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Opinión - El extraño regreso de unas manos muy sucias. Por Pere Rusiñol

La solidaridad de los objetos

Alejandro Corujeira

Hace unos días, leyendo unos textos del compositor americano Morton Feldman me encontré ante esta afirmación: “Nada no es una alternativa extraña para el arte. Continuamente nos enfrentamos a ella cuando trabajamos”. Y unas palabras más adelante vuelve a decir: “Nos vemos obligados a confrontar, o en todo caso se nos hace más evidente, el hecho de que tenemos muy poco para aportar, extremadamente poco para decir”.

Partir desde este lugar, si bien no libera en su totalidad la angustia permanente que acarrea esta tarea de pintar, sí mantiene a cierta distancia el miedo que surge al no poder decir. A cada pintura terminada, a cada volver a empezar, ese sentimiento de singularidad que aparece en el artista debería ser minimizado y ajustado a la realidad de quien emprende la tarea. Uno tiene a bien convenir con los otros que el comienzo es un momento que implica ese miedo al sentir que la imposibilidad nos acecha, pero ¿qué deberíamos comentar entonces sobre la imposibilidad de terminar una pintura?, ¿hasta dónde nuestro mundo puede prolongarse para que no se acabe? Si lográramos esa prolongación, el momento en el que aún no se ha comenzado nada nuevo no se convertiría en otro vacío más. Digo otro vacío más porque el vacío al que nos hemos referido es el que abre paréntesis entre un lugar y otro. Pero el vacío al que me quiero referir ahora es a aquel otro que se produce cuando estamos pintando, aquel que llega como una ausencia presente, no evoco aquí ningún fantasma, hablo de la ausencia muy viva de lo que no estamos pudiendo decir, de todo aquello de lo que nos damos cuenta por nuestra actividad, a lo que no accedemos.

En ocasiones, cuando una pintura está por acabarse, me detengo y comienzo otras con el argumento de que necesito dejarla reposar antes de decidir que ya no responde, antes de comprender que ya está absolutamente desprendida de mí. Es muy posible que esta operación esté solapando ese vacío, esté intentando tapar ese paréntesis entre una obra y otra; desde luego la puesta en marcha de esta actitud no es un acto consciente de veladura. Muchas otras veces una pintura comienza aquello que podemos llamar una serie o familia de obras, que incluso me proporciona la posibilidad de continuar durante años aunque solo sea de forma intermitente. Esto último, desde luego, minimiza aún más esa angustia de la que hablábamos antes, aunque no garantiza ningún resultado. Pero al fin, la pintura, a pesar de las estrategias de su autor, a lo que aspira es a ese vacío, a llegar a ese lugar donde el autor no tiene nada que decir más allá que dar vida a esta cuestión. Y da vida a esta cuestión con la suya propia. Quizás esta larga travesía en la que “el decir” sería una costa lejana siempre por vislumbrar nos impulse a continuar y si esto fuese así, habría que concluir que el propio vacío que revelamos al comenzar a pintar nos impulsa a acceder a él al finalizar la tarea.

Entre el artista y su “tema” se establece una profunda y compleja relación que podría arrojar algo de luz. Muchas veces frente a la obra de Morandi se ha mencionado el silencio que emana de ella, su calma. Sin embargo, cada vez que la veo, y ahora más ya que mientras escribo esto mis ojos son memoria, veo en sus bodegones unos cacharros que se juntan, se acercan hasta el límite de negar el espacio que hay entre ellos, se abrazan. Se abrazan para mostrarnos esa solidaridad de los objetos ante el miedo del artista.

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Partir desde este lugar, si bienno libera en su totalidad la angustia permanente que acarrea esta tarea depintar, sí mantiene a cierta distancia el miedo que surge al no poder decir. Acada pintura terminada, a cada volver a empezar, ese sentimiento desingularidad que aparece en el artista deberíaser minimizado y ajustado a la realidad de quien emprende la tarea. Uno tiene abien convenir con los otros que el comienzo es un momento que implica ese miedoal sentir que la imposibilidad nos acecha, pero ¿qué deberíamos comentarentonces sobre la imposibilidad de terminar una pintura?, ¿hasta dónde nuestromundo puede prolongarse para que no se acabe? Si lográramos esa prolongación,el momento en el que aún no se ha comenzado nada nuevo no se convertiría enotro vacío más. Digo otro vacío más porque el vacío al que nos hemos referidoes el que abre paréntesis entre un lugar y otro. Pero el vacío al que me quieroreferir ahora es a aquel otro que se produce cuando estamos pintando, aquel quellega como una ausencia presente, no evoco aquí ningún fantasma, hablo de laausencia muy viva de lo que no estamos pudiendo decir, de todo aquello de lo que nos damos cuenta por nuestraactividad, a lo que no accedemos.

