmiendo aquí algún hora,

que, despertando, a Elisa vi a mi lado.

En la siguiente estrofa se pregunta Nemoroso dónde estarán ahora los claros ojos y en general el resto de su amada muerta, cabellos rubios, blanco pecho y la “columna que el dorado techo con proporción graciosa sostenía”. El cabello rubio, a causa del pecho, se ha convertido en dorado techo. Son las iniquidades a las que arrastra la rima, esa delincuente, culpable (decía Quevedo) de hacer puta a Lucrecia, sólo porque el poeta dos versos antes había comido fruta.

La respuesta ya la sabíamos Nemoroso y los lectores:

Aquesto todo agora ya s’encierra,

por desventura mía,

en la escura, desierta y dura tierra.

Volvamos a las preguntas, a aquello que Nemoroso echaba de menos:

¿Do están agora aquellos claros ojos

que llevaban tras sí, como colgada,

mi alma, doquier que ellos se volvían?

¿Dó está la blanca mano delicada,

llena de vencimientos y despojos

que de mí mis sentidos l’ofrecían?

Charlando con Elias Rivers, las copas que llevábamos encima (unos más que otros) me animaron, al recitar estos versos, a mencionar el comentario que hizo de ellos Enrique Tierno Galván, que fue nada menos que éste: ahora observe usted con qué delicadeza evoca Garcilaso la masturbación del pastor por la pastora.

Me quedé de piedra: la blanca mano que tanto echa de menos Nemoroso es la que le masturbaba (delicada) y que él, o sus sentidos, llenaban de “vencimientos y despojos”, extraídos de sí mismo, al ofrecerle una caudalosa eyaculación pastoril.

Como se sabe, el origen del término masturbación se discute mucho, pero es indudable que al final la mano siempre acaba manchándose (sea manus turbare o manus stuprare).

Si yo me quedé de piedra, es difícil describir la perplejidad de Elias Rivers, uno de los garcilasistas más ilustres del mundo, al conocer la lectura de Tierno Galván de los en apariencia inocentes versos de Garcilaso.

Lectura que, a mi modo de ver, explica mejor que ninguna otra “el dolorido sentir” del pastor Nemoroso y su “desventura”. Si se ve algo, con frecuencia cambia la lectura de todo lo demás. En este caso, para mí, el recuerdo de esa blanca mano que ahora ya está “bajo la escura, desierta y dura tierra” es estremecedor.

Pocos lectores he conocido con más malicia que Enrique Tierno Galván (y pocos tan incapaces de un mal pensamiento como Elias Rivers).

Se ve algo en la poesía, pero siempre me ha llamado la atención que a los poetas les moleste tanto la banda sonora. Muchos no hacen ascos a los gemidos, algunos hasta consienten que estallen pedos, o los celebran, como Octavio Paz; pero en general parecen partidarios del cine mudo.

Una chica que había sido dobladora de películas porno nos contó una vez a algunos escritores (Fernando Aramburu, Luis Landero, Antonio Orejudo y otros) cómo se añadía el sonido de un polvo a la banda sonora: había que golpearse con dos dedos, de modo rítmico y vigoroso, la muñeca de la mano contraria: clap, clap, clap… cada vez más deprisa.

Quizá eso fuera lo que hacía exclamar al delicado Luis Cernuda:

“¡Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman!”

A Gil de Biedma, en cambio, las visitas a prostitutas (o prostitutos) le recordaban “un infierno / grasiento como un cuarto de máquinas”, y el amor mercenario tiene en su poesía una apropiada música laboral:

Como un operario que pule una pieza,

como un afilador,

fornicar poco a poco mordiéndose los labios.

Y sentirse morir por cada pelo

de gusto, y hacer daño.

Para mí el soneto más divertido sobre el ruido que hacen dos cuerpos cuando se aman es el del capitán Aldana, que leí en mi juventud aconsejado por Elias Rivers.

Es un curioso soneto en forma de diálogo entre dos amantes, que se hacen llamar Damón y Filis, ellos sabrán por qué.

Ella, tal vez arrepentida de lo que acaban de hacer, le hace una pregunta curiosa, pero más curiosa es la tranquilizadora respuesta que da él.

¿Cuál es la causa, mi Damón, que estando

en la lucha de amor, juntos trabados

con lenguas, brazos, pies y encadenados

cual vid que entre el jazmín se va enredando

y que el vital aliento ambos tomando

en nuestros labios, de chupar cansados,

en medio a tanto bien somos forzados

llorar y suspirar de cuando en cuando?

Amor, mi Filis bella, que allá dentro

nuestra almas juntó, quiere en su fragua

los cuerpos ajuntar también tan fuerte

que no pudiendo, como esponja al agua,

pasar del alma al dulce amado centro,

llora el velo mortal su avara suerte.

Comprendido, Damón: se trata de algo muy espiritual, puedes explicarlo todo. Son las almas las que quieren trasvasarse de un cuerpo a otro, y para eso nos enredamos con brazos, pies y labios (de chupar cansados). Como no consiguen los cuerpos fundirse, gemimos para lamentarlo. Va a ser eso, sí. Me imagino al viejo zorro de Damón explicando que esos lamentos son el chirrido de los goznes de una puerta que no consiguen abrir del todo: anda, Filis, bonita, ponte así y probamos de nuevo, a ver si en esta postura.

El capitán Aldana murió en la legendaria batalla de Alcazarquivir. Aldana fue allí como consejero militar del rey Sebastián de Portugal. Cuando llegó, el rey le hizo maestre de campo general. El 4 de agosto de 1578 entablaron batalla. A la primera salva de artillería, los portugueses salieron de estampía. La matanza fue colosal y el formidable proyecto portugués de conquistar África se tambaleó bastante, quieras que no. El rey Sebastián se perdió, desapareció, se desvaneció en la niebla o en el humo de la pólvora, y nunca más se supo. Así surgió ese culto o superstición tan portuguesa llamada “sebastianismo” (que infectó incluso a Pessoa, que creía que el rey-Mesías volvería cualquier día para mayor gloria de Portugal, reencarnado en algún héroe o, por qué no, en el mismo Pessoa). ¿Qué pasó con Aldana? Según Diego de Torres, que hizo el informe oficial:

“El día de la batalla, andando Aldana a pie por le haber muerto el caballo, le encontró el rey y le dijo: -Capitán, ¿por qué no tomáis caballo?- Y él dicen que le respondió: -Señor, ya no es tiempo sino de morir, aunque sea a pie.- Y con la espada en la mano tinta en sangre, se metió entre los enemigos.”

Francisco de Aldana tenía 41 años. Así murió, a pie, uno de los grandes poetas españoles, peatón celeste que sólo se proponía “en un rincón vivir con la victoria de sí”.