En ocasiones, cuando una pinturaestá por acabarse, me detengo y comienzo otras con el argumento de que necesitodejarla reposar antes de decidir que ya no responde, antes de comprender que yaestá absolutamente desprendida de mí. Es muy posible que esta operación estésolapando ese vacío, esté intentando tapar ese paréntesis entre una obra yotra; desde luego la puesta en marcha de esta actitud no es un acto conscientede veladura. Muchas otras veces una pintura comienza aquello que podemos llamaruna serie o familia de obras, que incluso meproporciona la posibilidad de continuar durante años aunque solo sea de formaintermitente. Esto último, desde luego, minimiza aún más esa angustia de la quehablábamos antes, aunque no garantiza ningún resultado. Pero al fin, la pintura,a pesar de las estrategias de su autor, a lo que aspira es a ese vacío, allegar a ese lugar donde el autor no tiene nada que decir más allá que dar vidaa esta cuestión. Y da vida a esta cuestión con la suya propia. Quizás estalarga travesía en la que “el decir” sería una costa lejana siempre porvislumbrar nos impulse a continuar y si esto fuese así, habría que concluir queel propio vacío que revelamos al comenzar a pintar nosimpulsa a acceder a él al finalizar la tarea.

Entre el artista y su “tema” seestablece una profunda y compleja relación que podría arrojar algo de luz.Muchas veces frente a la obra de Morandi se ha mencionado el silencio que emanade ella, su calma. Sin embargo, cadavez que la veo, y ahora más ya que mientras escribo esto mis ojos son memoria,veo en sus bodegones unos cacharros que se juntan, se acercan hasta el límitede negar el espacio que hay entre ellos, se abrazan. Se abrazan para mostrarnosesa solidaridad de los objetos ante el miedo del artista.

Hace unos días, leyendo unos textos del compositor americano Morton Feldman me encontré ante esta afirmación: “ 'Nada' no es una alternativa extraña para el arte. Continuamente nos enfrentamos a ella cuando trabajamos”. Y unas palabras más adelante vuelve a decir: “Nos vemos obligados a confrontar, o en todo caso se nos hace más evidente, el hecho de que tenemos muy poco para aportar, extremadamente poco para decir”.

Partir desde este lugar, si bien no libera en su totalidad la angustia permanente que acarrea esta tarea de pintar, sí mantiene a cierta distancia el miedo que surge al no poder decir. A cada pintura terminada, a cada volver a empezar, ese sentimiento de singularidad que aparece en el artista debería ser minimizado y ajustado a la realidad de quien emprende la tarea. Uno tiene a bien convenir con los otros que el comienzo es un momento que implica ese miedo al sentir que la imposibilidad nos acecha, pero ¿qué deberíamos comentar entonces sobre la imposibilidad de terminar una pintura?, ¿hasta dónde nuestro mundo puede prolongarse para que no se acabe? Si lográramos esa prolongación, el momento en el que aún no se ha comenzado nada nuevo no se convertiría en otro vacío más. Digo otro vacío más porque el vacío al que nos hemos referido es el que abre paréntesis entre un lugar y otro. Pero el vacío al que me quiero referir ahora es a aquel otro que se produce cuando estamos pintando, aquel que llega como una ausencia presente, no evoco aquí ningún fantasma, hablo de la ausencia muy viva de lo que no estamos pudiendo decir, de todo aquello de lo que nos damos cuenta por nuestra actividad, a lo que no accedemos.

En ocasiones, cuando una pintura está por acabarse, me detengo y comienzo otras con el argumento de que necesito dejarla reposar antes de decidir que ya no responde, antes de comprender que ya está absolutamente desprendida de mí. Es muy posible que esta operación esté solapando ese vacío, esté intentando tapar ese paréntesis entre una obra y otra; desde luego la puesta en marcha de esta actitud no es un acto consciente de veladura. Muchas otras veces una pintura comienza aquello que podemos llamar una serie o familia de obras, que incluso me proporciona la posibilidad de continuar durante años aunque solo sea de forma intermitente. Esto último, desde luego, minimiza aún más esa angustia de la que hablábamos antes, aunque no garantiza ningún resultado. Pero al fin, la pintura, a pesar de las estrategias de su autor, a lo que aspira es a ese vacío, a llegar a ese lugar donde el autor no tiene nada que decir más allá que dar vida a esta cuestión. Y da vida a esta cuestión con la suya propia. Quizás esta larga travesía en la que “el decir” sería una costa lejana siempre por vislumbrar nos impulse a continuar y si esto fuese así, habría que concluir que el propio vacío que revelamos al comenzar a pintar nos impulsa a acceder a él al finalizar la tarea.

Entre el artista y su “tema” se establece una profunda y compleja relación que podría arrojar algo de luz. Muchas veces frente a la obra de Morandi se ha mencionado el silencio que emana de ella, su calma. Sin embargo, cada vez que la veo, y ahora más ya que mientras escribo esto mis ojos son memoria, veo en sus bodegones unos cacharros que se juntan, se acercan hasta el límite de negar el espacio que hay entre ellos, se abrazan. Se abrazan para mostrarnos esa solidaridad de los objetos ante el miedo del artista.

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